La sargento Cawood, de Happy Valley.
Hoy es domingo; bueno, mejor dicho diré que ahora que este texto se cuelga en Zenda es domingo, pero hoy, ahora, cuando tecleo estas palabras, es jueves, es un 23 de febrero, otra vez otro 23-F, sin Golpe, nada que ver con el 81, estamos en el siglo XXI y a España no la conoce ni la madre que la parió —qué grande Alfonso Guerra, no somos familia pero me enorgullece que nuestro bélico apellido vaya ligado a su nombre y a su trayectoria—, estamos en la III República y los ochenta son la prehistoria, pertenecen ya a la ficción, porque cuando los recuerdan quienes vivieron aquellos años lo hacen como al intentar resumir una película que has visto hace lustros: los recuerdan con olvido, con zonas borrosas, difusas, los recuerdan tirando más de tópicos que de auténticos recuerdos.
Pero me estoy enrollando. Es 23-F, 23-F del 2023, es jueves y quiero recordar algo que me pasó el domingo pasado, el domingo 19. Por la mañana. En el Rastro de Madrid. (Ahora encadeno varias frases cortas porque el primer párrafo era una frase demasiado tocha y enrevesada, y esto al fin y al cabo es un ejercicio de estilo, como todas las columnas de todos los columnistas, dicho sea de paso.) Caminaba por la calle del Carnero. Sola. Con sol y sin resaca. Un domingo casi primaveral. Febrero, en Madrid, siempre está al borde de la primavera. Y como tantas otras veces, me paré a mirar libros. A hojearlos y ojearlos. Y se me jodió la mañana. Encontré un ejemplar de La última noche de Libertad Guerra. Uf. Mal rollo. La mañana se me encapotó. Lo cogí. Estaba sobado. Lo compré, qué remedio, mejor llevármelo y tirarlo yo a la basura que dejárselo para otro lector. Lo pillé, lo pagué y me largué del Rastro y como había quedado con unos amigos para tomar un vermú en un bar de la Cava Baja, me fui para allá antes de tiempo y en cuanto encontré un contenedor lo tiré dentro, no sé si lo metí en uno de papel o de vidrio, no me acuerdo, lo tiré y llegué al bareto demasiado pronto, y en vez de un vermú pedí una caña, y luego otra, y otra, y cuando llegaron mis amigos empalmé tres vermús y a las dos de la tarde estaba con un pedo tremendo y un bajonazo lamentable. No les conté nada. No tenía nada que explicar.
No soy un personaje. Son una persona. Una mujer. Y Leandro me convirtió en un personaje y me metió en un libro, en una novela, y no puedo seguir escribiendo, hoy no. Hasta aquí.
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Hoy es 25-F y Leandro cuelga en Twitter estas palabras de una serie británica bastante buena, Happy Valley: «Los imbéciles son parte de la vida. Mires por donde mires, encuentras uno. Ve acostumbrándote. El truco consiste en saber cómo manejarlos, sin que lleguen a darse cuenta de lo que piensas de ellos». La suelta la sargento Catherine Cawood, una mujer, un personaje, que me encanta. No sé ni quiero saber qué piensa Leandro de mí, ya me da igual. Me manejó en esa novela, y poco más puedo decir. Soy una imbécil. Porque soy una mujer, no un personaje.
Perdone que la contradiga a usted, sra Guerra. Y que contradiga a la sargento, que tiene suerte al mirar y ver solo uno. Los imbéciles, los de verdad, son inmanejables. Y usted no es imbécil ys que un imbécil nunca lo reconoce. La gente que no es imbécil suele acomplejarse y autoinculparse y… rectificar. Un imbécil, nunca.
Lo peor de los imbéciles, ellos, ellas y los que no sabemos si lo somos, es que, como en todos los grupos, los hay buenos y malos. Para ser un malo de los buenos es necesario cierto aprendizaje, cierta disciplina y tener cierta clase para ejercer con sentimiento y donaire la maldad. Los imbéciles malos carecen de las tres cosas. Son malos sin saberlo, sin entrenarse, sin pensar ni dominar el arte de la maldad. Simplemente ejercen de malos en un momento o en la vida como les podría haber dado por coleccionar porcelana francesa del siglo XVIII. Lo son y ahí radica la dificultad para apartarlos de tu vida: pueden parecer ser neutros durante años, sin destacar ni llamar la atención, en un estado larvario. Y de repente, cuando más necesitas la decencia, la honradez, la compañia o la ayuda de un alma buena en esta miserable existencia, se destapan jodiéndote a ti, o a su familia, o a sus amigos, o al conjunto de todos los mortales al mismo tiempo, con una acción inimaginable y censurable con la que no ganan cosa alguna, ni les favorecerá en abosluto, ni conseguirán para alguien cualquier beneficio o ventaja. Simplemente te dan la estocada y te dejan mutilado corporal o espiritualmente de por vida. Y siguen con sus vidas como si tal cosa. Yo he tenido la desgracia de conocer y tratar con unos cuantos. Casi todos eran políticos de un signo u otro o de todos ellos. Vayan acostumbrándose.
La mitad de la humanidad somos damnificados de algún imbécil. Y, lleva usted razón, hay profesiones de imbéciles, como la de político. Allí se suelen reunir la mayoría. Pero hay más: influencers, futbolistas, socialités… todos al mismo nivel. Y los que los siguen. A todos ellos.