Imagen de portada: cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau
Cada soldado tiene su historia. Un héroe condenado por deserción, un cabo salido de un seminario, un grupo de mineros que dejan la barrena para empuñar un fusil, un prisionero de guerra en el gulag, un laureado al que se le pierde la pista… Veintiún relatos reales de soldados de infantería encuadrados en un mismo batallón, desplegado en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial.
Reproducimos a continuación el prólogo del general Félix Sanz Roldán a la obra de José Manuel Estévez Payeras, ¡Infantería!: 21 relatos de combate en el frente del Este. Cada soldado tiene su Historia.
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Recuerdo, como si fuera ahora, la fría mañana del 15 de diciembre de 1962, cuando presté juramento de fidelidad a la Bandera, en el Patio de Armas de la Academia General Militar de Zaragoza. Frente a la formación de Caballeros Cadetes de primer curso, otra de tenientes que ese mismo día tomaban sus despachos de oficial y que, en un par de semanas, servirían en la práctica totalidad de las Unidades del Ejército de España. Los mirábamos con admiración, no tanto por las dos estrellas que lucían en sus bocamangas como por el claro entendimiento de que comenzaba su servicio.
El compromiso allí adquirido lo hemos sentido en toda su magnitud todos los días de nuestra vida, y aquí me tienen ustedes, a mi provecta edad de setenta y nueve años —lo adquirí con diecisiete— sintiéndolo todavía, aun a sabiendas de que existen escasísimas posibilidades para que ese compromiso me sea exigido.
En mi larga vida de soldado, nunca me he visto en una situación en la que, de forma consciente, me estuviera jugando la vida. Gracias a Dios, mi promoción ha dado soldados para la paz y solo unos cuantos han sentido la proximidad del combate. Pero sí he vivido otras muchas situaciones ante las que me he preguntado sobre cuál sería mi reacción si tal exigencia llegara. De forma natural, surgía una respuesta: «He de estar a la altura de estos, de mis soldados». Respuesta que incluía la duda de si lo estaría o no, la convicción de que haría todo lo posible por estarlo y el desconocimiento de los sacrificios y, posiblemente, el dolor que acarrea cumplir con ese supremo deber. No contestaba con un sí rotundo, como debería ser, porque me faltaban elementos de juicio para saber no sólo cómo se vive un combate intenso sino también para saber cómo se muere en él.
El coronel Estévez Payeras escribió, hace un par de años, Solo muere el olvidado, en el que recoge la lucha terrible de un Batallón de la Infantería española en Rusia, encuadrado en la 250 División Española de Voluntarios, al mando de un antepasado suyo, el comandante Payeras, muerto en combate. Lo leí con atención porque el libro muestra, como ningún otro por mí conocido, las penalidades que conlleva el combate de la Infantería; la fortaleza que es preciso desplegar para vivir tales situaciones y ser útil para el combate; el verdadero sentido de Unidad —y por eso así se llama cada uno de los grupos de personas que combaten al unísono— y, por tanto, el verdadero sentido de la palabra compañero; el desprecio por la vida y por el dolor y lo fácil que es morir sin otra recompensa que la satisfacción del deber cumplido. De su lectura pude conocer, con notabilísima realidad, lo que cuesta cumplir con el juramento que empeñamos y también la naturalidad con que se sufre por cumplirlo. Es lo mismo que decir lo difícil que es ser héroe y lo fácil que hace serlo cumplir con un juramento.
Los miembros del Batallón del comandante Payeras son soldados, suboficiales y oficiales, con nombre y apellidos, que ejecutan acciones reales, contadas por sus Hojas de Servicio, y que nos describe un compañero de armas, buen conocedor del oficio de soldado. Es la realidad misma del combate. Los protagonistas no son, por tanto, personajes de una novela, descritos según la imaginación del autor, sino soldados todos ellos de carne y hueso que combaten, sufren, luchan y mueren. Algunos sufren cautiverio por mucho tiempo y, en alguna ocasión, se sienten culpables por no haber muerto junto a sus compañeros. Y por la perfecta descripción de esos hechos nace mi admiración por aquel texto que he repasado varias veces y que es preludio del que usted tiene ahora en sus manos. Porque de sus páginas salen soldados que un día juraron bandera, que fueron fieles al juramento que empeñaron y que eran hombres, es decir, que vivieron también fuera de los intensos momentos del combate, algunos por muchos años, y que sufrieron por los compañeros que dejaron atrás, fueron buenos ciudadanos, antes y después de ser soldados y sintieron para siempre la satisfacción del deber cumplido. Soldados de nuestra infantería, “la mejor infantería del mundo”, como en tantas ocasiones se ha dicho de ella. Aquella que la Doctrina del año 1952, que aprendí casi de memoria al inicio de mi carrera, queda definida por ser “fiel reflejo de las virtudes y defectos de un pueblo y que constituye el nervio y la categórica expresión de la valía de un ejército”.
Es por esto que, cuando ya conocemos a los soldados de Krasny Bor o, por decirlo de otra manera, a los soldados del Batallón Payeras, era de recibo que supiéramos cómo fueron sus vidas; cómo la contarían ellos mismos a sus nietos, al amor de la lumbre, una tarde de domingo; con cuanta naturalidad describirían aquel hecho en el que le ganaron la partida a la muerte, o aquellos hechos, porque para muchos la partida se jugó en muchas ocasiones; todo ello cuando ya prestaban servicios diferentes a la sociedad por la que tanto arriesgaron y por la que tanto sufrieron, sin que su servicio fuera ni siquiera conocido por aquellos que fueron beneficiarios de él. Como si fuera, dice el autor, una conversación en la cocina de su casa, con un nieto adolescente.
Agradezco, por tanto, que el coronel nos ofrezca ahora el libro que usted tiene en sus manos. ¡Infantería!: 21 relatos de combate en el frente del Este. Cada soldado tiene su Historia. Y agradezco poder ofrecer una reflexión sobre él, a modo de prólogo.
Con este nuevo texto, tal y como el autor me indicaba en una no muy lejana conversación, le damos a usted la oportunidad de hablar con soldados del Arma de Infantería, la que acogió a Miguel de Cervantes en su infortunio, la que extrae su credo de los versos de Calderón de la Barca, la definida con admiración por Camilo José Cela, la fiel y sufrida infantería de Arturo Pérez Reverte. Y le ofrecemos la vida del infante —infante significa quien combate en silencio, para oír las voces de mando de sus jefes— antes y después de haberle ganado la partida a la muerte. Y situamos a esos infantes junto a usted, cuando ya cumplieron con tan noble oficio.
Y también le damos la bienvenida a la mejor descripción que los propios infantes, con su biografía, hacen de su servicio. Muy atinado es presentar estas biografías agrupadas bajo un epígrafe lacónico y bello, como es la expresión de alguna de las virtudes que los distinguieron: honor, sacrificio, valor, compañerismo… El ejemplo vivo de la sublimación de estas virtudes, a través de los soldados de un batallón y de sus compañías convierte el texto en un verdadero manual para la instrucción individual; de haberlo tenido antes en mis manos, alguna duda se habría disipado sobre mi capacidad personal para enfrentarme a los riesgos del combate y al compromiso que juré. Debería ser de lectura obligatoria para todos los cadetes.
Con nombre y apellidos, por sus páginas desfila un padre marianista que, aun siendo cura, se mostraba como el mejor soldado de infantería, en un pelotón de ametralladoras, a quien un compañero de sección le decía: “Padre, deme la absolución, que cada vez tengo más ganas de pecar y esta noche salgo de patrulla”, y que permaneció fiel a su vocación religiosa hasta su muerte a la edad de 90 años; o aquel valiente del Regimiento Legazpi que desertó sin querer y que volvió a alistarse porque no soportaba haber fallado a sus compañeros, que combatió con furia, a 40 grados bajo cero y que recibió el emblema de Asalto de Infantería; o aquel sargento, nacido en Nueva York, que hace retroceder a una compañía enemiga con su ametralladora MG, pidiendo fuego sobre sí mismo, cuando su pelotón ya está mezclado con el enemigo; o aquel alférez de Sevilla que no pierde la gracia ni para decirle a sus sargentos que no tienen ningún apoyo y que, por lo tanto, solo les queda morir, mejor dicho “palmar”, como dice el alférez, aunque su coraje salvó la vida de algunos. Todos con pasado y sin futuro, pero que regresaron en muchos casos para que la nostalgia tuviera algo que hacer.
Y oímos el lenguaje de soldados —“no sé si cantar la gallina”, dice uno—, lo firmes, afectuosas y sinceras que pueden ser las relaciones de mando entre soldados, cabos y sargentos; la descripción orgullosa que algún soldado hace de su capitán. También oímos el tableteo de las ametralladoras, el zumbido de los morteros y sentimos cómo a la hora del asalto no existe frío, ni calor, ni existe nada. Solo las ganas de vivir con dignidad o de morir cumpliendo con tu deber, porque ambas cosas son lo mismo. Es ese el momento en que, quizá, muchos evocaron aquella estrofa del Himno de Infantería que les asegura que “la Patria, al que su vida le entregó, en su frente dolorida le devuelve, agradecida, el beso que recibió” en perfecta referencia a la ya lejana jura de bandera.
Yo también he sido soldado y ya he anotado el último asiento en mi Hoja de Servicios. Me faltan, en esta mi larga carrera —pagada con tan magnífica soldada, como haber sido el más antiguo, después del rey— muchas experiencias que creí que tendría que vivir a diario, cuando era un iluso cadete en Zaragoza; ofrecí también mi vida, si preciso fuera, en cumplimiento de mi deber, pero nunca se me exigió tal sacrificio; los sacrificios inherentes al ejercicio de mi profesión siempre fueron soportables, entre otras cosas porque se dieron en ejercicios, maniobras, guardias y vigilias, pero nunca bajo la presión del ataque real de cientos de soldados enemigos, dispuestos a ocupar la tierra que yo habría de defender a toda costa; sentí también la satisfacción del deber cumplido, y fue muy fácil cumplirlo y creí ser valiente, aunque nunca lo pude ni lo podré demostrar.
Todo eso sí lo sintieron los protagonistas de nuestra historia y lo transmite este libro que les da voz y también les da vida. Y hacen bueno el verso de Calderón, también soldado de la infantería española, mil veces recitado: “Y aquí, de modestia llenos, a los más viejos verás, tratando de ser lo más y de parecer lo menos”. Justo como Fernando Rubio Quesada, soldado de la 7ª Compañía del segundo Batallón del 292 Regimiento de Infantería, que vive en las páginas de nuestro libro y que representa a todos quienes, junto a él, sirvieron a España en las heladas tierra de Rusia “a pie y sin dinero, helados hasta los huesos y con el estómago frío; en la vista, una nube de hielo; y en el dedo que oprime el gatillo un sabañón”.
La fiel infantería.
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Autor: José Manuel Estévez Payeras. Título: ¡Infantería!: 21 relatos de combate en el frente del Este. Cada soldado tiene su Historia. Venta: Amazon.
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