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Incómodo maridaje

A A.L.R.

Cae regia la nieve en Nueva York, como si hubiera cruzando todo el océano. Se posa sobre las ventanas, encontrándose con pequeñas luces navideñas que dejamos encendidas hasta la primavera, casual invitación a los placeres de una casa. Este invierno son vitales: iluminan la noche a media tarde; avisan de un nuevo restaurante a la intemperie; contrapuntean el frío de fuera y el encierro de dentro. Y hoy, cumplido un año de pandemia y vida virtual, junto a margaritas, crisantemos y una mesita color nogal, se da en esta casa un inesperado encuentro: Juan Goytisolo coincide con Elizabeth Acevedo. Sí, el fallecido escritor español y la escritora dominicano-americana premiada en múltiples ocasiones en los últimos años. Los he presentado hace unos minutos y, al salir de la cocina, los veo sentados, cada uno a un extremo del sofá: él algo encorvado, ella erguida con su imponente melena rizada. Aunque he visto cosas extrañas en los últimos meses, no salgo de mi asombro ante este absurdo maridaje. Dudo si es atemporal o extemporáneo. Igual da; es necesario un arranque de hospitalidad y, atropellada, extiendo una invitación a tomar café, whisky o chocolate. Deseo paliar el frío, caldear la mirada de don Juan; pero sobre todo, ver cómo discurre esta chocante compañía que ha convocado la tormenta.

Insólito es que Acevedo esté en mi salón (aunque creció en Nueva York, ahora vive en Washington, D.C.). Pero lo verdaderamente extraño es que esté aquí Goytisolo, que falleció hace casi cuatro años y hace unos cuarenta y cinco que no reside en este país. Ambos parecen cansados de sus viajes: él desde el otro lado y ella del trayecto en tren y la fatiga de la pandemia. Sirvo los cafés y me siento lentamente, lo más parecido a una espíritu que sé, entre honrada y ajena en mi propia casa. Escucho pequeña, atenta y curiosa. Porque ellos no hablan como tú y como yo. Acunan lapsos de silencio y hay huecos dentro de sus palabras (así como si sólo pronunciaran algunas sílabas); mezclan las lenguas; y no hay principio ni fin claro en lo que dicen. Traduzco aquí como puedo.

Al unirme, noto que a Goytisolo le cuesta desprenderse de su mirada de mármol. Evita la de Acevedo e intuyo incomodidades. Creo que se pregunta por qué “Elizabeth”. Quizá le parezca que no le corresponde a una escritora dominicana. Quiero decirle lo que ya sabe: que el nombre, como cualquiera, es bello, y que Acevedo es dominicano-americana, es decir, estadounidense de primera generación, neoyorquina del Alto Manhattan. Pero no digo nada. Él le pregunta justamente si ésta es su tierra.

—Supongo que sí, el sur de Harlem. ¿Conoce Morningside Heights? —interroga ella.

—Lo leo en su The Poet X. Es una novela admirable. No sólo por recorrer el barrio y haberla escrito toda ella en verso. Más bien porque nunca pensé que, a tantos años de la Inquisición y de Cervantes, y tras el olvido de Sarajevo, alguien siguiera preocupándose por la quema de libros.

Percibo algo prometedor en la calidez rígida, exigente, de Goytisolo.

—Hay muchos tipos de quema, señor Goytisolo. Este país te pide callar amablemente, sobre todo si eres mujer oscura o color canela. Hablamos fuerte, ¿sabe? Si no nos intenta callar un gobierno, lo hará un vecino, células organizadas, o la religión de tu propia madre.

Acevedo mira de frente, como una leona mansa. Son años de entrenamiento en el escenario y en el respeto a los mayores.

—Quizá exagere usted; es joven. Tendemos a magnificar el sufrimiento y la pasión por la libertad.

Se estudian mutuamente y bebo de mi taza a sorbitos, no vaya a detonar el fin de este prodigio embarazoso.

—Tal vez —sigue Acevedo—, pero fíjese: su Álvaro en Señas de identidad viajó para comprobar la crueldad y la sed de sangre de un pueblo y el principio de la opresión franquista. Y, entre otras muchas cosas, el catolicismo más estricto, del que usted habló tanto, también arraigó en Manhattan.

La mezcla de admiración y porfía de Acevedo es cautivadora. Me hace recordar imágenes de aquella novela, de la mirada de Álvaro posada insistentemente en la tortura y muerte de un novillo, en la Guardia Civil fusilando, delante de sus familias, a los vecinos de Yeste alzados contra el terrateniente. Telúrico Goytisolo, pienso.

—Veo que lee a los ancestros, Elizabeth. Es cierto, yo era un escritor algo sesudo, intentaba curar heridas grandes a través del recuerdo de la historia. Quizá es bueno que usted no hurgue tanto. Su personaje Xiomara, más que investigar, vive y escribe día a día. Me gusta que esté alerta para dar puñetazos en pleno Harlem. ¿Me recuerda por qué se peleaba?

En la mirada de cristal de Goytisolo ahora se reflejan las lucecitas de la ventana. Creo que va tomando cariño a la sureñidad de ella. Un poco más joven, pienso, y podría ser una de sus ahijadas.

—Esta es una ciudad dura, señor Goytisolo; no permite mirar atrás. Xiomara tiene que estar atenta. Se pelea por su hermano cuando se burlan de él por ser tan delicado. Después por ella misma, cuando es acosada por los muchachos. Y luego también por su poesía, por la poesía…

—Nobles causas todas. ¿Realmente piensa usted que es necesario pelearse por la poesía?

—Sí.

—¿De ahí las competencias del poetry slam? ¿Una práctica para la contienda?

De repente Acevedo no parece sentirse bien hablando en inglés ni en castellano. Hace un silencio largo y mira por la ventana.

—Disculpe, soy ignorante de las costumbres de aquí.

Por primera vez, Goytisolo parece querer aliviarla.

—Señor Goytisolo, la poesía aquí es dignidad. Tienes que estar preparada para recordar tus versos. En cualquier lugar. En cualquier momento. Su poder es como el de los puños, y pueden hacerte falta.

Entonces se arranca con unas líneas memorizadas:

“Mi boca no puede escribir una bandera blanca,
nunca será un verso de la Biblia.
Mi boca no puede formarse el lamento
que tú dices tú y Dios merecen.
[…]
Tu silencio amuebla una casa oscura” (233)

Goytisolo entrelaza su mano izquierda con la derecha y ahora es él quien mira la ventana nevada. Yo he escuchado a Acevedo recitar como en un sueño, e imagino las estelas que la tinta de él ha dejado a su paso por Barcelona, Madrid, París, Nueva York, Marrakech… y ahora en este salón neoyorquino. Tremendas líneas valientemente trazadas. Recojo el testigo, las tazas, los platos. Anochece ya; se irán pronto a sus otras casas.

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