Buena parte de los libros de cuentos reúnen un heteróclito número de piezas bajo el título de una de ellas. No suele haber en ellos un tema fundamental. Yo prefiero los que no rotulan el volumen con ninguna de las piezas agavilladas porque es el conjunto de estas el que trasmite una visión unitaria de la vida o aborda una preocupación principal. Esto último ocurre en el sorprendente Gagarin o la triste certeza de viajar solo, donde ninguno de sus cuentos se rotula como el volumen. Tal rótulo, en verdad inspirado, lleva un mensaje sugeridor, insinúa algo con su punta de misterio. Menciona a un personaje recordado por mucha gente, el cosmonauta soviético que alcanzó por primera vez el espacio, y sugiere una experiencia humana, la soledad en un viaje que, por supuesto, no ha de ser al exterior, sino interior. El título, además, tampoco remite a anécdota alguna de los cuentos. Ni el valiente astronauta ruso ni nada lejos de la corteza terrestre aparecen en un libro que, muy al contrario, trata de gente común, nada heroica (salvo por el heroísmo de sobrevivir día a día) y que no despega un centímetro los pies del triste espacio que pisan.
El narrador va dejando en los respectivos relatos en primera persona miguitas de pan que permiten reconstruir sus andanzas interiores. Dice el de “Donde nadie me esperaba” que no “tenía la más remota idea sobre qué debía continuar haciendo con su existencia”. Confiesa el de “Inevitablemente corto”: “En ocasiones pienso que el tiempo va apartando nuestras aspiraciones a toda velocidad”. Y el fontanero de “No necesito nada más”, a quien llama una señora para que repare la vieja lavadora, explica que “no encontraba sentido a nada de lo que allí estaba sucediendo”.
En efecto, los cuentos de Gagarin constituyen un creativo repertorio de situaciones marcadas por un algo que amenaza la normalidad, o directamente por la extrañeza. A veces ocurre de entrada y supone una tensión que marca el cuento de comienzo a fin. Sucede en la anécdota en que alguien siente un algo extraño debajo de la bañera, seguido del descubrimiento de que allí se hallan los restos del perro desaparecido hace años y finalizado con un nuevo presentimiento de una presencia sorprendente. Otras ocasiones lo raro se produce como por añadidos que llegan a la saturación. Se encuentra en el caso del empleado de una gasolinera entretenido por falta de clientela en elaborar unas elementales cerámicas. Su rutina se ve alterada por la presencia de un misterioso cliente, por la aparición de un presunto timador que suplanta al dueño y por una asidua al bar aleñado a la gasolinera.
Estas sensaciones se soportan sobre varios recursos que marcan los cuentos. El primero es un determinado tipo de personajes, con algo de selección social aunque no con una finalidad sociológica o testimonial. Llama la atención la repetida precaria situación económica: uno sufre por no tener un poco de dinero para hacerle un pequeño regalo a una niña; otro “casi no tenía dónde caerse muerto”; un tercero desconoce los derechos laborales y recibe una retribución mínima por su trabajo; en fin, otro más apenas logra un poco de dinero con ocupaciones eventuales.
Predominan en el libro las gentes humildes: al fontanero o empleado de gasolinera aludidos se suman otro repartidor en una agencia de transportes que antes fue futbolista y ahora merodea por las tabernas, un drogota que acude a una farmacia en búsqueda de estimulante, un modesto repartidor que presta su camioneta a un desconocido, un joven en situación de gran pobreza que visita a su padre demente, un parado que aguarda impaciente una entrevista de trabajo como vigilante de seguridad, un pequeño colaborador en el tráfico de droga que solo aspira a vivir sin miedo…
Un segundo rasgo se encuentra en los escenarios. Llama la atención que los cuentos no tengan emplazamiento español. La mayor parte se localizan en Norteamérica y un par de ellos en Gran Bretaña. Pero sin detalles específicos, salvo indicios como un hijo voluntario en la guerra de Irak o una mención a un campamento indio. Casi sin mención tampoco de ciudades concretas. Se trata de una estilización costumbrista, manera de restar localismo nacional y de añadir un margen de exotismo, aunque no muy intenso.
A estos rasgos se añade el más importante, el definitorio del autor: profunda convicción en que un cuento debe referir un suceso, gran capacidad para formular una situación original y destreza para ahormarla como un episodio singular que se dispara hacia el desenlace; desenlace que busca la clásica sorpresa pero que también se abre a lo indeterminado y llega a reclamar la colaboración del lector.
Los cuentos de Gagarin no tienen moralina ni lección, pero sí implican una desasosegante consideración de la vida. En ella entran algunas referencias a la organización social: de matute se cuela una visión oscura de la familia, de la pareja y de las relaciones sentimentales. Pero es algo más genérico lo que presenta José Moreno. Hay un poso a lo Carver en sus historias, un retrato de lo doméstico que apunta al desastre que anida en la aparente normalidad. Aunque con tono no tan drástico como en el narrador americano (más bien cercano al tono neutro del olvidado Ignacio Aldecoa). José Moreno permite en algunos casos que la vida siga imperturbable. Eso sí, sin grandes ni falsas esperanzas. De todos modos, aunque no llegue la tragedia, la imposibilidad de realizar los sueños y de tener una existencia mejor se presenta con fuerza impactante.
José Moreno ha compilado en su magnífica colección de cuentos, una de las mejores que he leído en mucho tiempo, un catálogo de desesperanzas, desilusiones, fracasos, rutinas, culpabilidades… Todo ello queda subsumido en un vibrante inventario de soledades.
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Autor: José Moreno. Título: Gagarin o la triste certeza de viajar solo. Editorial: La Navaja Suiza. Venta: Todos tus libros.
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