Dentro de esas nóminas de mujeres cineastas, que cada vez van siendo más frecuentes, en la dedicada a Hollywood, Ida Lupino ocupa el segundo lugar. Justo después de Dorothy Arzner, la pionera, la única —al menos la única de la que se tiene noticia— que, habiendo empezado a rodar en la pantalla silente, siguió haciéndolo en el amanecer de la parlante, prolongando su actividad hasta ya entrados los años 40.
El de Ida Lupino —a quien ya se consideraba protofeminista mucho antes de que comenzasen a ser frecuentes esas nóminas de mujeres cineastas— fue muy diferente. De entrada, antes de emplazar su tomavistas por primera vez en Never Fear (1950), ya era una de las actrices más aplaudidas del noir clásico. Para Raoul Walsh había protagonizado La pasión ciega (1940) y El último refugio (1941), ambas con Humphrey Bogart como partenaire. Protagonista, asimismo, de Lejos de la niebla (Anatole Litvak, 1941) y Marea de Luna (Archie Mayo y Fritz Lang, 1942), cuyos repartos encabezó junto a John Garfield y Jean Gabin respectivamente, su filmografía noir, y la integrada por clásicos de distintos géneros —Artistas y modelos (Raoul Walsh, 1941), En tinieblas (William Wellman, 1940), El lobo de mar (Michael Curtiz, 1941)—, habían convertido a Ida Lupino en una luminaria del Hollywood de la guerra y su estatus era otro.
A diferencia de Arzner, Ida Lupino era conocida por parte del público y la posteridad, que habría de recordarla como a una de las musas del noir clásico, a raíz de su actividad interpretativa, también habría de referirse a su trabajo tras la cámara. Todavía es ahora cuando, en las noticias biográficas que se le dedican, nunca falta un epígrafe donde se habla de Ida Lupino como de esa realizadora “protofeminista” a la que me refiero.
Ahora bien, la compaginación de los dos oficios, que desempeñó esta segunda en la lista, por orden cronológico de sus pares, no la convierte para nada a la heterodoxia. Entre aquellas que la sucedieron será frecuente esta alternancia a los dos lados de la cámara —Jodie Foster y Sarah Polley solo son dos de las últimas— y no solo en Hollywood, en las dos orillas del Atlántico: Leni Riefenstahl, la Egeria del Führer, fue actriz antes de convertirse en la realizadora oficial de los nazis; la sueca Mai Zetterling desarrolló una brillante y extensa filmografía tanto delante como detrás del tomavistas.
Lo que la diferencia de Arzner, a partir de los años 70 considerada una alternativa feminista a ese Hollywood clásico, es que Lupino, en ese mismo Hollywood, no abordó exclusivamente argumentos específicamente femeninos. Muy por el contrario, sus historias hablan de los problemas pasionales y sociales comunes a ambos sexos. Eso sí, desde una perspectiva feminista. Ultraje (1950), una de sus cintas más celebradas, es uno de los mejores acercamientos de Hollywood al espinoso tema de la violación. Lo hace, naturalmente, desde una perspectiva femenina y feminista. Pero ello no significa que Ida Lupino condene a todo el sexo masculino por el abominable ultraje sufrido por Ann Walton (Mala Powers), su protagonista.
Ultraje —la obra maestra de la Lupino realizadora y la mejor interpretación de Mala Powers de toda su carrera— arranca con Ann Walton, retratada en un plano cenital de conjunto. Corre asustada por callejones desolados. Sobreimpresos a aquella huida desesperada, comienzan a pasar los títulos de crédito. Aún no sabemos de qué huye la muchacha. Mas cualquiera que haya transitado la calle de madrugada —cuando bebía yo lo hacía con frecuencia— ha visto el miedo de Ann Walton en esas jóvenes que caminan solas, presurosas y asustadas, junto a los coches aparcados, pero por la calzada: les aterra ir por las aceras, encontrase con un energúmeno que las asalte brutalmente, las meta en un portal y abuse de ellas con toda la crueldad de la que son capaces los violadores. Quien haya visto a una chica en tales circunstancias, sabe a qué se refieren las mujeres cuando exigen su derecho “a volver a casa solas y borrachas”. Fui tan feliz, cientos de madrugadas, volviendo a casa solo y mamado hasta las orejas, que deseo con todo mi ser que llegue el día en que puedan hacer lo mismo todas ellas.
Concluida la secuencia de los créditos, en la que Lupino nos presenta el miedo de Ann Walton a modo de preámbulo de la abominación de la que va a ser víctima, la realizadora nos muestra a su chica: una mujer feliz, aunque no iba borracha. Tenía un buen trabajo y, la noche anterior a la del crimen, fue pedida a su padre en matrimonio por Jim Owens (Robert Clarke), el hombre al que amaba. Estamos, no hay que olvidarlo, en 1950 y esas cosas constituían la felicidad de la “mujer casadera”, que se las consideraba en aquellos días. La única fisura que hay en el mundo de Ann es el camarero que le sirve los pasteles de chocolate, que come junto a su novio, quien se cree con derecho a piropearla y a hacerla proposiciones, aunque es evidente que a ella le molestan. En efecto, el camarero será su agresor.
Lupino, que siempre mostraba la violencia por alusiones —sonidos en off mientras el plano ofrecía otras imágenes— apenas se detiene en la agresión. Dura más la indiferencia de quienes hubieran podido evitarla —la puerta que no le abren, el taxi que no le para— y, sobre todo, las consecuencias. El mundo de Ann se viene abajo por completo. Está tan traumatizada que no es capaz ni de asistir a las ruedas de reconocimiento en la comisaría. Cuando murmuran sobre ella, cree que todos la desprecian por lo que le ha pasado. Con su proyecto de vida hecho pedazos, Ann rompe con su prometido —no soporta que ningún hombre se le acerque— y se va huyendo de la ciudad. Hasta ahí todo coincide con el relato feminista de estas atrocidades, que no es otra cosa que la verdad sin contemplaciones. Lo que distancia a Ida Lupino de este discurso tradicional, llevándola a cierta heterodoxia del feminismo, es que ella no culpa de la violación a la sociedad patriarcal ni a todo el género masculino en su conjunto.
Para cualquier hombre que se precie de serlo, la violación es el crimen más abyecto. Cuando una mujer te gusta, te puede dar algo muy breve, que sin embargo, es lo mejor del mundo. Ahora bien, te lo tiene que dar ella voluntariamente: por amor, por coquetería o sencillamente, por divertirse. Ultrajarla como una bestia para conseguirlo es tan abominable que los violadores, cuando les meten en la cárcel, procuran que no se sepa por qué les han recluido. Los otros presos también son hombres. Tienen madres, hijas, hermanas, y no les gustaría que fueran violadas. Así que no es raro que los violadores sufran en prisión lo mismo que han hecho sufrir ellos.
Cabría esperar que Ida Lupino dejase a su Ann temiendo a todo el género masculino. Sin embargo, la protofeminista se muestra conciliadora —de ahí su heterodoxia frente al discurso del feminismo ortodoxo de nuestros días, insisto— y toda la segunda parte de Ultraje, se le va en demostrar cómo serán los hombres —el reverendo que la atendió cuando se la encontró tirada en su huida, el tipo que retira la denuncia después de que ella le abriera la cabeza cuando intentó besarla, el fiscal que no presenta cargos por esa agresión, que no fue sino la defensa de una mujer traumatizada…— quienes faciliten el regreso de Ann a esa vida que dejó atrás, cuando huyó despavorida de su ciudad, por el más miserable de los canallas.
Nacida en Londres en 1918, Ida Lupino llevaba la actuación en la masa de la sangre. Perteneciente a una familia de actores de origen italiano instalada en Inglaterra en el siglo XVII, su padre, Stanley Lupino, enseñaba interpretación en la Real Academia de Arte Dramático. Aunque siempre se negó a tenerla como alumna, hizo construir para la joven Ida un teatro en el domicilio familiar. Con tales antecedentes, no es de extrañar que llegase a ser una shakesperiana notable. Pero soñaba con interpretar a la Alicia de Lewis Carroll cuando Allan Dwan la descubrió en producciones menores del primer parlante británico. Tras algunas colaboraciones, la convenció para trasladarse a Estados Unidos. En Hollywood debutó a las órdenes de Henry Hathaway en Come on Marines! (1934). A partir de entonces, fue una excelente actriz en el centenar largo de películas y telefilmes que protagonizó. Como Katharine Hepburn pero más dulce, infinitamente más dulce y menos autoritaria.
Lo que incumbe a estas líneas es el feminismo integrador de la Ida realizadora. En El autoestopista (1953), la aportación al noir clásico de una de sus musas, dos tipos que van a pescar son secuestrados por un asesino en serie y, mientras uno de ellos se tortura considerándose un cobarde, por carecer de coraje para hacer frente a su agresor, el otro se angustia pensando en su esposa. También consta en los anales la forma en que la realizadora acomete en las secuencias de El autoestopista, desde su perspectiva femenina, uno de los dogmas masculinos: la valentía. Los estudiosos de su cine sostienen que ese tono integrador, conciliador de su discurso —definido por alguno como “de buenas hermanas”—, fue un intento de exorcizar los problemas sentimentales de su vida privada. Casada y divorciada en tres ocasiones, su segundo marido, Collier Young, escribió y produjo junto a ella la trilogía señera de su filmografía a la que, junto a las dos ya citadas, habría que sumar una tercera de título harto elocuente: El bígamo (1953).
Su filmografía como realizadora se prolongó durante 42 títulos. A partir de los años 60, casi todos telefilmes. Algunos de ellos, entregas de series tan conocidas en la parrilla pretérita como Los intocables, 77 Sunset Strip o Alfred Hitchcock presenta… Con los años, la gran Ida dejó de ser esa joven triste, dulce y cálida del noir clásico —a menudo la chica de Bogart— para ser la mujer de La casa en la niebla (Nicholas Ray, 1951). El tiempo siguió pasando y a ella la convirtió en una gran actriz de reparto. Lo fue para Fritz Lang en Mientras Nueva York duerme (1956) y para el gran Sam Peckinpah en El rey del rodeo (1972). Sin olvidar a la última de sus entrañables viejecitas, la Mrs. Skinner de El alimento de los dioses (Bert I. Gordon, 1976).
Nadie diría que aquella chica triste, dulce y cálida, que fue la Ida de los años 40, ya en los 50 habría de ser, según bromeaba ella misma: como actriz, la Bette Davis de los pobres; como realizadora, la Don Siegel de esos mismos desheredados.
Yo me quedo con su Marie Garson, la chica que huye junto a Bogart en El último refugio, una de las más románticas de todo el cine negro.
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