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Iconofagias, de Iván de la Nuez

Iconofagias, de Iván de la Nuez

Con las cámaras de los teléfonos convertidas en apéndices humanos generamos muchas más imágenes de las que podemos consumir, imágenes que nos someten y ante las que, a veces, no queda más que sublevarse. Imágenes que nos degluten y a las que de vez en cuando conviene deglutir. Imágenes que, bajo la alfombra inabarcable de las millones de reproducciones, casi siempre nos ocultan los imaginarios de esta era.

El ensayista Iván de la Nuez define esta omnipresencia como «iconocracia», un término que afianza la tiranía de la imagen pero que, al mismo tiempo, nos permite contrarrestarla. Y es que, sin negar esa ubicuidad opresiva, la apoteosis iconográfica puede entenderse también como un ecosistema de poder y contrapoder, un juego de gobierno y oposición en el que cabe la vomitona radical de la iconoclasia pero también la digestión crítica de la «iconofagia», concepto que han compartido Norval Baitello o Alfonso Morales y que ahora da título a este diccionario que se propone como una sola trama y en cuyos capítulos brillan con luz propia voces e imágenes.

Zenda adelanta un extracto de Iconofagias, de Iván de la Nuez (Debate).

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Autofagia

«Un oficio del siglo XX». Así definió Guillermo Cabrera Infante la labor del crítico de cine. Y esa convicción le llevó a titular de esa manera su primera antología de reseñas y textos cinematográficos.

Todos afrontamos, sin embargo, el siguiente dilema: si la crítica de cine es un oficio del siglo XX, la iconofagia es una necesidad —fisiológica— del siglo XXI. Si la primera se comporta como un «oficio», la segunda es, sencillamente, una obligación. El primero se escoge, la segunda nos escoge a nosotros.

Un crítico de cine del siglo XX era un especialista, mientras que un iconófago no siempre está en posición de discernir. La crítica de cine plantea una lidia entre un sujeto y su objeto. En la iconofagia esa frontera se disuelve, y a menudo lo que trasluce es una batalla encarnizada entre sujetos que se transforman una y otra vez en objetos de sus depredaciones mutuas.

Hace algunos años escribí una «autocrítica de arte». Pero ¿puede entenderse la autofagia como una autocrítica de las imágenes?

Marta Sanz lo duda, pues le parece que la autofagia es lo opuesto a un canibalismo nutritivo que podría llegar a incluir la crítica cultural o la plataforma política. Así lo demostró, también, Oswald de Andrade con su Manifiesto antropófago en el vanguardista Brasil de hace un siglo.

Para Sanz, el canibalismo es capaz de remover la condición humana porque se abre el amor y el tabú, el miedo o la mística. (Basten los ejemplos de Apocalipsis caníbal, el remake de Las minas del Rey Salomón, o el famoso cuadro Saturno comiéndose a su hijo, de Goya).

Pero… en cuanto se tropieza con un médico anunciando en YouTube las bondades de la autofagia como dieta milagrosa, Sanz retrocede, hace un mohín y se niega a tragar el anzuelo. No es que la autofagia consista en comerse «una misma hasta matarse. Pero se le parece». Esto llega a pensar.

Para mí, la autofagia nos convierte en uróboros que se devoran a sí mismos por el bien de la imagen, por vanidad, por «lucir mejor». Cuando te comes a ti mismo, alcanzas los estándares de la delgadez y te pones, como se dice, en la línea. Cuando te zampas al prójimo, corres el riesgo de engordar.

Por eso la autofagia, más que en una pescadilla, se acaba convirtiendo en una pesadilla que se muerde la cola. Un mal sueño recurrente que resitúa el análisis de clase en medio de la guerra cultural. Los pobres no hacen autofagia, llega a afirmar Sanz. Sencillamente, porque no pueden acometer la cara B del ayuno intermitente ni comprar productos sanos. Tal vez porque se pasan buena parte de la vida leyendo libros de segunda mano en la puerta del Burger.

Ya sabemos que la autofagia cuenta con su premio Nobel —el científico japonés Yoshinori Ohsumi—, y que nos habla de las bondades de regeneraciones celulares, producción de energía, limpieza de células dañadas en el organismo.

Sin embargo, para los intereses de este diccionario, la autofagia acaba resultando un imposible. En el mundo de la imagen, la autofagia implica, el 99 por ciento de las veces, un egotrip que es sinónimo de autobombo. Nuestra autofagia consiste, la mayoría de las veces, en tirar lo que resulta feo, gordo, delator de nuestros defectos y excesos. Es el proceso de selección previo al océano particular de imágenes que lanzamos al cosmos de Instagram o TikTok. El descarte de lo que no nos gustaría subir a las redes. El proceso de auto-edición que a cada minuto nos aplicamos, pero no para suprimirnos mejor, sino para exhibirnos mejor.

Aquí el símil con la dieta, que irritó a Marta Sanz, se desvanece. La antropofagia desaparece. La regeneración se disuelve en favor de la ubicuidad.

La autofagia es, acaso, la petulancia de dar vueltas sobre uno mismo ante una pantalla lanzada al último confín de este diccionario: el reino del Zoom.

Allí donde tendrá lugar el encuentro definitivo entre un movimiento circular que anula el desplazamiento y un contacto virtual que anula la distancia.

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Autor: Iván de la Nuez. Título: Iconofagias. Editorial: Debate. Venta: Todos tus libros.

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