Cuando se rescataron del fondo del océano los restos del Titanic, apareció un violín de factura alemana que perteneció a Wallace Hartley, músico que viajaba con su banda en el momento del naufragio. A partir de ese dato histórico, el violinista, compositor y director de orquesta Pablo Martos Lozano ideó para el coloquio sobre Joseph Conrad y el Titanic, organizado por la asociación de la Cuesta de Moyano y por Zenda, un programa musical que girara en torno a ese instrumento, el violín, con un elemento adicional: el bandoneón y su sonido marino por excelencia. No en vano alcanza su mayor reconocimiento al cruzar el Atlántico desde Alemania hacia Argentina, para convertirse así en el alma de la música del tango.
El escritor Ray Loriga, apasionado lector de Conrad que estuvo entre el público esa tarde, dice que el Dry Martini es el único mar que tiene Madrid. Pues, de ahora en adelante, es posible decir que al blanco seco que le atribuye Loriga a Madrid se le suma ese otro mar de sonidos que Pablo Martos y Claudio Constantini desplegaron en la Cuesta de Moyano, convertida por unos minutos en costa. Una especie de arrecife de belleza, un hilo de agua en el duro cemento de Atocha.
No basta con un océano, hace falta una navegación, y eso fue lo que diseñó Pablo Martos en el programa musical de esa tarde. Según explicó el violinista y compositor, para la época en que el Titanic emprende su viaje —año 1912, es decir, comienzos del siglo XX— predominaban las músicas de salón. Las grabaciones aún no estaban en boga, y por lo tanto, todo aquel que deseara escuchar música debía interpretarla. En la investigación histórica previa, Martos dio con «Salut d’amour», una pieza del compositor británico Edward Elgar, que posiblemente sonó en la embarcación, ya que se convirtió en una de las piezas más populares de la época.
Al igual que el violín de Hartley fue un regalo de su amada, «Salut d’amour» fue un regalo de compromiso que Elgar realizó para Caroline Alice Roberts. «Esta partitura fue un éxito de ventas debido a la costumbre de las clases burguesas por hacer música en un entorno doméstico y debido a la belleza y popularidad que esta pieza alcanzó en la Inglaterra victoriana», explicó Martos a los asistentes antes de comenzar su interpretación.
La segunda pieza elegida para el repertorio fue «Danza española de Granados, Nº5 Andaluza». Se trata de una pieza de salón que igualmente conserva la forma de lied o canción. La elección tuvo, también, un motivo tanto alegórico como marítimo. El compositor Enrique Granados, contó Pablo Martos, murió en alta mar como pasajero del navío Sussex, derribado por un submarino alemán. El compositor, que ya se encontraba en un bote salvavidas, se lanzó al agua para salvar a su esposa, pero murió en el intento.
Según testigos del naufragio, la canción «Nearer My God to Thee» fue la última pieza que los músicos de la embarcación interpretaron mientras el Titanic se hundía. Con un arreglo musical compuesto por Pablo Martos exclusivamente para la conferencia sobre Conrad en la cuesta de Moyano, este himno cristiano del siglo XIX —cuya traducción al castellano sería «Más cerca, oh Dios, de ti»— sonó en una versión en la que el bandoneón hizo las veces del viento marino y el violín la voz melancólica de la plegaria.
Como cierre, los músicos eligieron, «Liebeslied», del violinista y compositor de origen austríaco Fritz Kreisler, un lied o canción de amor, típico de la tradición vienesa, que conservó su título en alemán, no como Elgar, que decidió traducir el título de su pieza al francés para ser más comercial. «Esta composición de Kreisler representa una época en la que el violín debía de imitar al canto con todos los requiebros similares a los de la voz, vibrato, glissandi expresivos, es decir, arrastrar el sonido de una nota a otra, que es una herencia interpretativa de los grandes violinistas, que en el XIX imitaban al canto con el violín como Beriot, Viotti y Paganini».
Está claro que esa tarde, en Madrid, quienes cruzaban de prisa en dirección al Retiro o aquellos a los que el reloj les apretaba la muñeca con el tiempo justo para llegar a la estación de trenes, un mar excepcional se abrió ante sus oídos y, quién sabe, por qué no, también ante sus pies.
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