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In memo

Patrick Modiano se desliza en la mente del lector. Con el cuento de las vidas de unos extraños hasta para el propio autor logra que uno vea lo propio en aquello que no lo es.

Eminem ha creado una vida a base de destripar al mundo sus fallos como padre, como persona. Y lo hace contando historias con las que la mayoría no podemos identificarnos, al menos sin concentrarnos lo suficiente en la letra. De nuevo, un toque de inspiración que entra en el cerebro y activa conexiones ya defectuosas.

Pero no creo que mis neuronas disparen en respuesta a recetas secretas de nadie. Pienso que solo identifico aquello que me revolotea los des-soñares, los caminos ajados, y lo uso para lo propio. Para esto se crean estas obras, por eso triunfan. De lo contrario, describir desconocidos de forma somera, con gran distancia, no hechizaría como Modiano. O relatar los fallos interminables en un camino que algo, desde críos, nos hace creer que ha de ser recto y liso no sustentarían una carrera por tres décadas.

Hay más de uno que, si ese fuera el secreto, podría hacerse de oro.

Conexiones, decía, que con las perspectivas de dos creadores que no tienen nada que ver conmigo me hacen reflexionar sobre la memoria. Sobre mi memoria. Desearía decirlo de forma generalizada, pero no puedo. La psique humana nunca despertará mi interés al nivel científico. Que es el único con el que me permitiría generalizar.

Como iba diciendo, creadores a los que se puede admirar, si uno quiere poner el listón tan bajo. Para mí, artistas —recalco el cambio al término “artistas”— interesantes.

Si lo reducimos a lo verdadero, todo el valor que tienen estos dos para mí en el momento es la forma en que inician bucles de recuerdos.

Estudiar la propia vida es inevitable y aburrido. No sé si es más inevitable cuando uno está lejos de familia y hogar. Solo puedo decir que yo no era una cotorra de este tipo de remembrar hace 7 años, cuando podía abrazar a mi madre y hacerle compañía, o cuidar de mis hermanos desde esa distancia creada durante tantos años, oler a mi caballo, abrazarlo y sentirlo, maldecir el calor murciano a mediodía, lo árido de nuestras formas e historias. Como si, por nacer en Murcia, se nos enhebrara en la sangre la sequedad y tenacidad del esparto, las espinas del cardo, y debajo corriera la dulzura del azahar y el galán de noche.

Siempre me ha interesado la memoria. El recuerdo. Cómo los creamos y los manifestamos. ¿De qué forma nos afectan? ¿Cómo seguirán con nosotros? ¿Cuál es su propia ley de selección natural?

Hubo un tiempo en que fue mi interés desde un punto de vista fisiológico. He perdido la cuenta de los artículos y libros de neurobiología que he leído y releído. Uno de ellos, bien gordo, bien fuera de lugar, incluso vivió conmigo en la fundación Antonio Gala.

También es cierto que crecí testigo del modo en que mi tía abuela se vestía. Primero el crucifijo, la cadenita, pero por debajo las convenciones con que se torturaba cada día, de forma masoquista, con sus recuerdos, con lo que sus neuronas le decían qué era cierto, con lo que el tiempo erosionó. A pesar de ser la mujer más sana que he conocido jamás, no pudo evitar terminar por vivir demasiado en una mente construida con cimientos que se descascarillaban constantemente de lo frecuente que era su ciclo creación/destrucción de nuevos sub-recuerdos. Y la perdimos en lo que ya no eran remembranzas, sino realidades paralelas. Su presente se volvió su pasado tan rápido… Aún no sé cómo combatir ese mal.

Y ya entonces me preguntaba si eso me aquejaría a mí. La melancolía crónica, los recuerdos, las palabras, los arrepentimientos, los altares familiares, la necesidad de estar cerca de aquello que, en su momento, por error o decisión de ambos lados, no lo estuvo.

Como crío tonto, encandilado por la biología, hice mis cuentas, aislé el componente de género, lo comparé con otros miembros de mi familia, y concluí que había pocas posibilidades. Al fin y al cabo, mi abuelo no vivía en esa prisión. Siempre activo, siempre arreglando, embelleciendo, gastando —esto lo he heredado de él, pero él se ganó el derecho, yo solo soy un resto malformado de una infancia muy mimada en la que nunca faltó otra cosa que un padre—.

Entonces, ¿cómo es que mi abuelo, hermano de mi tía abuela, su ojo derecho, estaba libre de la red de los recuerdos desnaturalizados? ¿O no lo estaba y lo ocultaba de un modo menos evidente para un niño pero que pedía ayuda a gritos para cualquier adulto con ojos?

Ahora lo veo en mi madre.

Ahora lo veo en mí mismo, que tengo treinta y pocos —y el “pocos” no es por pudor, sino porque siempre me echo dos años, de acuerdo con mi bicho, mi esposa—. Ya he renunciado a saber nada más de mi edad que la década en que me sitúa. Pereza, que no vergüenza.

Esto, que ya hace casi media década que me atormenta a nivel personal más que puramente académico, lo veo todo el tiempo. En gente corriente, en personas con prestigio. En personas más listas y otras con menos luces.

Solo lo encuentro ausente en quienes han sabido desprenderse del yo. Un nivel de “iluminación” que confieso que persigo, olvidarme del yo. Y no lo logro porque debo mantener un ritmo que satisfaga al Polifemo de un país que es como una caldera eterna, porque deseo estar para mis seres queridos.

Pero me parece que la única solución a este mal es vivir fuera de uno mismo. Fuera de las redes sociales humanas, densas y viperinas. Dejar atrás el yo, entender que la memoria pervivirá menos que las rocas que piso por la calle, menos que la corteza de los árboles que acaricio en la universidad o a los que hablo —no porque me crea Tolkien, sino porque eso soy yo—. Y así, desnudo, como un Siddhartha verdadero, irse de esta vida sin encontrarse atrapado en una red que los largos días en este planeta nos hilaron.

Siempre dije que deseaba morir ahogado en un accidente de buceo, o mordido por un tiburón —a ver qué culpa tiene el pobre bicho—, o despeñado en una alta montaña. Y no lo afirmaba por morbo, no por incomprensión de la muerte ni de lo que esta genera en aquellos que lo quieren. Sino porque llegué libre y limpio a este mundo. Mi tía Encarna fue la primera, probablemente, en recibir uno de esos niños que llegan blancos, sin marca de sangre. Y mi madre, que no puede hacer de forma humana nada más para merecer mi amor incondicional, casi murió para traer un crío a este mundo. Ella, que hubiera debido estar en Australia, siendo quien deseara ser. Pero se quedó, porque, como yo, si eres familia, te da hasta su último aliento. Aunque ese aliento sean tres hijos, décadas, estreses, sudores… Con gruñidos a veces, con esas espinas murcianas marcando al tonto que cometió un error que ahora hay que solucionar. Pero con entrega incondicional y dulce como las mañanas de primavera en tierras de Murcia.

Por eso, por evitar esa entrega incondicional que me atara a una mente inoperable, a recuerdos de aquellos que perdí, en vida o en muerte, lo único que me importa o tortura, los garfios que residen en esquinas de mi mente y se disparan por cosas tan dispares como Modiano o Eminem, es que siempre deseé una muerte allá donde el yo pudiera escapar, ser más pequeño que la inmensidad de un mundo natural que ojalá nunca entendamos del todo.

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