Pocos periodistas han tenido el privilegio de haber sido testigos de todo un siglo. Indro Montanelli (1909-2001) no sólo fue testigo, sino que vivió el siglo XX apasionadamente y en primera línea. Ya fuera como enviado especial, como analista o como director de periódico, no hubo acontecimiento que se escapara a su escrutinio y a su interpretación, casi siempre a contracorriente.
“Desde que empecé a pensar estuve convencido de que iba a ser periodista. No había otra elección. Yo no he decidido nada. El periodismo decidió por mí”. Así arranca el relato. Fue protagonista de su siglo, mantuvo estrecha relación con los políticos y sus opiniones tuvieron gran influencia en la vida pública italiana, pero nunca traspasó las páginas de los periódicos. Como diría en otro momento de su vida, “esto es lo que soy y lo que quiero seguir siendo: tan solo un periodista, un testigo de mi tiempo”.
Para explicarlo recurre a un consejo de un amigo, que hoy escandalizaría: “Recuerda que los periodistas son como las mujeres de la calle: mientras estén allí, hasta pueden llegar a ser alguien. Lo malo es cuando se les mete en la cabeza querer entrar en la sala”. Montanelli lamentaba “no siempre haber seguido esa advertencia”, pero reconocía que le “había ayudado a no tomar nunca las cosas demasiado a pecho, único mérito que me reconozco como periodista”.
La simpatía por el fascismo en su juventud le persiguió toda su vida. “Entonces no comprendía que el fascismo no era la causa de los defectos de los italianos, sino una consecuencia”, se justificaría años después. “Los principios permanecen —sostenía—, las ideas cambian. Cambian los hombres, a los que se les dan en arriendo”.
Los principios políticos de Montanelli, que permanecieron siempre, se basaban en su férreo anticomunismo. “Yo me considero un burgués hasta los tuétanos —se autodefinía— y muchas de mis batallas de periodista las he combatido en defensa de las tradiciones e ideales burgueses, que eran pisoteadas por el conformismo rojo”.
Tras sus primeros trabajos en un pequeño periódico local, con 25 años se traslada a Nueva York. Trabaja para la UPI, donde forjará su estilo claro y conciso. “En la UPI había un solo mandamiento: escribe de manera que te entienda el lechero de Ohio”. Allí acude a clases de periodismo, donde obligan a los alumnos a someter sus textos al veredicto de lectores comunes. Recuerda una anécdota de sus clases que le marcaría toda la vida. A uno de aquellos lectores de la calle que criticaba su artículo le replicó: “Usted no me ha entendido”. El lector pegó un puñetazo en la mesa y le dejó planchado. ”Si yo no he entendido, significa que el imbécil es usted”. Desde entonces su gran obsesión es el lector. “Los galones de un periodista, jamás me cansaré de repetirlo, son los lectores; todo lo demás es una traición al oficio”.
Intenta que la UPI le envíe a Abisinia, donde Mussolini llevaba a cabo sus aspiraciones colonialistas. Al no conseguirlo vuelve a Roma, donde se alista como soldado. “Todo por culpa de Kipling”, cuya lectura le infunde unas irresistibles ansias de aventura. Se encuentra “una especie de mezcla de Far West y 1868, la Italia del Risorgimento”. Como muestra de aquel mundo exótico y primitivo, cuenta que le proporcionaron una esposa de 14 años, “detalle que incluso en tiempos recientes me expuso a furores de algunos imbéciles que me tachaban de estuprador”.
Envía unas notas de guerra a su padre, que las acaba publicando, lo que le valió el apelativo que más le podía gustar: “el Kipling Italiano”. Ya reputado como corresponsal de guerra, Il Messaggero le envía a España en 1937. En Salamanca se le instala en su habitación de hotel un periodista inglés arruinado, que dice ser corresponsal del Daily Telegraph y llamarse Kim Philby, nombre que entonces no le dice nada. Años después lo reconoció en las fotos de los periódicos como Harold Philby, el Topo de Le Carré, que se había refugiado en Moscú tras ser desenmascarado como espía de la URSS. Le envió un saludo y una caja de caviar con una nota de agradecimiento por haberle acogido en España.
Siguiendo los pasos de las tropas italianas, cubre la batalla de Brunete, una de las más sangrientas de la Guerra Civil. Su experiencia le lleva a la conclusión de que “cada batalla es fruto del caos, en la que sólo los periodistas tratan de poner una pizca de orden con sus reseñas”.
Se incorpora al Corriere della Sera, que había reaparecido tras ser intervenido durante el régimen fascista. Según cuenta en sus memorias, “mi familia me perdonó la insana pasión periodista sólo el día que entré en el Corriere, considerado como un sucedáneo del Estado por la seriedad de su origen milanés y la regularidad de sus sueldos”.
Para el Corriere cubrirá la Segunda Guerra Mundial. En Berlín asiste a la sesión del Reichstag en la que Hitler, desde los bancos del gobierno, anuncia el comienzo de la guerra y todos los diputados, puestos en pie, responden cantando el «Deutschland, Deutschland über alles». Le conceden permiso para ir al frente. De camino se detiene junto a su coche la comitiva en la que viajaba Hitler. El propio Führer saltó de su tanque y le preguntó quién era. “Me rugió a la cara una de sus peroratas. La arenga duró diez minutos. Después me saludó y giró sobre sus talones”. Unos soldados le dijeron que ni palabra de aquello. Animado por su jefe en el periódico, envió una crónica relatando lo sucedido, que, como era de esperar, nunca pasó la censura fascista.
En Polonia escribe artículos donde no disimula sus simpatías “por el valor y el orgullo del pueblo polaco”, desafiando al ministerio de propaganda alemán y al Minculpop italiano. Mussolini en persona se llegó a quejar de sus artículos. Así que, “mal visto por los alemanes, expulsado por los rusos, también desagradable para mis compatriotas, por puro olfato decidí dirigirme a Finlandia”.
Sus crónicas pro finlandesas, publicadas en una Italia aliada de Alemania, que a su vez entonces era aliada de la URSS, “apasionaban a la opinión pública (…). En aquellos tres meses fui el periodista más leído de Italia (…). Los capitostes fascistas ordenaron que fuera repatriado (…). Aprendí que el único amo del periodista era el lector. Y cuando lo tienes en tu bando, no hay poder que pueda amordazarte”.
Montanelli, siempre tan suyo y a contracorriente, consideraba la objetividad periodística “tal vez la patraña más grande que me ha tocado oír acerca de nuestro oficio. Otra cosa es mantenerte imparcial, y he de admitir que en Finlandia ni siquiera lo intenté: sin embargo yo no me inventaba nada, tan sólo relataba lo que veía”.
En 1943, de vuelta a Italia, fue detenido, juzgado y condenado a muerte al año siguiente. Durante semanas estuvo convencido de que cada madrugada iba a ser la de su ejecución. A sus familiares llegaron a decirles que ya estaba muerto. Finalmente, consiguió sumarse a una fuga con una orden falsa de traslado a otro penal. En realidad, los escoltas compinchados llevaron a los fugitivos a la frontera suiza, que les ayudaron a cruzar unos contrabandistas a finales de 1944. Allí logró sobrevivir escribiendo artículos y denunció que la heroica y aclamada resistencia italiana estaba en manos de los comunistas, lo que le valió críticas severas.
A su vuelta a Italia, en abril de 45, tras rechazar varios proyectos —entre ellos la dirección de Oggi, que llegaría a ser una de las revistas más importantes del país—, acabó como asalariado en el Corriere. Eso sí, le relegaron, primero a la crítica cinematográfica y después al suplemento La Domenica. Temían tanto sus opiniones que le obligaron a firmar un acuerdo que incluía no escribir de política, acuerdo que eludió publicando con seudónimo artículos para otros medios denunciando la creciente influencia de los comunistas.
Ya en 1947, consiguió que le enviaran a cubrir los juicios de Núremberg, pero sus crónicas fueron relegadas por inoportunas. Una vez más a contracorriente, Montanelli sostenía la tesis de que aquel proceso era un error. Defendía que sólo un tribunal alemán habría obligado a los alemanes a realizar un examen de conciencia colectivo del que, en cambio, el tribunal aliado les eximió.
En 1956 estalla la revolución húngara, sofocada por cinco mil tanques en las calles de Budapest, “donde yo me encontraba, como siempre, por casualidad”. Logra entrevistar al primer ministro rebelde, Imre Nagy, que había desafiado a la Unión Soviética anunciando que su país se retiraba del Pacto de Varsovia. Las crónicas de Montanelli indignaron una vez más al establishment italiano, porque sostenía que no se trataba de una revuelta contra el comunismo, sino de una disputa dentro del propio partido.
Para bien y para mal, la carrera periodística de Montanelli estuvo ligada al Corriere, del que llegó a ser la firma más emblemática. Fueron muchas las ocasiones en que rechazó la dirección del diario. Una de esas negativas se produjo en 1968. Escribió una muy significativa carta a sus propietarios, en la que explicaba sus razones.
“El director de un diario ha de ser ante todo un organizador paciente y prudente, de mano firme y constante y de buen humor. Yo soy un desordenado refractario al trabajo de equipo, animado por un espíritu de independencia que bordea la belicosidad; no conozco rémoras de cautela y de diplomacia; no consigo imponer disciplina, por la sencilla razón de que yo mismo jamás la he respetado; detesto la rutina y no estoy dispuesto a renunciar a mi falta de prejuicios, cosa que habría tenido que hacer si mi fama hubiera implicado a la del Corriere (…). Tan solo en una emergencia, que, desde el interior o el exterior, hubiese significado un riesgo para la vida del periódico y su independencia, hubiera podido ser el hombre adecuado y, en tal caso, no me habría echado atrás”.
Una de las facetas más destacadas de Indro Montanelli fue la de entrevistador. La lista de personajes a los que entrevistó incluye a casi todos los grandes nombres del siglo XX. Así define en sus Memorias a algunos de ellos:
—Henry Ford (1934): “El primer y último ejemplar de capitalista con el que me topé”.
—Francisco Franco (1947): “Un Franco muy distinto al que había conocido diez años atrás en Salamanca. Antes no hacía falta ningún protocolo, ahora tenía que vestirme de etiqueta. Revisó previamente mis preguntas y tachó las más insidiosas. Como buen gallego, estaba convencido de que el tiempo perdido era tiempo ganado”.
—Winston Churchill (1950): “Me llamaba colega —él también había sido periodista— y me dijo confidencialmente que Yalta había sido un juego de engaños recíprocos”.
—Evita Perón (1952): “Me decepcionó. Ciertamente era hermosa, pero su belleza da la misma impresión que una lámpara fluorescente: brilla pero sin dar calor”.
—Harry S. Truman (1953): “Simple, de poca cultura, pero con una infalible visión de la política internacional”. (La entrevista no llegó a publicarse).
—Juan Pablo II (1986): “He de decir que a este Papa le tengo cariño (…). Me sorprendió sobre todo la modestia del pequeño apartamento que se había preparado en el fasto Vaticano, en el que a primera vista se notaba que no se sentía cómodo”.
También entrevistó a Salazar, De Gaulle, Nehru, Nasser, Ben Gurion, Golda Meir, Moshe Dayan, Aldo Moro (varias veces), Andreotti, Berlinguer… Pero no todas las entrevistas le salieron bien. Juan XXIII le eligió a él, poco puesto en las intrigas de la curia, para darle una exclusiva importante, cosa que Montanelli desconocía cuando fue a entrevistarlo. Es más, a punto estuvo de cancelar el encuentro porque ese día jugaba la Fiorentina. El Papa le reveló que iba a convocar el Concilio Vaticano II, cosa a la que el periodista no dio la menor importancia y escondió en medio del texto, ignorando que en los últimos cuatro siglos sólo se habían celebrado dos concilios.
Durante un tiempo, el Corriere le impuso escribir de cine, “cosa que hice sin entusiasmo”. “Vistos de cerca, los protagonistas, y especialmente los productores de quienes tanto se fabulaba en Italia —explica en las Memorias—, se mostraban como muy poca cosa, con la excepción tal vez de Samuel Goldwyn, habilidoso en alimentar la leyenda de su ignorancia, pura invención de él para crear su personaje”. En ese tiempo entrevistó a grandes estrellas que, a juzgar por sus comentarios, no le deslumbraron:
—Greta Garbo: “Una mujer sin gracia, desaliñada, con unos pies decididamente fuera de las medidas corrientes y un sombrero encajado en la cabeza (…). Trabajo me costó sacarle de la boca algún que otro monosílabo”.
—Marlene Dietrich: “Una cincuentona que no dejaba de marlenear (…). La implacable reconstrucción de sí misma no conseguía evitar ese fondo de vulgaridad que fue su sello en sus primeras apariciones en la pantalla”.
—Lilian Gish: “Se había rendido al paso del tiempo: vestía como una empleaducha, se peinaba mal, y de aquella diva que fue sólo le quedaba el hábito de recurrir más a la ternura que a la admiración de la gente”.
Con 65 años y una fructífera carrera, a Montanelli aún le quedaba por vivir una de sus etapas más apasionantes: “Aquel sueño de un diario sólo nuestro”. La llegada de Gianni Agnelli a la propiedad del Corriere le ofreció la excusa perfecta. No se sentía cómodo y empezó a coquetear con la posibilidad de una secesión del histórico diario y la fundación de un nuevo periódico. El consejo declaró su firma incompatible con el Corriere, así que abandonó la que había sido su casa durante cuarenta años.
Tras un breve paso por el otro gran periódico italiano, La Stampa —”creí entrar en un periódico y me encontré en una nevera”—, el verano de 1973 se fragua el nuevo proyecto: Il Giornale, “en realidad sólo el delirio de un pequeño grupo de locos”. Las dificultades de financiación fueron enormes. Sólo un grupo editorial, De Agostini, osó participar en aquella temeridad y, ya pasado el tiempo, Berlusconi. “Los empresarios no apoyaban a la única voz que podría sostener sus intereses, porque tenían miedo”, según Montanelli.
La primera redacción se estableció en una sala del Grand Hotel de Milán con un grupo de socios fundadores, fieles aventureros dispuestos a renunciar a la seguridad de un trasatlántico de via Solferino por una chalupa. Alguien dijo: “Montanelli se va del Corriere llevándose la platería de la familia”. El reclutamiento del equipo se llevaba a cabo con un único criterio: “El que llamaba a nuestra puerta ya tenía los requisitos para atravesarla”, porque en aquellos momentos hacía falta cierta valentía para ofrecerse: no sólo porque se dejaban carreras y puestos seguros a cambio del azar, sino sobre todo porque unirse a nosotros quería decir atraerse inmediatamente la etiqueta de fascistas”.
Montanelli recuerda con entusiasmo aquellos días. “Fueron meses de pioneros inolvidables. Escribíamos en cajas puestas boca abajo”. Según crecía el equipo, fueron alquilando pisos, de forma que el periódico llegó a estar repartido en tres edificios diferentes. La administración se instaló en el trastero de uno de ellos. Un año después, el 24 de junio de 1974, lograron sacar el primer número. “De aquel día recuerdo un caos insoportable. Naturalmente, después de pruebas y más pruebas, nada salió como es debido». Aun así lograron imprimir 230.000 ejemplares. Pero las deudas ya acechaban y ningún banquero les daba crédito. Bueno sí, sólo uno, Roberto Calvi, “el banquero de Dios”, que años después aparecería ahorcado en un puente de Londres, tras uno de los mayores escándalos financieros de la historia de Italia.
Aquello, recuerda Montanelli en sus memorias, “no era un trabajo sino una trinchera”. Continuamente tenían que desalojar la redacción por amenazas de bomba. El propio director sufrió un atentado en 1977 de las Brigadas Rojas, que le provocó graves heridas en las piernas.
Ese mismo año Berlusconi se convierte en el mayor accionista de Il Giornale, al hacerse con el 37,7 por ciento de las acciones. “Nos salvó de la ruina”. Al principio todo fue bien. El empresario apenas se inmiscuía en el diario. Montanelli cuenta como anécdota que el único problema que tuvieron fue por la amistad del empresario con el socialista Bettino Craxi, con el que Il Giornale fue crítico en algunas ocasiones. “¿No podéis limitaros a atacarlo de lunes a viernes?”, le rogó el futuro capo de la televisión al director. “Es que, ¿sabes?, los fines de semana es casi siempre mi huésped”.
La entrada de Berlusconi en política a finales de 1994 fue una mala noticia para Il Giornale. “Si me oponía a él hacía el papel de ingrato, si me adecuaba el de cortesano —recuerda el director—. Berlusconi quería colocarme a mí en una hornacina. Quería que se siguiera identificando el periódico con Montanelli, pero con una gestión independiente de Montanelli”. Desde las cadenas de Fininvest, del mismo grupo que el diario, se desató una campaña contra el periodista. Se resistió e intentó sin éxito que el empresario, y ahora político, vendiera su participación. El propio Berlusconi se plantó en una asamblea de la redacción para anunciar “una intervención». Intentó acorralar a Montanelli, ofreciendo a sus fieles más dinero y más medios. Fue la puntilla.
Así que, “a mis 85 años, tuve que fundar un nuevo periódico (…). Anuncié que me marchaba y me declaré dispuesto a botar una barca de salvamento para quienes tuvieran intención de embarcarse”. De nuevo se ve en la tesitura de conseguir capital para su nuevo proyecto: La Voce. Sólo Benetton, otros accionistas menores, así como todos los periodistas del nuevo diario y multitud de lectores, contribuyeron económicamente.
En su primer número, el 22 de marzo de 1994, La Voce vendió medio millón de ejemplares, pero apenas seis meses después naufragaba. El propio Montanelli explica su error: ”estirar el brazo más que la manga”. Las promesas de nuevos inversores se quedaron en nada, “nos dejaron en la estacada, no por las maniobras de Berlusconi, sino por miedo a Berlusconi”.
No sólo había fallado la financiación. Además, se equivocó al pensar que “había un espacio para un lector capaz de distinguir la derecha aventurera del oportunista Berlusconi y la verdadera derecha. Este público, que podía haber sido nuestro, se quedó además espantado con la gráfica futurista de La Voce”. Se refiere a un diseño agresivo, cuyo principal reclamo era un estridente fotomontaje en la primera página.
“Sólo cierta burguesía veía en mí al representante de la derecha italiana, la derecha “carca” que me consideraba su portavoz sólo porque me oponía a la izquierda —justifica sus fracasos—. Sin comprender que yo nunca he identificado la derecha con una ideología y menos con un partido, sino con una cultura (…). En el Giornale, fustigar y escandalizar a los carcas de derechas era siempre mi diversión preferida. Pude comprobar que me equivocaba con el número de carcas entre nuestros lectores cuando escribí un editorial pidiendo al partido socialista que desempolvase su vieja bandera. Para esos carcas, el mero hecho de haber dado la espalda a Berslusconi era ya una traición en sí misma (…). En Il Giornale éramos fascistas porque estábamos contra los comunistas, en La Voce nos convertimos automáticamente en comunistas porque estábamos contra los fascistas”.
Un año después de su lanzamiento, el 12 de abril de 1995, concluyó la aventura de La Voce. “Lloré al despedirme de la redacción. Había perdido, y la derrota, por noble que fuera, era dolorosa, sobre todo para los 80 periodistas, que siguiéndome en la chalupa de salvamento, habían naufragado”.
La obsesión de Montanelli por fundar periódicos —“Aquel sueño de un diario sólo nuestro”— se debía sobre todo a sus ansias de independencia, pero también a su mala opinión de la mayoría de los periodistas italianos. “En Italia el periodista no se siente como expresión de la opinión pública —explica—, sino portavoz de su propia facción. Ataca a los adversarios en nombre de la hermandad a la que pertenece, y por solidaridad jamás se le ocurrirá decir una palabra contra su corporación. Lo malo es que un periodista tan conformista no ayuda a formar una opinión pública. Y la formación de una opinión pública es la condición fundamental del funcionamiento de una democracia”.
Tras el cierre de La Voce, aún regresó como columnista al Corriere, que, según cuenta en sus Memorias, volvía a parecerse al auténtico periódico que él quería. Y allí acabó su carrera. “A mí la suerte me ha reservado llevarme a la tumba las dos cosas que más he amado: mi oficio y mi país —puede leerse en el testimonio recogido por Tiziana Abate—. En qué se ha convertido el primero, destrozado por los ordenadores y la televisión, está a la vista de todos. En cuanto al segundo, la gangrena ya es incontenible y la descomposición se está produciendo por disolución de lo poco que queda del Estado”. Triste conclusión para casi un siglo luchando por un periodismo independiente.
—————————————
Autor: Indro Montanelli. Título: Memorias de un periodista. Editorial: RBA. Venta: Todostuslibros
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: