Este libro comienza con un incendio de la infancia. Agotados de librar una batalla contra el fuego que devora el campo extremeño, los miembros de una familia se sientan a la mesa en silencio. Esa finca en llamas es su vida. La madre se abre paso con una fuente de pescado fresco entre las manos: salmonete, almeja y gamba. ¿Cómo los ha comprado si todo arde? ¿Con qué ánimo lo ha cocinado si la ceniza tizna hasta el humor?, se preguntan ante esos platos donde los alimentos hacen retoñar la vida. Todos parecen anestesiados, hasta que el padre se levanta a buscar una botella de vino blanco con la cual acompañar ese milagro.
Contar bien es un atributo literario, pero contar colocando la carne propia en el asador es atributo de escritores. Eso es lo que hace Ignacio Peyró en Comimos y bebimos: Notas de cocina y vida (Libros del Asteroide). Son las diez de la mañana. A estas horas no hay vermú ni becadas, tampoco un Jerez de esos que se sirven en copas pequeñas y ventrudas, ese caldo que parece oro tras viajar, ida y vuelta, en la bodega de un barco. Es pronto para cualquier cosa, incluso para una entrevista, quizá la primera de su gira de promoción y la última que se publica de aquella primera agenda de prensa. Hay cosas, como la cocina o la amistad, que requieren la lentitud de los guisos, el buen coñac y los libros bien escritos. Y este lo es, un buen libro. Un gran libro.
Escrito a la manera de un dietario, mes a mes, Comimos y bebimos completa una bitácora del gusto y la memoria, como si quien escribe sobre aquel turrón de navidad volviera a probarlo por primera vez. Las trescientas páginas de este volumen encuadernan las comidas de los vendimiadores contadas por Stendhal, las crêpes Suzette cual pentecostés de fuego azul y licor seco, las alcachofas de Felipe II o el melocotón de Diderot, pero también la becada salvaje del bosque, los desayunos de quienes viven en hoteles y la memoria viva del que ansía regresar a esa comida lejana de una finca que ardía en llamas mientras un pescado hecho con amor se servía en una mesa silenciosa.
Así como se come para vivir, se escribe para recuperar vida. Así como nadie usa sus manos como cuenco para llevar los alimentos a la boca, ningún escritor emplearía frases elementales para contar estas historias. Por eso Ignacio Peyró saca la cubertería de plata para escribir este libro. Tocado ya no por la curiosidad enciclopédica de Pompa y circunstancia (Fórcola, 2015), aquel libro en el que igual hablaba de Churchill o Agatha Christie, Ignacio Peyró despliega en Comimos y bebimos una biografía sensible y un humor discreto.
El resultado es el mestizaje, una síntesis de crónica, dietario y ensayo breve que se enmarca en la tradición de Pla, al mismo tiempo que inaugura una memoria sensual de una generación que parece haber olvidado las naranjas que acompañaron los días de Reyes o los fuegos inclementes que arrasaron los veranos de la infancia. De eso habla el periodista, escritor y actual director del Instituto Cervantes de Londres en esta entrevista.
—Comimos y bebimos está escrito con la memoria, pero no se atrinchera en la nostalgia. Describe las cosas como si las probara por primera vez. ¿Qué pretendió hacer?
—Me gusta la idea de una memoria celebratoria. La comida tiene mucho que ver con mirar hacia atrás y recordar momentos, sabores, sensaciones y experiencias que son significativas para uno y por eso deseas ponerlas por escrito. Si bien es cierto que toda memoria es melancólica y tiene un punto de elegía —esos sitios que cerraron o aquellos que ya no existen—, me gusta pensar que Comimos y bebimos son unas memorias agradecidas, una celebración.
—El libro conecta con una tradición que mezcla literatura y gastronomía y a la que cita, con Pla y Azorín por ejemplo. ¿Cómo se manifiesta esa unión en usted?
—La tradición de la literatura gastronómica española es brillante, pero al mismo tiempo acotada, con un cierto brillo mundanal incluso. Hay grandes artífices de nuestra prosa que se dedicaron a ella y no sólo Pla, también Luján, Perucho, Cunqueiro… Eso ha elevado el nivel de una cocina que estaba en los estantes más bajos de las bibliotecas y ahora ha elevado su nivel. Lo importante de estos libros es que te hablen de tu despensa, de tus referencias habituales.
—Y por eso escribió las de su generación. ¿Cómo surgió el libro exactamente?
—Pensé que debía ser un libro con un ritmo, por eso se desarrolla a lo largo del año y con un tono estacional. Ir mes por mes fue una decisión que me permitiría conseguirlo. El libro no traiciona el calendario: hay un ayuno que coincide con la cuaresma, hablo del turrón en Navidad, y en invierno de las naranjas. Ahora siempre hay naranjas en los refrigeradores, pero originalmente su periodo de maduración estaba muy limitado. Quería que fuese un paseo a lo largo del año, con algún recodo en el camino, un contrapunto más entretenido. Es como la música, hay un andante, un allegro…
—No es un libro sólo gastronómico, sino un compendio de buenas costumbres ya casi extintas tal y como las conocíamos: la lentitud, el paseante, el viajero, el hedonista.
—No quería hablar sólo de la pura cocina o cosas del tipo «cómo debe servirse el foie«. Creí que lo que podía aportar era mi experiencia, que sin duda es limitada, porque yo no soy un hombre que pruebe ocho mil vinos al año, como Robert Parker, ni tampoco soy inspector de la Guía Michelin. Pago lo que como y lo que bebo. A pesar de eso, sé que hay cosas que puedo contar o incluso que puedo rescatar, algunas a veces más eruditas y otras menos, pero que diesen pie siempre a un juego literario.
—En el prólogo queda muy claro la idea de comer como un acto de reunión y celebración, incluso en medio de un incendio que arrasa la infancia.
—La comida es el escenario de los afectos, donde volvemos a un tempo lento, uno que estamos perdiendo y en el que puedes volver a conversar con algo de ti. Con los años he podido verlo, y ahora que vivo lejos, me doy cuenta de hasta qué punto hay un peso y un poso de la memoria: olores, ráfagas… Ahora me doy cuenta de hasta qué punto el olor de unos ajos dorándose o de algo sofriéndose, además de ser muy español, es algo que llevo clavado en algún lugar de mi córtex. A veces me pregunto si el libro es poco culinario… He intentado algo bastante claro: si escribo sobre vino blanco, digo cosas que jamás aparecerán en Wikipedia. No diré que es un producto de la uva doblemente fermentado… digo otras cosas.
—En un mundo constipado por determinados fanatismos, este libro es casi un acto punkie.
—Es cierto que en este tiempo parece que hay quienes sólo suelen excitar sus papilas con aguacate machacado y un tartar de salmón servido en una bandeja de plástico, como si fuese el mayor alarde sensual que pueden permitirse. Hay que ser realista: en la restauración todo es mejor que antes, pero la cocina y la alimentación son un espejo maravilloso para las supersticiones de cada época. Quien en 2003 decidiera invertir en quinoa real se ha hecho de oro, porque ahora hemos decidido que es lo que hay que tomar, de la misma forma que en los 90 decidimos que era lecitina en soja. Tenemos esa obsesión de la salud, que en aporte es razonable, porque lo primero de la comida es que sea buena para ti.
—Voy a insistir en lo político: la comida se ha convertido en un tema ideológico. A los veganos me remito.
—Absolutamente. Hay unos libros maravillosos sobre la huella de la contracultura para explicar, por ejemplo, cómo llega una comuna de hippies a los supermercados. Hace poco, una compañía internacional ha tenido que retirar el aceite de palma de sus productos en España, porque fue en España donde surgió ese movimiento. Para ellos era algo tan terrible como fumar. Esas cosas existen, sin duda.
—Le puede lo británico en este libro.
—Yo no puedo hablar mal de ellos, vivo con ellos. Además, me lo creo.
—Se lo decía por la exaltación del jerez y su lento proceso de producción. En este libro hay una relación entre el tiempo y el alcohol, un elogio de la paciencia: la vendimia, el paso de los años con el coñac…
—Es algo que me fascina y parece milagroso. Aunque no me gusta el vino el joven, hay que decir que ese momento del año, en el mes de noviembre, en que aparece el vino del año, es maravilloso. Aunque no se sea viticultor, da satisfacción ver lo que ha dado el año. Luego está ese milagro en el que las botellas, casi como las personas, se van individualizando, hasta el punto de que ya no hay vino, hay botellas. Esa botella del año 70 o 73 siempre te dicealago. Cuando la abres, te preguntas al menos dónde están las personas que han pisado esa uva. Es muy hermoso, es un sol de antaño.
—Cuando habla de la relación entre escritores y cocina dice que al placer de la comida le ha costado elevarse a la categoría del arte, pero también es cierto que es transversal y aparece en casi todas las manifestaciones.
—Hay un cierto prejuicio en nuestra cultura. Es una pequeña hipocresía, sobre todo en el mundo católico. El mundo católico es el que mejor ha cocinado en Occidente. No hace falta más que ir a costumbres protestantes para verlo. En el fondo, la relación del mundo católico con la comida arroja la mirada en un Dios más bondadoso y sobre unas comunidades donde hay más solidaridades internas. Sin embargo, ese mundo es también el que ha visto mucho más la situación de «comes lo que te ponen y punto».
—Hay una especial fascinación suya por las becadas, aparecen mucho en el libro. ¿Aluden a una relación con la tierra?
—Me gusta la cocina por lo que tiene de domesticación del campo. La becada es un animal muy misterioso, habita en las zonas de penumbra, le gusta el fresco pero no el frío, le gusta la sombra pero no la oscuridad y concentra algo bastante inusual: los sabores del bosque. Es de las pocas cosas que realmente te permiten ponerte poético con la comida. Hay otra cosa fascinante: no se ha podido domesticar. Nadie tiene una nave en Arganda del Rey de becadas. Hay que ir al campo a buscarlas, y no cualquiera. Ha de ser un cazador hábil, y además cuando te la comes te puedes comer un perdigón.
—¿Qué pasó entre el enjundioso Pompa y circunstancia y este libro esencial? ¿Cuánto tiene escribiéndose?
—Todos los libros son de cocción lenta. Una cosa es cuando te vas a sentar a escribirlo y otra cuando enciendes el fuego que dará lugar al chisporroteo final. El fuego de este libro se ha encendido hace mucho tiempo. Además, su escritura me ha llegado en un momento vital específico. Es como una forma de cerrar una etapa, un adiós a la juventud. También hay un poso de elegía y melancolía en todo eso: la gente va cambiando las copas por los biberones, entramos en lo que llama Anthony Powell el mundo de la aceptación, descubres menos cosas. Ese primer amor con el que te lanzabas al mundo ahora es una relación agradable, pero ya no es la historia de la exploración.
—¿En una historia política de la comida cuál sería la etapa mas oscura y cuál la más luminosa?
—Momentos luminosos hay muchos. Francia a partir del XVII, XVIII y aún más en el XIX con la cocina burguesa. Entonces los franceses hicieron de la cocina uno de los atributos de su emblema nacional e incluso un instrumento de propaganda cultural, diplomática y política que ha durado hasta hoy. Los franceses siguen viviendo de las rentas y han sabido hacer de eso su patria. Hay varios momentos oscuros, por ejemplo el tiempo de racionamiento de guerra. Algunos de los mejores bacalaos de Bilbao vienen de los asedios, porque tienen que hacer mucho con muy poco. En Gran Bretaña el racionamiento de la guerra llevó al gusto por las cremas o lo dulce. Fue un grado cero.
—Hay humor en el libro. Muy medido, pero constante. En un tema como este la tentación de la cursilería era inmensa.
—Fue algo consciente, porque los arrobos y los éxtasis no son fáciles de transmitir. Esto es cocina, no la arquitectura de Vitruvio. Pertenece sin duda a un espíritu digno y noble, pero entre la cocina y la música hay una distancia espiritual. El diseño, la moda o la cocina hacen de sustitutos de las artes, porque tampoco puedes dejar de leer a Góngora por atracarte de queso manchego.
—Es periodista y autor, pero también personaje público. Peyró parece mucho mayor de lo que es.
—Me lo dicen desde que tengo veinte años. Alguna vez llegaré a mi edad real.
—¿Pero cuál es la imagen real suya?
—Tengo 38.
—¿Cuánto de personaje hay en esto?
—Ninguno. No sería capaz de hacerlo. De haber tomado esa decisión, habría elegido uno más vendible. Yo digo lo que pienso y siento, con mis códigos morales. No suelo meterme en polémicas, soy más o menos liberal y amable. Este es un libro que quiere celebrar la vida y el pasado, mirar con agradecimiento atrás, y al mismo tiempo es un manual del presente. Es más difícil sacar notas a la alegría que a la tristeza. Yo quise hacer un libro que se leyera con una sonrisa.
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