El profesor Vicente Cristóbal presenta la segunda entrega —en este caso, el libro IV— de su versión en hexámetros castellanos de la Eneida. Anteriormente apareció el libro II, y todo hace suponer que sucesivamente, y esperemos que a buen ritmo, verán la luz uno tras otro hasta completar la preceptiva docena.
Con lo de los hexámetros en castellano entramos en territorio Agustín García Calvo y en la polémica por la razón o la sinrazón de intentar emular la métrica de la antigüedad. Como es sabido, el verso griego y latino se construye sobre la distinta duración de las sílabas largas y breves, algo extraño y en principio incompatible con nuestra poesía rimada. Una posible solución para aproximar ambos modelos (o, por mejor decir, para adaptar éste a aquél) vendría de sustituir la duración de la sílaba clásica por la acentuación o atonía de la sílaba en español. De este modo, cualquier pie métrico sería susceptible de ser trasplantado al castellano, y un dáctilo, por ejemplo, (sílaba larga seguida de dos breves) se transformaría en una sílaba tónica seguida de dos átonas; un espondeo, dos sílabas tónicas, etc… En los prolegómenos de su versión de la Ilíada, García Calvo justifica el intento con sabias (como suyas) palabras: A un libro que me ha acompañado a lo largo de 50 años (…) se le debía algún agradecimiento por sus servicios. Y el mejor que se me ha ocurrido ha sido éste de hacerlo pasar a la lengua castellana de tal manera que a muchos de sus hablantes que no saben leer en griego antiguo les dé tanto (o, al menos, una parte) de placer y de riqueza como a mí me ha dado.
Lo que el ilustre zamorano hizo con la Ilíada y posteriormente con De rerum natura de Lucrecio es lo que (su, por otra parte, discípulo) Vicente Cristóbal está realizando con el texto virgiliano. Uno siempre ha pensado que la obligación de todo buen latinista es elaborar su propia y personal traducción de Virgilio —no necesariamente para publicar; no necesariamente de la Eneida; si acaso alguna Geórgica— pues por algo el mantuano escribió en latín los versos más sublimes que jamás ha sido capaz de componer un ser humano (si Virgilio lo era, pues algunos lo tenemos por divino). Así que el profesor Cristóbal se ha enfrentado a un reto complejo, pues a la técnica y la creatividad —contenida— propia del buen traductor ha de unirse la, digamos, molestia de tener que escandir verso a verso y comprobar que se ajustan a los pies métricos definidos (que en este caso parecen ser siempre dáctilos; lo cual es entendible porque sin duda reproducen mejor el ritmo del castellano que los espondeos).
La edición, como cabe esperar, coteja en páginas enfrentadas y línea a línea el texto clásico y su versión castellana, y enseguida se aprecia el extraordinario trabajo: manteniendo casi al ciento por ciento la integridad del contenido en cada verso, el traductor ha sabido engarzar palabras que no sólo son fieles al original y hermosas; también cumplen los requisitos del ritmo. Y es un placer leer en voz alta, sílaba a sílaba —con las necesarias sinalefas— paladeando la cadencia. El hexámetro castellano pasará con nota el examen de Calíope.
Este libro IV es, sin duda, el que más fortuna ha tenido entre los que componen la Eneida; el favorito de la mayoría de los lectores. Lo cual se debe a la intensidad dramática de su argumento. En este sentido, tenemos que confesar que lo que menos o, por mejor decir, lo único que no nos gusta de esta edición es el sobretítulo. Eso de Pasión y muerte… abunda en la interpretación un tanto ñoña de la historia que, por otra parte, es la canónica: la pobre reina, infelix Dido, es seducida y abandonada por un aventurero de allende los mares, que en cuanto puede sale a escape. Reconozcamos que si no fuera por los excelsos versos virgilianos, que elevan a los personajes a las más altas cumbres de la sensibilidad, el argumento a palo seco es para tomárselo a coña. Quevedo, quién mejor, le dedicó un soneto donde ponía en boca de Dido esta inmarcesible cuarteta:
Aquí llegaste de uno en otro escollo,
bribón troyano, muerto de hambre y frío,
y tan preciado de llamarte pío,
que al principio pensaba que eras pollo.
Ahí está la clave: el héroe es pius Aeneas, y el apodo le cuadra porque cumple fielmente el mandato de los dioses. Y los dioses le piden que se deje de retozar, que vaya a fundar Roma para gloria suya y de la Historia. Así que, si después de abandonar a la reina al borde del suicidio, el propio Virgilio le mantuvo el pius en los ocho libros siguientes, ¿quiénes somos nosotros para apearle del tratamiento?
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Autor: Virgilio. Titulo: Pasión y muerte de Dido (libro IV de la Eneida). Traducción en hexámetros castellanos de Vicente Cristóbal López. Editorial: Hiperión. Venta: Todostuslibros.
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