Modernidad líquida, nuevo espíritu del capitalismo, desafiliación social, individualismo sobre holismo, intimidades congeladas o era del vacío, son solo algunos de los conceptos que uno de los textos recogidos en Miradas libertarias (varios autores, Catarata, 2015) enumeraba, junto a sus respectivos acuñadores, y acerca de un mundo al que este tipo de descripciones —algunas realmente poéticas— han dejado de ir tan al pelo. Y lo mismo pasa con el libro del que vamos a hablar y sus tesis, súbitamente desajustadas, ahora que se nos viene encima un híbrido pesadillesco entre sociedad de vigilancia y sociedad disciplinaria; entre Un mundo feliz y 1984. A pesar —o además— de paradigmas más recientes, como el del marxismo invertido de Chomsky (que supondría un retorno de la lucha de clases, solo que impulsada por las élites financieras), es evidente que un nuevo colectivismo se impone ahora en toda latitud desarrollada, incluyendo suspensiones de derechos fundamentales, proscripciones mediatizadas de todo impulso concupiscente y una renovada noción de solidaridad, indudablemente populista y totalitaria. La del individualismo posmoderno, si es que alguna vez existió como tal, ya es una ideología cautiva, confinada, presa de un dispositivo tecnocientífico global del que nada escapará, precisamente, en nombre de lo colectivo.
Cualquier lector familiarizado con Lipovetsky y su noción de hipermodernidad, o con otros autores que hayan sondeado las cuestiones del hedonismo y la autorrealización contemporáneas, encontrará mucho de familiar en El individualismo utópico. Para su autor, ambas se relacionan con un tiempo de ocaso intelectual con el que nuevamente Chomsky estaría de acuerdo (La responsabilidad de los intelectuales, Sexto Piso, 2020), y con la crisis de la ciencia y el “reencantamiento del mundo” por el que el yo de hoy se habría inclinado, de la mano de un acusado descreimiento ideológico. Vigentes hasta hace media hora, algunos de estos diagnósticos han colapsado casi instantáneamente, lo que vuelve esta lectura parcialmente caduca, aunque interesante como muestra viva de todo lo que tendrá que ser reescrito a partir de ahora. Si hay algo que no está en crisis en este momento es precisamente la ciencia como ideología, que diría Habermas. Y para algo renovadamente denostado, su contrapartida espiritual. Por su parte, la crisis de los intelectuales se ha transformado más bien en la usurpación de su lugar y función social por parte de los técnicos, desde la trastienda de los gobiernos hasta los platós sensacionalistas. Puede leerse Este virus que nos vuelve locos (Bernard-Henri Lévy, La Esfera, 2020); título en el que, entre otras cosas, encontraremos una buena relación de las miserias de la medicina-espectáculo.
Metiéndonos ya en materia, García Guirao revisita a los contractualistas, pero también un recién derribado muro de Berlín o el polémico Fin de la Historia de Francis Fukuyama. Son solo algunas de las referencias e hitos que va hilando en su alusión desarrollada a una ideología postpolítica del logro personal, que habría relegado los impulsos sociales colectivistas a planos menos paradigmáticos, pero que también se habría emancipado de los que entiende como sus orígenes liberales. Precisamente, su naturaleza utópica la habría distanciado del racionalismo liberal, que “no se caracteriza por ofrecer un futuro idílico a los hombres y mujeres” ni se basa en esa idea tan familiar, tan de talent show, de que uno puede llegar tan lejos como desee. Ya hemos visto que el tema no es precisamente nuevo, lo que no tendría por qué inspirar ninguna objeción, de no ser porque todo lo que está pasando, hasta donde se puede leer, lo ha puesto todo del revés. Ya no son tan buenos tiempos para ese yo hipertrofiado. Ni mucho menos: lo que se alza ahora sobre el horizonte presenta rasgos bien distintos. En defensa de este escrito, que por otra parte se lee con fruición, simplemente formular la que prácticamente es la única pregunta posible: ¿Quién lo iba a saber?
Por concretar algo más, el autor conecta el nuevo ideal de omnipotencia individual con esa redivinización secular que habría sucedido al lento desencantamiento anterior: ese del que tanto escribió Max Weber. La razón habría perdido su soberanía ilustrada, “arrinconada por el componente místico o mágico” en el que es uno de los planteamientos más discutibles de Guirao. Esa divinización secular parece más representativa de las postrimerías del siglo anterior y no de este, en el que el enclaustramiento —que ahora se ha impuesto como una especie de estado mental civilizado— podría ser, perfectamente, piedra clave. De hecho, Félix Duque ya escribía sobre “consumir lejanías” y “participar mediáticamente en la nueva democracia de la telecomunicación” en Terror tras la posmodernidad (Abada, 2014), captando lúcidamente la pulsión desmaterializadora que se inauguró con el nuevo milenio, mucho antes de que la pandemia eclosionase. En cualquier caso, la interpretación de la re-romantización nos conduce a un tiempo en el que la posibilidad de colapso aún parecía remota, y en el que la Tierra todavía no se había convertido en un lugar tan claustrofóbico y monitorizado como un ahora en el que el individualismo, utópico o no, simplemente ha dejado de ser posible; no en un mundo que ha dejado de ser libre.
A modo de epílogo ad hoc, García Guirao incluye un bonus track poscovid en el que afirma que, frente al nosotros que hubiese sido posible en el XX, “en la época del individualismo utópico la actitud ante la crisis adoptó una vertiente individual”. Pone por prueba el «Resistiré», que “apela a la ética del individualismo utópico” aunque en realidad se trate de una canción que Carlos Toro escribió a su padre, militante comunista represaliado por el franquismo. De todas formas, no tiene sentido seguir hablando de lo que este opúsculo habla, a la abrumadora sombra de la estatificación de la vida; un concepto —rocambolescamente profético— de Ortega en La rebelión de las masas. Implacable en prácticamente la totalidad del contexto que nos incumbe, esta última ha empujado las pulsiones individualistas a una especie de cautividad, a la persecución mediática y la proscripción social. No resultan vigentes ya, pues, ninguna de las tesis sobre un mundo reencantado, el yo solipsista u otras de la misma galaxia. Por lo demás, el proyecto ilustrado, lejos de haber fracasado, se ha consumado en magnitud tal que inquietaría a los propios enciclopedistas, y hasta el descreimiento ideológico se ha transformado en algo mucho más complejo y oscuro. Dicho todo esto, solo un individualismo de fortuna es posible ahora, y el texto de García Guirao, a su manera, lo corrobora.
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Autor: Lucas García Guirao. Título: El individualismo utópico. Editorial: Dado Ediciones. Venta: Todostuslibros
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