No es infrecuente encontrar en las redacciones periodistas quejosos porque no pueden escribir tanto como quisieran, que siempre es demasiado, y con ese estilo florido que soñaron, que siempre es desmesurado. Cuando me han venido con la queja, he repetido machaconamente lo mismo: «Aquí hacemos un periódico; si quieres escribir, escribe un diario». Es lo que ha hecho Ignacio Peyró: escribir en casa por las noches. Y no sólo eso, sino que ha convertido su diario sin días en un volumen coherente, un gran fresco de su vida entre 2006 y 2011, que en parte es la nuestra, y que acaba convirtiéndose en una radiografía de la España de esos años. Un retrato que tiene más que ver con el presente de lo que lo que el tiempo trascurrido pudiera sugerir.
A estas alturas, Ya sentarás la cabeza es un éxito editorial que ha sido escrutado por el derecho y por el revés, que ha recibido elogios sinfín por su calidad literaria y por sus sabrosas revelaciones. Sin embargo, más bien poco se ha dicho de lo que promete el subtítulo del libro: «Cuando fuimos periodistas».
El diario de Peyró, que no es diario ni mucho menos —no todos los días está uno para escribir—, ofrece un buen surtido de reflexiones delicatessen sobre el periodismo de aquel lustro. Ha pasado casi una década desde entonces, pero su muy afinada biopsia de la profesión no ha perdido una pizca de actualidad, como si en vez de contar la historia de aquellos años estuviera viendo venir lo que hoy ya es el pan nuestro de cada día.
La relación de Peyró con el periodismo es tormentosa, como casi todas las relaciones donde la pasión deriva en desmesura. Anota:
«El periodismo ha sido el vicio que podía arrasar con todo; todavía en el periodismo sería feliz hasta como redactor jefe de pasatiempos, aunque no descarto que el periodismo sea una de esas pasiones que es mejor recordar que vivir».
En el carácter de Peyró no encaja la generalización ni la verdad absoluta. Siempre deja lugar para la apostilla, para la ironía, para la paradoja chestertoniana:
«Amo el periodismo con amor desesperado, inexplicable, y amo también cobrar a fin de mes».
Tiempo de crisis para «un negocio ruinoso»
Aquellos años en los que Peyró se zambullía en el periodismo (2006-2011) fueron años de crisis, crisis que lleva camino de convertirse en permanente, en España y en las redacciones. Siempre a contracorriente, no se deja llevar por el pesimismo.
«Menos mal que el periodismo es bastión de libertades democráticas, que si no, hubiéramos pensado que es un negocio ruinoso. Por lo menos nos aporta una refrescante sensación de heroísmo —de tiempos heroicos—. Con este lumpen debió de empezar el periodismo allá en el XVIII».
La historia demuestra que la ruina forma parte de la profesión, y Peyró prefiere agarrarse a la épica y, sobre todo, al buen humor:
«Si hiciéramos un buen periódico —reflexiona— nos arruinaríamos. Es casi una justicia poética que, haciendo uno malo, vayamos a arruinarnos también».
Como buen conservador, le gusta el periodismo de antes, el de siempre, el de toda la vida.
«Ojalá que el tiempo roedor que terminó con tantas cosas —se lamenta— no termine también con el bello y viejo oficio de escribir en los periódicos».
La cosa no pinta bien. Casi todos los nuevos periodistas «han estudiado Comunicación, que es como, en su lento camino de pudrición, ahora se llama al periodismo». Entre las páginas, se deslizan «esos lugares comunes que llenan de chatarra los periódicos». Y resulta desolador que…
… «una vez no se publican textos largos, es imposible que la prosa gane fuste; por lo demás, ya bastaría con que la prosa de los periódicos fuese correcta y aseada
Ya no solo se trata de la merma en la calidad literaria, sino de males más profundos y más dañinos.
«Suele pensarse —sostiene Peyró— que, en los medios, la marrullería, el ardor guerrero, el “decir las cosas a las claras”, el “hablar sin complejos”, es sintomático de un gran compromiso ideológico, cuando no es más que el uso de la ideología como tapadera de la mediocridad».
Por no hablar de las redes sociales, del estremecimiento que se siente al…
«asomarse a Twitter y ver cómo rebaja varios grados, de modo natural, la inteligencia de la gente a la que fuera de Twitter respetas».
Esta nueva situación, a juicio de Peyró, viene a acentuar los males crónicos. Recuerda:
«Como el periodismo español no pudo tratar en serio de política durante muchos años, conseguimos sobresalir en dos cosas en las que seguimos siendo únicos en Europa: la crónica de sucesos y el articulismo más o menos casticista».
Pero no decae, y se atrinchera en la tradición del oficio de siempre, que cree más auténtico.
«Nos ponemos entonces a escribir como albañiles —asegura desafiante ante los gazmoños—, por integrar la corriente del periodismo resacoso ahora que lo que predomina es el periodismo mojigato».
Fauna y flora de la redacción
Con la destreza del etólogo en un zoológico, Peyró perfila los ejemplares que pululan por las redacciones. Así, nos descubre ejemplares tan arrogantes como esos «sumos pontífices del periodismo que nunca han dado una noticia». O como aquellos otros que van de «maestros —tan frecuentes en el periodismo— que solo admiten que alguien es bueno si es discípulo».
Pero hay más, muchos más, casi tantos como especies recogidas en los minuciosos cuadernos de Darwin. Anota aquellos especímenes, insignes fundadores y pioneros, que exhiben
«la legitimidad histórica de estar ahí desde el principio, no como otros, que solo hemos venido a molestar, o éramos unos colaboradores de mierda, gente vaga y comodona».
O esos otros que se caracterizan por una noble fiereza de felino:
«Es un periodista. Un cabrón, pero un periodista. Y le han puesto a mandar y manda».
Incluso se enfrenta a ejemplares de condición misteriosa, que inexplicablemente sobreviven en el hábitat hostil.
«Cómo llegó ese señor al alcantarillado del periodismo es cosa que sorprende, aunque me encanta la idea de que haya un hombre bueno en un lugar donde el que no es un hijo de puta sueña con serlo».
El periodismo del «pelotazo»
Los jóvenes redactores han bautizado el periodismo que les precedió como «el periodismo del pelotazo», intentando desacreditar a toda una generación, matar al padre, volviéndose freudianos a estas alturas y creyendo que quitándose la losa del ancestro serán más libres. Peyró, pese a su juventud, recuerda ese periodismo con agrado. Y rememora aquellos tiempos…
«cuando eran los noventa, cuando en aquella España socialista y preolímpica un periodista júnior podía pasar un par de días con Berstein en París, vivir en la calle Alcalá a cinco minutos del trabajo, marcarse un reportaje cada quince días y, además, gozar de respetabilidad social y alguna que otra cerveza gratis».
Y aún intenta mantener en 2010 ese espíritu, que una década después han arrastrado definitivamente los vendavales de las crisis, los ERE, los ERTE y demás dolencias que amenazan de muerte la profesión:
«El Madrid periodístico ofrece estas curiosidades: uno empieza el día en el Ritz, al mediodía está en el Intercontinental, termina la tarde en el Palace y —por supuesto— sigue siendo igual de pobre».
La nostalgia y la condescendencia le invaden cuando recuerda a un compañero ejemplar.
«Esa escuela doble de periodismo y humanidad que es el periodismo de agencia… es un pecio de la época en que ser periodista era ser algo, o incluso alguien. Uno cobraba como un profesional decente e incluso tenía su prestigio. Él todavía vive en ese mundo en que los periodistas iban con corbata».
Peyró deja sabrosas estampas de la vida cotidiana en la redacción, que apreciará sin duda cualquiera que haya dejado su existencia entre sus paredes. Cómo no añorar las reuniones y «la dramaturgia y los efectos especiales que tengo que hacer para vender «mis temas»». O cómo no sonreír al comprobar que en todos los diarios, los de deportes —raza aparte— conforman «un periódico dentro del periódico». Por no hablar de aquellas «horas muertas en la redacción», placenteras unas veces y desesperantes muchas más.
Y qué decir del exotismo de las salidas a la calle. Cuando le envían a uno como crítico a su primera obra de teatro y se queda «dormido». O aquellas presentaciones en las que indefectiblemente te encontrabas a «Gistau, botellín en mano, bendiciendo a la concurrencia junto a una columna». Y lo más placentero en este bendito oficio:
«Lo único bueno —no seamos dramáticos: lo mejor— del periódico es que uno puede empezar a trabajar a las once de la mañana».
La siempre sufrida sección de Cultura
Peyró es de esos periodistas aún capaces de pedir al subdirector que pare las máquinas al grito de «¡Se ha muerto Cy Twombly!». Tiene especial debilidad por la sección de Cultura, esa maría de las redacciones. Y así lo refleja a menudo en sus diarios.
«Han hecho un estudio de mercado —relata— y parece ser que hay una fuerte demanda de cultura entre los lectores. Eso es mentira, por supuesto, pero lo único que tiene la cultura es que aún adorna un poco, y por eso la gente la pide, a sabiendas de que no debe hacer ningún esfuerzo a cambio. ¿Cultura? Sí, y paz en el mundo también, y postre todos los días».
Responsable de las páginas culturales de un diario de Madrid, se ha enfrentado a problemas muy comunes de todas las redacciones, en las que nunca se sabe bien dónde ubicar la cultura para que dé esplendor pero no estorbe a las cruzadas políticas. En este episodio de su rivalidad con otra jefa quedan de manifiesto esas turbulencias.
«Han troceado sociedad y cultura, y a ella le han dejado la parte de sociedad —relata— , es decir, todo lo que va de loterías a homicidios, mientras que a mí me han dado cultura, que es la parte que le gustaba a ella [la diva]. La glamurosa (!). La que le daba una excusa para salir alguna mañana a entrevistar al típico arquitecto japonés de cuello vuelto de paso por Madrid, y volver llamando por su nombre de pila al jefe de Cultura de El País».
Son muchos, como se ve, los sinsabores de trabajar en un periódico. Sin embargo, ofrece unas perspectivas privilegiadas a las que no tiene acceso el mero lector.
«Parece mentira, pero desde que trabajo en un periódico he redescubierto el placer de los periódicos: hay un momento de discretísima hermosura en las redacciones cuando, a eso de las once y media de la noche, sin muchos más testigos que esa policía de la gramática que es el retén de cierre, llega el diario que uno ha cerrado hará hora y media. Es el instante en el que uno se da cuenta de que lo podía haber hecho mejor, o de que si salió bien es por alguna razón inexplicable».
Y culmina con una de cal y otra de arena, no nos vayamos a emocionar en demasía.
«También por la mañana, al levantarse es un placer leer el propio periódico, aunque solo sea porque el periódico, por muy nuestro que sea, siempre nos sorprende. Luego no valdrá, claro, ni para envolver el pescado, porque estos años las pescaderías se han vuelvo muy pijas, y sé de una que despacha la merluza envuelta en las páginas de New Yorker».
Peyró ama los periódicos y el periodismo; de eso, no cabe duda. Es más, deja caer que no le importaría ser el dueño de uno:
«Tener un periódico será un sueño anacrónico, pero entiendo la satisfacción: un periódico tal vez es un juguete, pero tiene alma».
Ahí está la clave, en el alma de esas páginas de papel, o en el alma de esos infinitos rollos (scrolls) de artículos que son las webs y que también son de Dios.
Canción triste de una redacción
Como si de un blues se tratara, Ignacio Peyró traza una oración por la moribunda profesión. Se pregunta qué ha pasado para acabar así. En este párrafo sintetiza su diagnóstico sobre el estado del periodismo:
«Vulgaridad de la vida de redacción, donde la ambición intelectual se contenta con haber visto Avatar y he llegado a oír que “‘si no tomo café no soy persona’ es mi frase favorita”. Cosa espesa o, como diría De Villena, “hirsuta”. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo un oficio, hasta hace no tanto respetable, ha dado en esa complacencia de la ramplonería? No creo que todo obedezca a la economía; la mayor parte de los periodistas nunca cobró mucho. Y cuando se metieron los de ahora, las perspectivas no eran tan negras como ha sido luego la realidad. Esta sensación, metafísicamente horrible, de ser prescindibles no es un estímulo para la mejora, sino para una mayor dejadez: de donde no hay, nada se puede sacar. Los buenos redactores especializados —el fuselaje del oficio— han ido a menos, e incluso a los que deberíamos habernos quedado como buenos redactores nos han puesto a gestionar —a dirigir, en vez de a escribir—. Las facultades, curiosamente, no han ayudado: mandan gente que no sabe de nada en concreto, aunque vienen con una opinión de sí mismos altísima, pues tal vez no sepan de nada, pero eh, son el contrapoder, la independencia, la última baza de la democracia. Al final, sin embargo, no es que se hunda porque hay buenos y malos periodistas —eso también lo había antes—. Y hay que preguntarse si el orden natural de las cosas no es que el periodismo fuera cuestión de banderías, de partidos, y no de rigor, y estamos volviendo a ese modelo. Lo más cierto es que, buenos y malos, hacemos unos estupendos botijos ahora que se empiezan a vender neveras».
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Autor: Ignacio Peyró. Título: Ya sentarás la cabeza. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Todostuslibros y Amazon
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