Este relato forma parte del conjunto que su autor ha publicado en la editorial Tres Hermanas con el título de Frágiles humanos.
Era 1980. No recuerda qué mes. Tenía catorce años y sus padres habían tomado la decisión de separarse. “Tomar la decisión” suena razonable y hasta literario, como a personas que se sientan o reúnen para alcanzar un consenso. En el mundo real, ocurre más bien que la gente estalla, rompe, quiebra, hace saltar las cosas y los proyectos por los aires.
Recuerda bien que a esa edad escribía poemas que iba archivando en un cuaderno de cuatro anillas de tapa verde oscura y que se le daba bien tocar la armónica y la flauta dulce. Cuando no estaba en el colegio, pasaba horas y horas en su habitación escuchando una y otra vez casetes con canciones de Luis Eduardo Aute y, cada vez, le parecía captar un nuevo sonido, una nueva emoción, un nuevo sentido. El dinero que sus padres le iban dando como pequeña paga de fin de semana, o por los santos y cumpleaños, lo destinaba a ir haciéndose, poco a poco, con las cintas del cantautor admirado. Subía con el corazón agitado las escaleras mecánicas de El Corte Inglés de Goya, o del Galerías Preciados que entonces había a la vuelta de General Pardiñas, que luego acabaría siendo también una ampliación de El Corte Inglés. Donde los jóvenes del siglo veintiuno “se bajan” una canción de ese misterioso espacio etéreo-intangible-invisible-incomprensible, nosotros regresábamos a casa con una visible y tangible cajita terrestre que podías sostener entre los dedos o sobre la palma de la mano, con su bonita portada y un desplegable interior con todas las letras, una cajita que después guardarías a lo largo de los años, tal vez incluso cuando ya no existiesen aparatos para reproducirlas. Era aquel viejo mundo previo a los móviles, a internet, a las tarjetas de crédito, un mundo con dos canales de televisión en el que la gente escribía a mano o a máquina, compraba sellos y enviaba cartas y postales… Si lo cuentas ahora, cuesta creerlo. Pero aquella lejanía tan anterior a las pandemias y a las aventuras privadas de multimillonarios que suben en cohetes al espacio, disponía, en cambio, de cosas modestas, abarcables y hermosas: centenares de salas de cines y cinestudios de barrio donde se proyectaban sesiones triples de Kubrick, Woody Allen o Alan Rudolph, y decenas de poetas/cantantes como Leonard Cohen, Silvio Rodríguez, Franco Battiato o el propio Aute… El espíritu y la cultura parecían a salvo. Por todas partes se tenía a esa edad la sensación de encontrar revelaciones. No existía la nube, pero nadie nos ganaba a la hora de estar, deliciosamente, en las nubes.
Por fin su madre se cansó del marido imposible. Una tarde que sus padres habían salido a tomar algo con una pareja amiga a un bar del barrio, a la vuelta de la esquina, su madre regresó tan alterada como decidida. Entró al salón y dijo algo como: “Chicos. Hasta aquí. No aguanto más. Vamos a hacer las maletas, que nos vamos”. Nunca dejará de sorprenderle la valentía que ella tuvo en aquellos minutos decisivos que todo lo cambiaban. Tal vez en aquel momento y en las semanas y meses que vinieron después, predominaba en él la tristeza y la confusión por el hecho de que sus padres se separasen, el difícil recomienzo con su madre y sus hermanos en la nueva casa, que antes había sido de su abuela. Pero pronto el nuevo piso fue mostrándose como un hogar: un espacio que los acogía, luminoso, respiratorio, alegre, sin más discusiones ni oscuridades.
Hacía ilusión colaborar con la madre en arreglar y modernizar todo, en elegir y comprar cola y brochas y pintura y hermosos papeles pintados con estampados de flores, en colocarlos entre todos y pasar el cepillo de arriba abajo desde lo alto de la escalera de mano, para que se pegase bien sin que quedasen grumos, en apreciar después los cambios y las mejoras, alejándose un poco para tener perspectiva. Tal vez luego la madre los llevara al cine o a esas novedades que apenas acababan de llegar a España y que se llamaban Burger King o Wendy. Quedaban muy cerca de casa: el Burger en Diego de León, el Wendy en la plaza de Manuel Becerra, a la que solía llamarse, con un nombre mucho más hermoso: Plaza de Roma. La vida, después de todo, recomenzaba y prometía novedades. Y él, además, en el pequeño mundo de su conciencia y entre las cuatro paredes de su habitación, se sentía arropado en sus tristezas por Aute, por las canciones de Aute, por lo que le decía en sus letras, por los collages que, minucioso, iba elaborando con las fotos del cantautor que aparecían en periódicos y revistas, las fotos que pegaba en folios Galgo o en cartulinas. Un folio Galgo no era cualquier papel, lo ponías en alto y, al trasluz, aparecía la marca de agua: aquel hermoso y estilizado perro a la carrera.
Su padre era amigo de Aute. Lo había conocido cuando aún no era famoso, a través de Joaquín, un joven guionista de cine y televisión que vivía en el edificio familiar. Nosotros en el segundo, él en el quinto. Algunas tardes se dejaban caer Joaquín, Aute y mi padre por los bares de moda entre la izquierda intelectual de aquellos años, locales como el Gades o el Oliver. Y allí coincidían con Rosa León, con Cristina Almeida, con las actrices y actores del momento… Su padre iba también a veces a la casa que Aute tenía en la calle Padilla, con aquella terraza tan amplia, arriba del todo, tan cercana al colegio Calasancio. Años después, Aute se mudaría para siempre a la zona de la Fuente del Berro. Su padre volvía a casa y traía novedades de las canciones que estaban por llegar o de los cuadros que Aute iba pintando, contaba anécdotas acerca de lo tímido, despistado y divertido que era el artista, que, mientras hablaba, era capaz de echarle sin querer la ceniza al vaso de whisky de un hombre que estaba a su lado en la barra, pensando que era el cenicero. Recuerda que, de crío, al salir del colegio, veía aparcado en la calle el coche que Aute tenía entonces, un bonito Seat 1430 blanco ranchera, donde le cabían toda clase de trastos, lienzos y caballetes. Pero no sabes lo mal que conduce —decía mi padre riendo— es un distraído…
Eran justo los años previos al gran éxito del cantautor. Había compuesto tiempo atrás para otros: Massiel había triunfado con su Aleluya y su Rosas en el mar, pero él era tímido y, hasta entonces, no muy amigo de subir a los escenarios. De repente, al comenzar los ochenta, tras discos como Alma, o Fuga, cambió todo. Seguramente no sospechaba que durante los próximos años iba a convertirse en un icono sentimental, intelectual, ideológico, de un par de generaciones, que terminaría llenando teatros, cines, auditorios y plazas de toros. Recuerda sus conciertos en el Teatro Cine Salamanca, o en el Palacio de los Deportes, o una hermosa noche de verano, en el Parque de Atracciones, con la noria iluminada a su espalda mientras cantaba. Recuerda aquel largo y hermoso concierto en Las Ventas, septiembre del 85, y aún conserva los abanicos promocionales de aquellos Veranos de la Villa, y los folletos de sus exposiciones de pintura en la Galería Kreisler de la calle Hermosilla…
A sus catorce años, entre la admiración y la obsesión, escuchaba todas sus canciones y memorizaba sus letras, desentrañaba las declaraciones de sus entrevistas como quien bucea a fondo en las palabras de un profeta, sintiéndose tocado por una secreta verdad que le apelaba y se le dirigía, personal, revelada.
Pero todo lo dicho y recordado se encamina y desemboca en el día en que lo conoció por fin, a la casualidad que lo puso ante aquel ídolo de su adolescencia. Tenía catorce. Como se ha dicho, sus padres se separaban. Había que trasladar algunas cosas más en el coche del padre hacia la nueva casa. Era una soleada mañana de sábado. Bajaban con varias maletas y bultos su padre y él, muy cargados. Su padre le decía que ya estaba hecho “un hombretón”, un “tío grande”, así que el adolescente se ofreció a cargar con el viejo, pesado e indestructible televisor Werner, el último que tuvieron en blanco y negro. Salieron del portal. El mini rojo estaba aparcado en batería, justo enfrente, e iban decidiendo si poner la tele en el asiento trasero o en el del copiloto, atado con el cinturón de seguridad y protegido de alguna forma, con un cojín tal vez, frente a los daños de un posible acelerón o frenazo. Estaban ya junto al automóvil y escuchó de repente a su padre decir ¡Hombre, Eduardo! Ahí mismo estaba Aute, con su camisa blanca abierta en el pecho, su barba corta, su melena y una gran sonrisa. “Voy a presentarte a mi chaval, a tu admirador, al que hace los collages que te enseñé”. Aute se rio de buena gana y le tendió la mano, cambiándose a la otra el cigarrillo, pero él no podía soltar el televisor. Así que durante unos minutos en los que le pareció entrar en otra dimensión espacio-temporal, charlaron y rieron los tres. No se le ocurrió dejar aquel aparato en el suelo o sobre el asiento del coche. Ya no le pesaba, ni siquiera lo notaba entre sus brazos. Sólo sentía que flotaba, que su vida se recomponía y dejaba de ser defectuosa, dolorosa o frágil, y que el universo era un lugar justo, poético y hermoso. Aquella fue la experiencia más cercana que nunca tuvo de la absoluta y merecida ingravidez.
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