La editorial Alpha Decay compila algunos estudios del historiador de las ideas, filósofo y psiquiatra Jean Starobinski. Los textos se centran, en su mayoría, en la vindicación de la máscara dentro de la literatura francesa.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Interrogatorio de la máscara (Alpha Decay), de Jean Starobinski.
***
I
Persiste en cada uno de nosotros un rincón de infancia donde las máscaras son poderosas. Aparecen entre la noche y el día, pero anochece deprisa y todo un recinto ferial se ilumina para recibirlas. La gran locura del carnaval agita sus oropeles: el Príncipe de las Máscaras reúne su corte y exhibe una carcajada, rodeado por los restallidos del tiro a la rosa. Todo se aspira en un retumbante fuego fatuo que hace danzar sombras monstruosas. La alegría es una llama sin espesor que se deshilacha al encontrar el terciopelo profundo de la noche. Y en la cólera de los altavoces, las músicas fuertes y vulgares rivalizan como los pájaros de una pajarera gigante: se confunden y se anulan en un mismo rumor ecuánime y salvaje, que inquieta los corazones a la manera de un licor. Un genio malvado impacienta los caballos de madera y les proporciona ese galope infernal que no se detendrá hasta el fin del mundo… Y yo, niño en medio de todo eso, tan pequeño, tan desvalido en el frío nocturno colmado de miedos: ¿cómo adivinaría la llamada del placer en esta campana demasiado aguda? Tengo motivos para creer, más bien, que se han congregado todos los maleficios de los cuentos de hadas. Aquí estoy, perdido en los márgenes de un mundo patas arriba, preso del vértigo, al pie de un tiovivo que rueda hacia el negro del cielo, empujado por un impulso invisible. Tendría que estar contento, pero la angustia eriza mil espinas en mí. Esta felicidad no anuncia nada reconfortante, se mezclan demasiadas cosas estridentes; y esta alegría en la que me oriento mal sirve de pretexto de la máscara misterios horribles cuya amenaza se distingue vagamente en todas partes. Esta figura gesticulante que ahora me observa con sus dientes afilados y pálidos ¿cómo podría evitar ser malvada? Y este oso tan peludo ¿cómo renunciaría a hacer el oso, devorando a todos los que pueda devorar, aplastando a los otros con un solo golpe de pata (así lo afirma Grandes Chasses, mi libro preferido sobre la caza)? ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¿Qué me ocurrirá si pueden adivinar que estoy indefenso? ¿Perciben mi miedo? Soy un gato con botas, pero me siento muy poco transformado, muy poco protegido: habría querido convertirme en el Gato con Botas, pero en el interior no ha cambiado nada, nada ha dejado de ser yo mismo, ¿hemos de creer que estas botas, desencantadas para siempre, cubrirían siete leguas de un salto…? Solamente los otros parecen caer en la trampa: un diablillo negro me hace una reverencia y me dice con voz de niña: «Presenta mis respetos al marqués de Carabás, tu señor». ¡Ah! Empiezo a ser el Gato con Botas, porque los demás quieren creerlo. Respondo: «Llegaré en tres saltos ¡y él estará encantado!» Yo no estoy en riesgo, soy de los suyos. Mi miedo ya no me preocupa. Aquel que temblaba ante las máscaras ha sido olvidado, ha sido absuelto y es inalcanzable. Ya no existe. ¿Quién puede culparlo? Pero aquí hay una tribu de indios tatuados que nos rodean danzando a nuestro alrededor. ¿Van a arrancarnos la cabellera? No, nos toman de la mano y nos llevan con ellos. Ahora danzamos alrededor de otras máscaras y reímos sin saber por qué y gritamos a pleno pulmón. Pero sé muy bien que juego… En la boca, mi máscara se humedece y se ablanda; tiene gusto a cola, me recuerda la habitación de un enfermo. No importa, nos divertimos con estos indios.
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Parece que el carnaval poco a poco se ha excluido de nuestras costumbres, y con el carnaval, las últimas máscaras verdaderas. El emplazamiento urbano, transformado por la civilización «mecánica», ya no le es tan propicio como lo fue hasta principios del siglo XX. La tradición disminuye y se debilita, se convierte en brasas, luego en cenizas, pero todavía incuba un remordimiento. Es el momento para que los poetas se apoderen de él (y no han faltado poetas). Las últimas trazas serán custodiadas por la infancia, que es la heredera natural de todos los accesorios fastuosos o extraños de los que la humanidad adulta se ha despojado a lo largo de su historia: penachos de mosqueteros o de iroqueses, ritos y ceremoniales de caballerosidad… Así pasan a la categoría de juego genuflexiones y pompas protocolarias que otrora fueron rituales.
Sin embargo, hay muchas ciudades de Europa y de ultramar donde el carnaval subsiste. Y con una persistencia tan vigorosa, con un ritmo tan periódico que hay que suponer alguna necesidad funcional, tan rigurosa como el retorno de un astro a la eclíptica. Una vez al año, las máscaras se adueñan de la calle, imponen su ley, que es un rechazo de la ley cotidiana. Puede ocurrir entonces que casi todos los habitantes de una ciudad lleven la máscara y se entreguen al espectáculo: esto ocurría antaño en Basilea. No nos cuesta imaginar las razones que, en las ciudades severas, incitan al pueblo a practicar una jornada de locura donde se infringen las prohibiciones más constantes y donde la licencia da a los humanos el libre uso de su igualdad natural. Nada está prohibido cuando todo es igual. Las saturnales restituyen la tierra a Saturno, que es el dios de la edad de oro: es un simulacro de felicidad original de la que hablan las mitologías, un retorno a la inocencia de las energías primeras. Goethe, hablando del carnaval de Roma, confiesa la felicidad que él ha experimentado y se arriesga a calificarla: «estas horas paradisíacas…»
La tradición festiva, por un tiempo limitado, relajaba la imposición de los imperativos aceptados, la ley se invertía y la irreverencia no solamente se tornaba lícita, sino que adoptaba la autoridad aumentada de un ritual. Y ocurría a mayor beneficio de la autoridad. Cuando la ley ya no ejercía su autoridad, este eclipse de la ley no tardaba en suscitar el miedo. Su ausencia inquietaba. Había que encontrar la autoridad, recordarla. Y ésta retomaba todo su poder sobre los espíritus en cuanto se reinstauraba. La regla restrictiva salía reforzada de semejante suspensión, para mayor provecho de la autoridad restituida. Al aceptar y limitar por anticipado un rito subversivo, la disciplina social, habiendo dejado aparecer su reverso, aseguraba la renovación de su propia legitimidad. De esta forma, ese recordatorio de un estado de sociedad anterior a la aparición de los primeros grandes legisladores permitía renovar la sumisión a la ley. La regla social, al dejar ritualmente prevalecer su reverso durante un período muy breve, provocaba así el deseo de su reinstauración en todo el espectro de la sociedad, para poner fin a la experiencia del desorden. Así se renueva un equilibrio que se arriesga a perecer bajo una disciplina continua. La regla sale reforzada de una suspensión así. De modo que al aceptar y limitar por anticipado un rito subversivo, la disciplina social favorecía la renovación de su propia legitimidad. La fiesta ritual, como se ha recordado a menudo, consume de un solo golpe las fuerzas que habrían podido producir la subversión si hubieran estado actuando a lo largo de un año. La ciudad contará con menos endemoniados si durante tres días puede permitir a sus habitantes abandonarse a sus demonios. Pero cuidado con las ciudades donde las máscaras se negaran a abandonar el lugar y se instalaran a lo largo de un año. La relación con las máscaras, entonces, ya no sería episódica. Se habrían convertido en parásitos permanentes. La profusión de máscaras habrá sido el índice de un progreso de la anarquía, la señal de que el orden y la ley han perdido definitivamente la partida.
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Autor: Jean Starobinski. Título: Interrogatorio de la máscara. Traducción: Javier Guerrero. Editorial: Alpha Decay. Venta: Todos tus libros.
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