Umberto Eco, en sus Apostillas a El nombre de la rosa, tenía razón cuando aseguraba que “Los libros siempre hablan de otros libros y cada historia cuenta una historia que ya se ha contado”. Parece un trabalenguas, un galimatías que, sin embargo, encierra una incuestionable verdad. No se trata sino del carácter revelador de ciertos libros que, de manera sutil, nos remiten a otros libros, bien a través de la sugerencia, bien de manera explícita, citándolos con sus nombres y apellidos.
Un papa muy singular, único en su género, que pretendió dejar huella y pasar a la historia, aunque, como buen cristiano, estuviera convencido de que la Tierra no era sino un Valle de Lágrimas, un suspiro preparatorio para la eternidad. Inocencio III fue un personaje culto, bien preparado. Hijo del conde de Segni, perteneció a una familia de la alta nobleza romana. Estudió en París y en Bolonia, donde tuvo como maestros al filósofo escolástico Pedro de Corbeil y a Uguccione de Pisa, el jurista italiano especializado en Derecho Canónico. Cobró fama de buen predicador y sus sermones causaron un gran impacto entre sus parroquianos. Y no tuvo mayor obsesión que acabar con las herejías, haciendo tabla rasa con bogomilos, cátaros y albigenses, a los que borró del mapa de manera brutal, sin contemplaciones.
El suyo fue un papismo autoritario: el papa no podía ser juzgado por nadie, sólo por Dios. Con lo que el Cabeza Visible de la Iglesia se erigió en gobernante supremo y legislador absoluto. Amén de representante de Dios en la tierra, rey de reyes y señor de señores. Y no contento con ello, el carácter activo y altivo de Inocencio III le llevó a convocar, en 1215, el Concilio de Letrán, donde se determinó la comunión y la confesión anual.
Lotario fue, asimismo, un escritor que dejó, al menos, un par de libros de gran consideración, muy seguidos hasta bien entrado el siglo XVII. Sobre todo, el titulado De contemptu mundi…, que es el que cita Thomas Mann en su genial novela. Inocencio III demuestra en esas páginas que, además de ser todo un intelectual, capaz de manejar más de medio millar de citas bíblicas en su obra, sintió el deseo de hundir sus manos en el fango de las miserias humanas, con unas ideas ciertamente pesimistas que hoy, a luz del siglo XXI, resultan, incluso, aterradoras. Se declara hijo de la amargura y del dolor, aun habiendo nacido en casa rica, criado entre algodones y paños de seda, y arremete contra el fervor de la libido y la pestilencia de la lujuria.
Sólo así se comprende que fuera capaz de poner por escrito, de su puño y letra, en un espléndido latín, que el feto se nutre de la sangre de la menstruación, y que los más felices son aquellos que mueren antes de nacer. El hombre, aseguraba, concebido en la culpa, hijo de la amargura y del dolor, es pura pestilencia. Y por eso conviene morir antes del parto, para librarnos así de la temida vejez, la época en la que el corazón se aflige, la cabeza se debilita, el espíritu languidece, el aliento huele mal, el rostro se arruga, la estatura se curva, los ojos se nublan, las narices derraman sus líquidos, los cabellos se caen, el tacto tiembla, los dientes se pudren y los oídos ensordecen.
“El hombre —insistía Inocencio III en un alarde, hay que reconocerlo, de puro lirismo, siguiendo así las enseñanzas del santo Job— no es sino una hoja que el viento arrebata, y una espiga que seca el sol”.
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