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Insectos de los libros peligrosos

Insectos de los libros peligrosos

En la primavera de 1919, en torno a la fecha del eclipse solar del 29 de mayo, cuando Eddington fotografiaba desde la isla de Príncipe las estrellas del cúmulo de las Híades y Kappa Tauri, en la constelación de Tauro, y lograba demostrar, por la “flexión de la luz”, la teoría de la relatividad general de Einstein, André Breton y Philippe Soupault, poetas a los que Apollinaire había presentado en el Café de Flore, aprovechaban aquel pasajero reino de oscuridad —colofón astronómico de una guerra al servicio del sacrificio de los jóvenes y la destrucción de Europa: el eclipse, de hecho, ni siquiera ha terminado— para sentarse ante una mesa y comenzar a invocar a los demonios de la conciencia, esas voces sin dueño conocido que alguna vez se desenmascaraban en el borde de los sueños, umbral entre una vigilia más o menos entregada y la “continuación de la obra de la existencia” que tomaba el relevo del (todavía no del todo) durmiente. Enseguida las frases de origen incierto empezaron a aflorar. “El color de los saludos fabulosos oscurece hasta el más mínimo estertor: calma de los suspiros relativos”. “Los nocturnos de los músicos muertos acunan a las ciudades dormidas para siempre”. “Allí tenían lugar los cantos graves de monumentos enfermizos, las oraciones de los vendedores, las angustias de los cerdos, las agonías eternas de los bibliotecarios”. “El amor luce al fondo de los bosques como una gran lámpara”. Breton hablaría más tarde, todavía sobrecogido, del asombro que le produjeron esas exploraciones en la tierra menos conocida de todas, la zona liminar en el límite del sueño. Encontró en Teresa de Ávila (“por desgracia, nada más que una santa”) a “la iniciadora de esta línea sobre la cual se sitúan los médiums y los profetas, por el solo hecho de ver su cruz de madera transformarse en un crucifijo de piedras preciosas, y de considerar esta visión como imaginativa y sensorial”. Breton se olvidaba de un antecedente menos lejano, que también hablaba con las apariciones en francés, utilizando una mesa de madera como telégrafo simplificado entre dos mundos: pero Victor Hugo, médium rodeado por el mar, estaba convencido de que quienes se acercaban a su isla para hablarle eran “la corriente de las almas”, la “comunidad de los espíritus” —expresiones que tomo de Yeats, quien también escribía hacia 1919 al dictado de las bocas de la sombra—, y no su propia voz dispersa bajo tantas máscaras. Breton, en cambio, nunca dudó de que sus invocaciones apuntaban a una conciencia liberada, aunque cabría la sospecha de que la conciencia hiciera las veces de una antena que captaba las señales de alguna emisora errante, baliza final en la que se materializaban los ecos cruzados —¿pero surgidos por primera vez de dónde?— en remotas e invisibles repetidoras.

"Ellos tan sólo pretendían que aquello se llamara poesía, y no que fuera un manual de instrucciones para la salvación, panfletos para una interpretación mejorada del mundo y sus alrededores infinitos"

El experimento surrealista (que todavía carecía de etiquetas) no se alejaba demasiado del teatro de las séances espiritistas del siglo XIX: un médium ante una mesa, la electricidad estática del mensaje en busca de conductor, el juego de procedimientos y rituales que preparan la invocación. Las diferencias, en principio, radican en el origen de ese mensaje. Breton y Soupault creían que procedía del inconsciente liberado de cadenas; Victor Hugo, que le eran enviados por almas en pena, por escritores enterrados, por habitantes de Júpiter y Mercurio. Aleister Crowley se sumió en una experiencia similar —en Egipto (1904), tras una noche en la Cámara del Rey de la Gran Pirámide—, y a través de su mujer, Rose Edith Kelly, canalizó a una entidad superhumana, Aiwass, que le dictó El libro de la Ley. Algo similar puede decirse de Gunnar Ekelöf y su poema Dīwān (1965), que “recibió como una iluminación” durante un viaje a Estambul. Como en el caso de Yeats y de Crowley, la visión de Ekelöf tuvo como canalizadora a una esposa que parecía hipersensible a la electricidad estática, al enjambre de los parásitos del aire. Después de las visiones de Ekelöf, la frecuencia de la emisora espacial parece que giró sus ventosas parabólicas en dirección a América. Timothy Leary enviaba a su esposa desde la prisión de Folsom los mensajes telepáticos que un compañero de celda recibía en un lenguaje extraterrestre, John C. Lilly escuchaba una sintonía parecida, suspendido en el agua de los tanques de privación sensorial que había diseñado en los sótanos de un manicomio de Pasadena, Robert Anton Wilson, autor de la trilogía Illuminatus, empezó a recibir señales procedentes de Sirio (más o menos en la época en que David Bowie —tras la máscara de Ziggy Stardust— creía interceptar enigmáticas transmisiones que también venían de allí). Que los captadores americanos hiciesen uso de sustancias psicodélicas como acelerante no cambia el resultado; tal vez lo único que puede llegar a inquietarnos es el hecho de que todos ellos recibieron sus mensajes cuando se aproximaba a la órbita terrestre un cometa desconocido, descubierto oficialmente por el astrónomo checo Lubos Kohoutek, que llevaba meses anunciándose, mucho antes de su primer avistamiento, en el galimatías de señales recibidas por el prisionero de la cárcel de Folsom.

¿A qué obedecen en realidad todas esas interferencias? Es verdad que las pruebas de color de Breton/Soupault, al menos en su objeto, no se parecen en nada a los intentos por contactar con otros mundos de Victor Hugo o de esos escritores americanos empapados en mescalina, ni siquiera con la mediumnidad transmitida a tres poetas por unas esposas receptivas a no se sabe qué. Ellos tan sólo pretendían que aquello se llamara poesía —de origen extraterrestre, quizá—, y no que fuera un manual de instrucciones para la salvación, panfletos para una interpretación mejorada del mundo y sus alrededores infinitos. Pero también ellos eran, en esos días de 1919, como varillas que vibraban frenéticamente cuando una onda mental pasaba por allí. (Esa onda pasó también por Anekal: también en 1919, el sanscritólogo Subbaraya Shastry empezó a escribir al dictado, en estado de trance, “un antiquísimo texto compuesto por el sabio Bharadwash” sobre unas máquinas voladoras de la India ancestral, titulado Vaimānika-shāstra. Bharadwash, sí: como el que dice Aiwass).

He comenzado a amar las fuentes azules delante de las cuales hay que arrodillarse. Cuando el agua no está revuelta (revolver el agua es perjudicial, significa malgastar el tiempo en este mundo) se ven brotar de las piedras las parcelas de oro que fascinan a los sapos. Me explican los sacrificios humanos. ¡Cómo oigo los tambores en dirección al douët! Así es como llaman al lugar descubierto donde el agua está hecha de todos esos movimientos de los campesinos.

"Aquel juego con el inconsciente desató una especie de culto entre los correligionarios del movimiento surrealista"

La recepción del libro, publicado por René Hilsum en la pequeña casa editorial Au sans pareil en 1920, fue ambigua. Sólo quienes rodeaban a Soupault y Breton parecían entender lo que había sucedido en esos días —algunos con jornadas de diez horas de escritura automática— en que habían sido llamados a declarar los sátiros y los ángeles del inconsciente. Aragon, el más próximo a Breton entre quienes serían llamados “surrealistas”, y justificadamente molesto por haber sido descartado para el experimento en favor de Soupault, sintió, al reencontrarse con sus amigos en París, que algo extraño (un profundo zarpazo en la corteza del pensamiento) acababa de suceder. Era el mes de junio de 1919. “Aparecí en mitad de esa cosa que carecía tanto de rostro como de nombre. Philip evitó dar explicaciones. Breton hablaba de lo ocurrido dando rodeos. Pero la realidad es que ambos ardían por abrirse a mí. Tuve la impresión de que temían hacerlo”. La crítica no supo cómo interpretar aquel bólido que acababa de cruzar el firmamento de la literatura (“la prensa sobre Campos magnéticos hasta hoy no es que haya sido muy brillante”, escribía Breton a su esposa el 25 de agosto de 1920), pero se tenía la inquietud de que aquello había dejado una brecha en su cristal. “Ridículo” (Paul Neuhuys, 1921), “simple pasatiempo” (André Varagnac, 1920), “admirable” (Jacques-Èmile Blanche, 1920), una “obra importante, nota a pie de página del presente para el futuro” (André Malraux, 1920). Anna de Noailles, centro magnético de una densa constelación de artistas, calificó el libro de “absurdo”, y, pese a las “perlas de genio” que encontraba en sus páginas, recomendó a Gide que rompiese toda relación con sus autores.

Aquel juego con el inconsciente —cuyos efectos no tardarían en despertar la desconfianza de Aragon— desató una especie de culto entre los correligionarios del movimiento surrealista. En el domicilio de Simone Kahn y André Breton, en el 42 de la rue Pierre-Fontaine —a poca distancia de los teatros y salas de espectáculos que se levantaron sobre las ruinas de un antiguo cementerio—, un largo reparto de poetas se reunía en torno a la mesa del salón iluminada a media luz, preparados para echar abajo las puertas del inconsciente. En Lettres à Denise Lévy (1919-1929) et autres textes (1924-1975), Simone Kahn —la “loba” de las cartas de Breton— describía las séances de escritura automática como si estuviera asistiendo a los albores de una nueva religión:

Ahí están, silenciosos, fijando sobre el papel sueños que les colocan por encima de los demás hombres, como sacerdotes por encima de los creyentes. Y los paisajes del alma se despliegan indefinidamente frente a mí. Los de uno se confunden con los de otro. Y sucede que tres o cuatro emplean al mismo tiempo una misma imagen. Ocurre a menudo. Las potencias invisibles juegan aquí el papel principal.

"La responsabilidad, de todos modos, no debe atribuirse a quienes descubrieron una veta misteriosa que después sencillamente nadie más supo o quiso explorar"

Las potencias invisibles… ¿No estaban tan lejos, entonces, Breton y Soupault de Victor Hugo (que hacía hablar a Auguste Vacquerie, a Xavier Durieu, a Théophile Guérin, en el estilo de sus propios versos), o de Crowley, o de Yeats? Los experimentos alterados de la calle Fontaine, antigua confluencia de una ruta secreta del agua —los douëttes que malgastaban el tiempo de este mundo, y que explicaban los misterios de los sacrificios humanos ante la mirada de Tsathoggua—, ofrecieron un método a futuros exploradores que, sin embargo, supuso también la extenuación de una técnica que había nacido señalada por su propia fecha de caducidad. Desde el momento en que las palabras podían encontrar un orden nuevo sin la condición de estar sujetas a la autoridad de los significados, la poesía había abierto las puertas a su propia destrucción. La sentencia del diario L’Intransigeant —“las dificultades que presentan estos textos apelan constantemente a la imaginación del lector”— tenía algo de un mal presagio: si el lector debía encargarse de otorgar un significado a lo que se le mostraba como rompecabezas, ¿había que cederle el lugar abandonado voluntariamente por el artista? Más de medio siglo de versos jeroglíficos, de poemas aceptados como tales por su oscuridad carente de cualquier sentido, recibieron su sello de autenticidad gracias a la canonización en el corpus de las técnicas artísticas de los experimentos de la rue Fontaine. No se hizo más complicado separar la poesía de lo que no lo era, pero fue más difícil encontrarla tras el aluvión de bagatelas autorizadas que actuaron en descrédito del método, y que retiraron los piquetes que hasta entonces se habían mantenido firmes para proteger de los excursionistas el territorio de la poesía. La responsabilidad, de todos modos, no debe atribuirse a quienes descubrieron una veta misteriosa que después sencillamente nadie más supo o quiso explorar. Ese territorio sigue intacto, aunque la hierba de los alrededores haya sido aplastada por los domingueros y uno tenga que abrirse paso entre los cubiertos de plástico y las servilletas usadas que han dejado todos esos picnics en la periferia del misterio.

"Breton y Soupault eran conscientes de que estaban liberando un método peligroso, y una prueba de que con aquello no era conveniente jugar la tuvieron en las alucinaciones producidas por esa invasión voluntaria del inconsciente"

El experimento de Breton y Soupault carecía de precedentes —no se puede considerar una predecesora a Teresa de Jesús, pese a la invitación cursada por Breton, y cualquier hallazgo, desde Nerval a Lautréamont, no era sino eso: un descubrimiento que carecía de sistema—, pero la teoría tuvo al más inteligente y perceptivo valedor: varios años antes de que se echasen por primera vez las cortinas junto a la mesa del salón, Paul Valéry había mirado como por entre las grietas de los futuros experimentos de la rue Fontaine: “Algunos mecanismos generales o funciones han aprendido de la conciencia a ejecutar algunos actos tras numerosas repeticiones: los fenómenos extraños del inconsciente —la escritura automática, etc.— deben interpretarse de este modo” (1902). “Entre vigilia y sueño hay un estado intermedio en el que las sensaciones ya son casi nulas, pero el pensamiento todavía no es sueño. Si en ese estado se produce una sensación suficientemente intensa hay sorpresa, discontinuidad” (1903-1905). “En la vigilia los conjuntos de impresiones se limitan mutuamente, se determinan. En el sueño se combinan” (1915). Las combinaciones de la discontinuidad apresadas por la escritura automática abrieron ese territorio con el que Valéry, hasta entonces, sólo se había atrevido a soñar. Se desencantó con Breton y el surrealismo por razones muy distintas de la aparición de aquel librito en cierto modo irresponsable. Pero Aragon comprendió demasiado bien —mejor, tal vez, que el propio Breton— el peligro que la divulgación de aquel método hacía pesar sobre el mismo arte:

Reina la leyenda de que basta con aprender el truco para que de la pluma de cualquiera salgan textos de gran interés poético como una diarrea incontenible. Con el pretexto de que es surrealismo, el primer perro que llega se cree autorizado a igualar sus marranadas con la verdadera poesía, lo que resulta una comodidad maravillosa para la estupidez y el amor propio. Si uno escribe imbecilidades siguiendo un método surrealista, serán tristes imbecilidades. Sin excusas.

Una apertura tan brusca de la conciencia supone atravesar la antesala de muchos otros peligros. Breton y Soupault eran conscientes de que estaban liberando un método peligroso, y una prueba de que con aquello no era conveniente jugar la tuvieron en las alucinaciones producidas por esa invasión voluntaria del inconsciente, la excavación de minas intocadas en el más allá de la identidad. Breton, por lo menos, las sufrió. En las cercanías del Arco del Triunfo, en la plaza con forma de estrella que aún no tenía el nombre de un militar francés, el pánico se apoderó de él al ver que una nube de enormes insectos negros trataba de darle caza. Medio siglo más tarde, Terence McKenna, otro de los que interceptaron los mensajes de la emisora errante, se reencontró con esos aterradores insectos —como una línea de defensa dimensional— a miles de kilómetros de París. Los había visto aparecer entre los árboles de California, cuando, tras ingerir una dosis de DMT en campo abierto, se perdió en el bosque. Su visión de aquellas formas alargadas que acabaron acosándolo —y de las que han hablado antes y después de él muchos otros viajeros de la mente— cambiaron por completo su manera de entender la vida: “Pasas como a través de una membrana y llegas a un lugar. Te abres paso como puedes y entonces ves a los tykes, como yo los llamo: las máquinas-elfo automodificables que entonan canciones en un lenguaje hiperdimensional. Te rodean y dicen: Bienvenido, nos alegra tenerte por aquí.

Pero demasiado tarde te das cuenta de que eso no es ninguna bienvenida.

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Autores: André Breton y Philippe Soupault. Título: Los campos magnéticos. Traducción: Julio Monteverde. Editorial: WunderKammer. Venta: Todostuslibros.

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