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Ian Curtis, una luz que tiembla

En ocasiones, cuando buceas, te dicen que no mires hacia arriba, sobre todo si no estás acostumbrado. Esa cúpula de luz cenital tan lejana que vas dejando atrás cuando estás en lo hondo, puede provocarte claustrofobia, puede bloquearte, puede intimidarte, puedes sentir miedo. Errar en tus decisiones. Cuando escalas, pasa un poco lo mismo, te dicen que no mires hacia abajo. Porque la altitud en esa verticalidad que estás conquistando, puede provocarte un vértigo que te bloquee, que te colapse, que te haga tener miedo. Errar en tus decisiones. Así que sigues bajando, no te detienes, vas hacia lo hondo y disfrutas del paisaje oscuro sin mirar hacia arriba. O bien sigues escalando, disfrutando de las vistas pero sin mirar a tus pies lo que estás dejando abajo. Es algo parecido a cuando en la vida te dicen que no mires atrás.

En el arte también podemos encontrar a los que suben, se elevan, salen o a los que hurgan, penetran, se hunden. Lo alto y lo hondo. Los que devoran los mapas de un modo voraz a lo largo y ancho. Los que no salen de su sala de estar. Los de las fiestas eternas, a lo Fitzgerald. Los que buscan la luz, los que parten hacia la oscuridad. Distintos modos de interrogarnos, de habitar este mundo.

"Curtis, allí en lo hondo, dejó un tropel de importantísimas canciones con el pulgar hacia abajo"

El culpable de este campo magnético es Ian Curtis. ¿Ascenso o inmersión? Curtis, allí en lo hondo, dejó un tropel de importantísimas canciones con el pulgar hacia abajo, gesto que en el idioma de la profundidad significa que necesitas ayuda, pero cada vez que alguien le preguntaba si todo iba bien, respondía que sí. Esas bengalas en pleno naufragio se confundieron con simple fuego artificial. «I still exist», dice en su canción «Atrocity Exhibition», título arrebatado al libro de J. G. Ballard, aun sin haber leído su relato. En realidad la canción está llena de Harry Haller. «El individuo como campo de batalla entre humanidad y naturaleza». Habla de pacientes en asilos mentales que son observados por el público por pura diversión. En realidad los tres, Hesse, Ballard y Curtis, hablaban de lo mismo. Caos, desintegración, fragilidad humana, entretenimiento y explotación, celebridades vacías, violencia, y un público caníbal que se cree libre cuando está siendo utilizado. Visionarios si pensamos en el atroz exhibicionismo de nuestros días. Ballard y Hesse lo veían, Curtis lo padecía.

Cuando Ian abandona este Teatro mágico, sólo para locos, a los 23, ahorcándose en su cocina, comienza una arqueología macabra de las últimas horas. Quizá sea cierto eso de que vio la película de Werner Herzog, Stroszek, de demoledora sinopsis. Quizá sea cierto que sonó The idiot, de su admirado Iggy Pop. Disco inspirado en la novela de Dostoievski, El idiota, donde el protagonista, «un rey epiléptico y espiritualmente sensible, enloquece por la violenta sociedad que le envuelve y se mofa constantemente de él». Dostoievski era epiléptico, como seis personajes que aparecieron en sus obras. Pero fuera del ámbar que viene a atrapar las noches suicidas de la historia, Ian Curtis era un joven inteligente —mucho—, deprimido, y con un diagnóstico de epilepsia que aún trataba de encajar. Acababa de firmar un épico testamento musical que venía a radiografiar el desmoronamiento de todo aquello que era importante para él, L.W.T.U.A. («Love Will Tear Us Apart») y estaba a punto de embarcarse en una gira americana a pesar de su fobia a volar. A pesar de su fragilidad ante los focos. Veintitrés años y dos álbumes, Unknown pleasures y Closer; algunas de las letras más refinadas e introspectivas de su generación; una oscura voz de barítono capaz de remover vísceras y acelerar latidos; admirador de Jim Morrison y David Bowie. En cada casa necesitó su refugio para leer y escribir, su llamada ‘Blue Room’. Y allí, con su Vox Phantom VI Special, su corte de pelo a lo romano y su look de oficinista, se mostró dispuesto, como han dicho de él, «a quemar la biblioteca musical de Alejandría y acabar con la pompa y pretenciosidad que había inundado la música hasta entonces». Supo cautivar con su oscura y claustrofóbica energía, supo dejar que hablara la música mientras encontraba las palabras precisas que su negativa lucidez derramaba sin medias tintas. «Verle era tan hipnótico como incómodo», las grabaciones que nos llegan pueden atestiguarlo. «Algo del más allá», decían tras su «She’s lost control» en directo como epifanía generacional. Algo así como ver a ese «héroe que lucha —sin sentido— en un sistema laberíntico», a lo Kafka, a lo Gogol, a lo Burroughs, imprescindibles los tres en su imaginario y creación, como muestran sus temas «Colony», «Dead Souls» e «Interzone».

"Supo cautivar con su oscura y claustrofóbica energía, supo dejar que hablara la música mientras encontraba las palabras precisas que su negativa lucidez derramaba sin medias tintas"

Atrapado por la ciencia ficción de la posguerra, asiduo de la librería The House on the Borderland, en Manchester (digna de un campo magnético), obsesionado con el escenario atroz que había dejado el nazismo, esa sensación de anomia social que lo impregnaba todo en esos paisajes vacíos y fríos de un Manchester de finales de los 70, perfecta atmósfera fúnebre para su alienación visceral y el sonido amenazante de Joy Division. Dos portadas siniestramente bellas tras su muerte: la de Closer, una bella tumba de 1910 del cementerio genovés de Staglieno y la del single «L.W.T.U.A.» otra tumba del mismo cementerio, firma de Peter Saville, ambas.

Anecdóticamente, el mítico tema de «L.W.T.U.A.», aparece en un videojuego de 2015, Metal Gear Solid V. Pero es curioso que aparezca como un casete que puedes encontrar en el campo de batalla (para escucharlo en tu IDROID) y que el juego se llame The Phantom Pain, el dolor fantasma.

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Sylvia Plath se marchó semanas después de haber publicado La campana de cristal bajo el seudónimo de Victoria Lucas, y dos años después llegaría la rotura total con la publicación de su Ariel. Su soledad, su depresión y su bipolaridad la hicieron sentir diferente y fuera de este mundo. Su poesía confesional la hizo ser laureada por echar un pulso a los relajados años cincuenta. Para ello lo dio todo. Se dio a ella misma.

Dicen que las muertes de Plath y Curtis, distorsionaron la percepción que tenemos de ellos. Fueron mucho más que trágicas figuras.

El epitafio de Sylvia Plath, elegido por Ted Hughes y extraído del libro Monkey, del escritor chino Wu Cheng’en de mediados del siglo XVI, dice «Even amidst fierce flames the golden lotus can be planted», que significa que incluso en medio de las llamas feroces se puede plantar loto dorado. Ambos, Plath y Curtis, fueron a su modo estigmatizados por la enfermedad, y el dilema, en ocasiones, es discernir si a pesar de las llamas de la enfermedad fueron capaces de crear o si fueron las llamas las que provocaron esa creación.

"El arte es la fiebre que se derrama en cientos, miles de páginas, o en canciones, o en lienzos, o esculpe la roca o se desangra en un obturador bien abierto"

Es habitual escuchar aquello de que los artistas están algo locos. Se desdibujan después los linderos entre el «ya lo estaban o fueron las drogas, la fama y los excesos». No sólo se suicidan las estrellas, pero sí suelen tener nombre y rostro. De hecho muchas de esas estrellas, por su fugacidad, eran casi anónimas o al menos no eran las estrellas en las que se convirtieron.

El arte no es el Sena al que se arrojó Paul Celan. El arte no es el Seconal de Pizarnik, ni el dióxido de carbono de Anne Sexton. Tampoco es arte el tiro en la sien de Hunter S. Thompson, Larra, Sandor Marai o Guy Debord, ni en el corazón como Mayakovski. Aunque lo parezca, no lo es, el «seppuku» de Emilio Salgari, gran viajero, o Yukio Mishima, es decir, el «harakiri». Ni Hart Crane lanzándose a las aguas de Cuba, diciendo «Adiós a todos». El arte es la fiebre que se derrama en cientos, miles de páginas, o en canciones, o en lienzos, o esculpe la roca o se desangra en un obturador bien abierto. Viene de donde viene y eso sólo lo conoce el que lo emana. El que sufre. El que lo goza. Es la búsqueda. Es el hambre. Es el misterio. Es el movimiento dentro de uno mismo o fuera de uno mismo. «Soy vertical, pero preferiría ser horizontal». Quizá Sylvia hablaba de la calma que no era capaz de encontrar. «Subir y bajar como una palangana de agua sucia en un burdel. Lo llaman ciclotimia», como escribió Roger Wolfe.

A veces el arte es el animal que se interroga mientras fabrica su propia jaula.

"En esa huida de uno mismo siempre existirá el mismo hilo invisible que puede quebrarse"

Podemos ir al pecio que labró Curtis en lo hondo o al Kilimanjaro que coronó Hemingway, pero en esa huida de uno mismo siempre existirá el mismo hilo invisible que puede quebrarse. Que el itinerario sí es exclusivo de cada uno pero la rotura acaba siendo un lugar común. Ese hilo de Ariadna que «nos llevaba a lo insondable del misterio para seguir conectados con el exterior y poder encontrar la salida del laberinto».

Hannah Arendt escribió «Das Licht der Öffentlichkeit verdunkelt alles» que quiere decir «La luz del público lo oscurece todo». A veces la luz que nos envuelve, más que alumbrar el camino, nos deslumbra.

CODA (extracto de Bernard Sumner en Chapter and Verse):

«El día antes de que Ian muriera, había estado en Heaton Park, en Prestwich, con Simon Topping de A certain Ratio, y era un día luminoso y bello. Hay una gran colina en Heaton Park y mientras mirábamos hacia allí, un hermoso caballo blanco apareció galopando. No tenía ni jinete, ni montura, era sólo esta asombrosa criatura de puro blanco que bajaba por la colina hacia nosotros. El parque estaba lleno de gente disfrutando la luz del sol, pero el caballo vino directamente hacia donde estábamos. Se paró frente a nosotros, sacudió su melena, balanceó su cabeza un par de veces, y nos quedamos mirando por un minuto o algo así. En el momento me pareció muy raro, pero dados los acontecimientos de la noche que tendríamos por delante, me pregunto si no habrá sido alguna clase de profecía».

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