Luis Mateo Díez. Foto Maya Balanya, ABC

Lo último que perdió el Comisario Urbina, muchos años después de la jubilación, fue el instinto, la facultad de valoración en el aprecio de las cosas y los sucesos, que iba unida a una peculiar perspicacia y sagacidad del entendimiento.

Lo perdió como se pierde uno más de los hábitos de la rutina que poco a poco desaparecen porque la vida se contrae con la edad y, casi sin darnos cuenta, dejamos de ser los  mismos en proporción a como dejamos de hacer algunas cosas que siempre hemos hecho.

El instinto había sido una fuente de inquietud en la vida profesional del Comisario. La inquietud de la alerta, que suponía la previsión de unas pautas en la reacción con que su mente iba a actuar, determinada en un orden de consideraciones que alimentaban el impulso de la misma, como si en la intención de descubrir o desvelar lo que se proponía existiera una razón profunda de la que ni siquiera precisaba percatarse.

—El móvil de un acto o de un sentimiento… —decía su amigo Carabia, que en una parte importante de la vida profesional del Comisario Urbina había actuado como forense, y al que recordaba refiriendo lo que el instinto debía al olfato, una sinuosa cualidad de predicción bastante atinada para las inmediatas averiguaciones.

—No sé si es un don o el incordio de una necesidad obsesiva, algo que orienta y desazona… —opinaba el Comisario Urbina, mientras el forense Carabia se encogía de hombros y matizaba con una media sonrisa compasiva.

—Tú aspiras y yo huelo al muerto… —decía entonces, convencido de que su amigo el Comisario estaba inducido por el estímulo de una suerte de perversión que no le dejaría en paz hasta que en la investigación desencadenada hubiese algún resultado.

El Comisario Urbina llevaba, desde su jubilación, la vida del viudo macilento. Nada había a su alrededor, ninguna obligación o dependencia familiar, y poco en lo privado, apenas el consumo de las jornadas que enfilan una existencia donde los únicos relieves son la percepción de la parálisis en las articulaciones, el frío cerebral de un estremecimiento en la media noche, o el grosor estreñido de la piedra en el intestino que detiene las mañanas con parecida terquedad a como lo hace el invierno en la cristalera de la galería.

—Es el residuo lo que queda como material inservible de un trabajo que duró tantos años… —musitaba el Comisario Urbina, y resultaba persistente su manía de remover los desperdicios que, no pocas veces, contaminaban su sueño, formando una masa compacta, en la que la suciedad de las pesquisas tenía parecido hedor a las culpabilidades, y en la frente sudorosa de los sospechosos se derretía un hollín que cegaba los ojos y sellaba la boca, cuando el indicio sobrepasaba cualquier duda de culpabilidad.

Los días iban haciendo mella en la distancia de aquel pasado profesional, que el Comisario Urbina reelaboraba con menos melancolía que desánimo, hasta que poco a poco, el pasado se escindió del presente, sin que ya el recuerdo funcionase con la prontitud solicitada, y fuera fiel al mecanismo que lo requería, de tal modo que los desperdicios se amontonaron  sin criterio y, al fin, como sucede en las escombreras, la masa compacta sedimentó en sí misma con la densidad de la propia mente del Comisario, un espesor de grumos y sucesos que le abocaban a lo que ya sin remedio debió reconocer como su envejecimiento.

Perdió el instinto y encontró el alivio que proporcionaba haberse liberado de la inquietud. Ya no percibía ninguna alerta, nada le motivaba a lo que no fuese un discurrir roto por cualquier contratiempo, el suceso que sobrevenía como una llamada de alarma, esa disposición que en el profesional resultaba como la obligación de una actitud de advertencia y espera.

El viudo macilento buscaba ahora, tantos años después, cierta reconciliación con las emociones y sensaciones que el antiguo profesional tuvo que usar a favor de su oficio. No ya una reconciliación eficaz y restauradora, pero sí lo suficientemente gratificante, como para recabar un gusto y un sosiego, a medio camino entre la placidez y el rédito de lo que pudiera considerarse un trabajo bien hecho. La contribución de ese trabajo, las costas exigibles del mismo, requeridas al menos como una modesta satisfacción.

A nadie se le paga como debiera hacerse, cuando todo se empleó en el cometido que le exigieron, y que él aceptó, no ya encantado, también entregado a la causa, hasta el punto de que vendió su vida, incluidos los sentidos y las emociones que esa vida precisaba, el total de una razón de ser y de una razón de existir. Mi instinto fue la pauta de mi comportamiento, y en el móvil atribuido a un acto o a un sentimiento hay suficiente instigación y sugestión para la que existe una propensión natural e indeliberada. Un resorte, un don, un incordio, algo que orienta y desazona. Las pulsiones del investigador, que ya tiene el caso entre las manos.

No veía a nadie. Había ido prescindiendo de cualquiera de las banales costumbres que le llevaban por el barrio, a veces a tomar un café, comprar el periódico, departir en la esquina con el ciego que le tenía reservado el mismo número, y cuando, atravesando el Puente Cabil, iba más lejos, lo hacía del modo más solapado posible, sin que en ningún caso le reconocieran o tuviese que responder a un saludo.

En la extremada vida del solitario, a la que siempre propendió, y muy especialmente desde la viudedad, el Comisario Urbina se fue haciendo consciente de la desposesión que aquello significaba, sin que le importase demasiado. Y en la pérdida del instinto, tras el vaciado de lo que hubieran sido algunas ilusiones o la vana pretensión de una felicidad apenas derramada en la pacificación que nivelase la salud del cuerpo y el espíritu, una misma tonalidad en el indolente paisaje de cada día, encontró el mayor desprendimiento, la cualidad de lo que se acaba o, mejor, se extingue, sin otra sensación que la de su inutilidad.

Fue entonces cuando desaparecieron por completo los síntomas de inquietud, aquellas nutritivas conmociones que procuraban la alerta y afinaban el entendimiento hasta extremos impensables.

Un sosiego menos imperceptible iba dominando el ánimo del Comisario Urbina, y el acopio de su retirada, el patrimonio que fortificaba la soledad cada día más floreciente, lo fueron reconvirtiendo en un ser tan ajeno como forastero, pugnaz en los hábitos reducidos, rehabilitado en la reconstrucción de una extrañeza, que ya nada tenía que ver con la ventura o el atisbo de alguna ilusión, apenas con el sumergido bienestar con que los ahogados consentidos se benefician de la luz en la superficie del agua templada.

Nadie impulsó, más allá de los trámites pertinentes, la investigación que motivaba la muerte del Comisario Urbina, cuyo cadáver apareció vencido en la nieve que hizo del invierno de Solba un féretro azulado que tardó en derretirse.

Ya no quedaban compañeros en la Comisaría del Distrito, y eran pocos los que en el vecindario del Barrio de Onda, donde vivía el Comisario, podían atestiguar que en los pasos del anciano hubiera una orientación acorde a su cabeza, apenas nadie le veía y con nadie cruzaba una palabra.

El cuerpo del Comisario reposaba de bruces sobre la nieve de la basura acumulada en un solar. Llevaba las gafas puestas, con los cristales astillados, y tenía una herida en la frente, y algunos hematomas en los brazos.

Las uñas rotas arañaban la nieve, y el labio partido parecía lamerla como el néctar de la congelación que, en algunos de los casos que el Comisario había resuelto, cuando el orden del entendimiento inducía las primeras previsiones, incitaba en su boca el sabor amargo de la saliva atormentada y, antes de escupir, pedía que un alma piadosa limpiara las esquirlas del hielo de los ojos del muerto, antes de cerrarlos para que su mirada se apaciguase.

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Este texto pertenece a la novela inédita Vicicitudes.

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