Portada: Hervé Guibert, Autoportrait et pantin (Autorretrato y muñeco), 1981.
Hervé Guibert fue un narrador, fotógrafo, guionista, periodista y dramaturgo nacido en 1955 en Saint-Cloud, al oeste de París. Tras pasar su infancia en la capital, se traslada a La Rochelle para cursar estudios de secundaria, es allí donde se aficiona al teatro, formando parte de una compañía. En 1973 regresa a París para el examen de ingreso en el IDHEC, la escuela francesa de cine. Su primer libro La Mort propagande lo publica en 1977, poco antes de empezar a trabajar en la sección de cultura de Le Monde, donde escribe críticas sobre fotografía y cine. La obra de Guibert es amplia y abarca la novela, la fotografía, los guiones cinematográficos y las adaptaciones teatrales. En 1988 le diagnostican infección por VIH y en 1990 revela su seropositividad en la novela El amigo que no me salvó la vida, primera entrega de su trilogía sobre el SIDA. Gran parte de los textos de Guibert pertenecen a la autoficción y se caracterizan por una búsqueda de la simplicidad. A sus 36 años y con la enfermedad en un estado avanzado intenta suicidarse con digitalina. Dos semanas más tarde, en diciembre de 1991, muere a consecuencia de este envenenamiento. Está enterrado en la isla de Elba. Dejó una vasta obra autobiográfica compuesta por otros títulos como El protocolo compasivo y Mis padres (Cabaret Voltaire, 2020). Presentamos una selección de textos de Imagen fantasma, publicado en 2023 en España por los tres editores, con traducción de Magalí Sequera, una obra que habla de «la fotografía como negativo, de imágenes fantasmas, de imágenes que no se han producido, o bien de imágenes en potencia, tan íntimas que resultan invisibles, un intento de biografía través de la foto» en palabras del propio autor, nos encontramos ante un libro que rebusca en cajas de zapatos llenas de fotos familiares y recuerdos de lo que pudo ser y no fue, de verdades inconfesables hasta para uno mismo; un ejercicio literario en el que el autor se abre completamente en canal y revela, como si fuera un rollo fotográfico ficticio, sus más oscuros deseos, un ejercicio meticuloso, extremadamente cuidado y sensible de lo que caracteriza a cualquier ficción contemporánea: construir una vida propia con retazos de otras ajenas, partir del yo para llegar a los otros, fragmentos que consiguen que la palabra muestre las posibilidades que se esconden detrás de lo que las fotos que nunca nos hicimos podrían haber llegado a mostrar.
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EJEMPLO DE FOTO DE FAMILIA
Las fotos de familia se guardan en cajas de zapatos, se amontonan en desorden en cajas de guantes, en viejas cajas de chocolates navideños. Casi nunca se sacan, y podemos agarrarlas a puñados, por bolsas, como objetos insensibles que uno no teme dejar que se arruinen (objetos que persisten y que a lo mejor da gusto maltratar: solo un poquito). Es un tipo de fotografía que muy pronto se pone amarilla, que se agrieta en los bordes con solo manipularla o dejarla a la luz (al cabo de un tiempo, la luz siempre termina vengándose por haberse dejado encerrar: se recompone). Entonces, las fotos de familia se quedan ahí, en sus pequeños ataúdes de cartón y uno las puede olvidar; son como cruces erigidas sobre el suelo: evocan un deseo melancólico. Cuando se abre la caja, la muerte enseguida se hace evidente. Y la vida también. Ambas, anudadas y entrelazadas, se cubren y se enmascaran entre sí.
Mi abuela guardaba en un sobre distintos objetos: hilos, sellos, horquillas, botones nacarados. Para recordar el contenido había anotado en el sobre PEQUEÑOS OBJETOS SIN IMPORTANCIA. Seguramente nunca los usaba: todos los objetos estaban mal emparejados. No hay nada anotado en la caja de fotos, pero igual se podría escribir PEQUEÑOS RECUERDOS IMPORTANTES. La foto marca la vida cuando nacemos, luego el matrimonio: son los dos momentos clave. Mientras tanto, como la marca de tiza sobre la vara de medir o como esas pequeñas fisuras que aparecen en los huesos a medida que crecen, en cada cumpleaños la foto sigue el crecimiento del cuerpo, luego lo olvida, lo niega. El cuerpo adulto, el que ha dejado de ser virgen, el cuerpo que envejece, cae en una trampa oscura: ya no es fotogénico.
Alcanzada la vejez, una mujer, la mujer de un fotógrafo, romperá todas las fotos de su juventud. Cancelando al mismo tiempo cualquier vestigio de su belleza y la obstinada práctica de su marido de querer preservarla, ella, celosa, destruirá la momia de la joven que alguna vez fue. Tengo veinticuatro años, pero en presencia de la gente que amo, mi imagen de pasado ya me resulta dolorosa, intolerable. Prefiero esconderla, temo que les guste tanto que se detengan a mirarla.
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PROPUESTA DE SECUENCUA A BERNARD FAUCON
Mi padre se llama Serge y a mí me llamó Hervé Serge.
Mi padre solía señalar en mi cuerpo las marcas que demostraban que yo era su hijo: la falta de hueso en la articulación del pulgar, tal vez la una del pie encarnada; todas esas evidencias congénitas, esas pequeñas deformaciones.
Mi padre y mi madre se habían dividido mi cuerpo según límites bien definidos. En la mañana le pertenecía a mi madre: me despertaba, me vestía, me obligaba a cagar y me limpiaba el culo. En la noche era de mi padre: me desvestía de pie en la cama y me ponía el pijama. Iba al baño a buscar algodón y una botellita de colonia. Colocaba una toalla en su regazo y ponía mis pies encima. Empezaba a pasarme lentamente, entre cada uno de los dedos del pie, el algodón empapado en alcohol. Me acostaba y me arropaba fijando las sábanas al colchón con unas grandes pinzas de metal, para que no me cayera de la cama mientras dormía.
Mi padre se comía mis mocos. Me escondía debajo de un gran abrigo para que entrara a ver las películas prohibidas para menores de edad que yo quería ver (Viridiana, Rosemary’s Baby, Teorema).
Criado por mujeres, mi padre nunca conoció a su padre y su fantasía era sin duda tener un hijo, ponerse en su lugar. Mi fantasía sería entonces interpretar el papel de mi padre, reproducir con un hijo ese ritual de arropar y limpiar sus pies como él lo hizo conmigo hasta mis trece años.
Mi padre ya era calvo y yo quería hacer que le volviera a crecer el pelo frotándole el cráneo con pétalos de rosa, pieles de plátano y el alcohol en el que maceraban castañas. Ahora yo me estoy quedando calvo. Y no tengo un hijo.
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HABITACIÓN
Ya es mala una habitación de hotel que no puede fotografiarse (que no produce el deseo de hacer ninguna foto). Cuando se llega a una ciudad, primero hay que fotografiar la habitación, como para marcar el territorio; capturar tu reflejo en el espejo, como para marcar la pertenencia temporal, como para atenuar el precio, como un testimonio de tu presencia. O se puede ocupar la habitación inmediatamente…haciendo el amor.
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Autor: Hervé Guibert. Traductora: Magalí Sequera. Título: Imagen fantasma. Editorial: Los tres editores. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Si pudiera Juan Domingo comunicarse conmigo, estaría muy agradecida.
Saludos, Florencia.