Foto de portada: Daniel Mordzinski
«Miguel Barrero despliega una prosa formidable, lúcida y precisa como su mirada», afirma Leandro Pérez en el prólogo de Siempre de paso, una obra en la que la editorial Pez de Plata recoge varios artículos publicados por Miguel Barrero en su blog de Zenda, de mismo título que el libro. Barrero avanza con tino, eficacia y buen gusto por el mundo literario de nuestro país. Con cada nueva entrega apuntala una carrera sólida y robusta. Su primera obra, Espejo, ya recibió un galardón, el Premio Asturias Joven de Narrativa, y también fueron premiadas las siguientes, Los últimos días de Michi Panero, Premio Juan Pablo Forner, y La tinta del calamar, Premio Rodolfo Walsh. El rinoceronte y el poeta (2017) es su última novela, a la espera de su nueva narración.
Conversamos con él sobre Machado, Aute, Buenos Aires y cementerios.
—«Que el pensamiento es estar siempre de paso». La frase de Luis Eduardo Aute dio nombre a un blog en Zenda que ahora se ha convertido en libro. La idea de escribirlo se la propuso Miguel Munárriz en una cafetería de Gijón con el propio autor de «Al alba» de padrino. ¿Cuánto echa de menos a Aute?
—La muerte de Aute me apenó mucho, en parte por las circunstancias en que se produjo, en el periodo más duro de la pandemia y sin que se le pudiera brindar una despedida a su altura, y también por la tristeza que causó a algunos amigos comunes y porque, a raíz de aquel encuentro en Gijón, llegamos a iniciar un intercambio de correos electrónicos que quedó interrumpido con su enfermedad. Ahora bien, no sé si puedo decir que lo echo de menos porque, en mi día a día, Aute sigue estando. Rara es la semana en que no escucho alguna de sus canciones, y siempre tengo a mano sus libros de poemas y las cosas que aprendí gracias a sus versos, que fueron muchas.
—Su primer artículo para Zenda fue sobre los Panero. ¿Hay alguien más maldito en nuestra literatura que ellos? ¿Por qué nos atrae tanto su historia?
—Alguno ha habido, pienso por ejemplo en Alejandro Sawa, pero es verdad que los Panero han terminado erigiéndose en una especie de epítome del malditismo patrio, principalmente por sus propios méritos. Supongo que su historia nos atrae porque representaron ante los ojos de toda España ese mandato edípico que obliga a matar al padre. Es gracioso. Los Panero ocuparon una buena parte de mi juventud, hasta el punto de que llegué a escribir una novela y dirigir un documental sobre ellos, pero los tenía ya bastante olvidados cuando, aquella tarde de verano, Miguel Munárriz me propuso colaborar en Zenda. El caso es que, unas semanas después, caí en la cuenta de que iban a cumplirse cuarenta años del estreno de El desencanto. Aquel artículo que inauguró mis colaboraciones en Zenda —y que figura en Siempre de paso, es el que lleva por título «Esa familia tan extraña»— era una revisión de otro que había publicado once años atrás en una revista literaria de vida tan subterránea como efímera, una revisión enriquecida que añadía algo que supe mucho después de dar por terminada mi investigación paneriana: esa frase que, de vuelta en Astorga, pronunció el menor de los hermanos y que usé para concluir el artículo: «Fuimos un poco cabrones con nuestro padre».
—En su libro La tinta del calamar el protagonista es otro «maldito», Rambal, toda una leyenda del lumpen gijonés que murió en circunstancias misteriosas. ¿Qué le atrajo de este personaje para escribir un ensayo sobre su vida, y sobre su muerte?
—Me atrajo la forma en que murió, asesinado a cuchilladas; me atrajo el que nunca se llegara a detener al culpable, pese a la abundancia de testigos y testimonios; y me atrajo, sobre todo, la época en que se produjo y el modo en que la ciudad entendió que ese crimen marcaba un antes y un después, una especie de punto y aparte a partir del cual las cosas iban a empezar a ser distintas. Es un libro que escribí en una clave eminentemente local, pero que, para mi sorpresa, ha ido encontrando lectores en los lugares más insospechados. Después de su publicación, empezó a darse una especie de redescubrimiento encabezado por Rodrigo Cuevas que ha generado situaciones curiosas. Hace cosa de un año vino a verme un chico que quería preparar una película a partir de La tinta del calamar, y poco después me escribió desde Portugal una chica que se estaba planteando un montaje teatral. De vez en cuando solicitan que responda entrevistas para medios de lo más variopinto, y en fin… Supongo que es una muestra de eso que siempre se dice de que no hay nada más universal que lo local.
—En su blog de Zenda escribió sobre uno de los autores más reivindicados y quizás menos leídos y reconocidos de nuestra literatura. ¿Por qué no triunfó Cunqueiro como sí lo hicieron los del realismo mágico del otro lado del charco? ¿Es usted más de Mondoñedo o de Macondo?
—Imagino que porque siempre fue una rara avis. Su concepción de la literatura no encajaba en una época en la que ésta se polarizaba entre los partidarios de la dictadura y sus detractores, y cada uno de esos grupos abrazaba una estética concreta y observaba con cierta desconfianza a quienes elegían un camino propio. Acaso tuvo que ver también su desencuentro con el régimen, que se dio por una cuestión más relacionada con la picaresca que con la ideología, y el hecho de que escribiera la primera versión de sus novelas más definitorias en gallego y en lugares como Mondoñedo y Vigo, lo cual implicaba entonces escribir en una lengua secundaria desde la periferia de la periferia. En cuanto a mí, soy de Mondoñedo y de Macondo, y también de Comala y de Santa María. Defiendo que Cunqueiro se anticipó a una interpretación del mundo que triunfaría años después al otro lado del Atlántico, pero con eso no le quiero quitar méritos a nadie. Yo disfruto por igual con unos y con otros.
—Uno de los posts que más éxito tuvo fue el de Unamuno, publicado antes de la película de Amenábar. ¿Cuánto hay de verdad, y cuánto de mito, en ese desencuentro entre el escritor vasco y el legionario Millán-Astray en la Universidad de Salamanca?
—Bueno, a estas alturas está bastante claro que el desencuentro fue verdad, sobre todo después de las investigaciones que ha llevado a cabo el matrimonio Rabaté y de la importantísima aportación que han hecho Manuel Menchón y Luis García Jambrina en el documental Palabras para un fin del mundo y en el libro La doble muerte de Unamuno. Lo que sí se inscribía en los dominios del mito era el discurso que Unamuno habría pronunciado en el Paraninfo de la Universidad aquel 12 de octubre de 1936 y cuya literalidad nadie cuestionaba, o no en exceso. Varios meses después de que yo publicara aquel artículo, empezaron a aparecer documentos que arrojaron nueva luz sobre ese acto y demostraron que aquellas no habían sido las palabras exactas, aunque su contenido, en esencia, fuera el mismo.
—También fue muy popular el artículo en el que narra el estrambótico entierro de Valle. En el cementerio de Boisaca la comitiva funeraria se encontró con un grupo de derechistas exaltados que habían organizado una especie de macabro carnaval: llevaban sobre una tabla un perro muerto al que pensaban sepultar al lado mismo del escritor. Parece que el esperpento no le dejó descansar al autor de Luces de bohemia ni siquiera muerto.
—Creo recordar que en el artículo digo que eso es lo que cuenta la leyenda, y lo digo porque parece ser que en realidad no sucedió así y que el relato del entierro se urdió a posteriori, imagino que para dar un toque esperpéntico, como dices, a las galas de un difunto tan ilustre. A la luz de su biografía, parece como si Valle-Inclán hubiese estado desde el principio predestinado a fundar el género que fundó. Fíjate: cuando viajé con mi pareja a la isla de Arosa no tenía la menor intención de escribir nada sobre Valle, pero en un momento dado nos perdimos en la parte antigua de Villanueva y, para nuestra sorpresa, terminamos en una calle que se llamaba Divinas Palabras. Cómo no vas a sacar un artículo de ahí.
—¿Qué vemos reflejado, y a quiénes, en los espejos cóncavos del Callejón del Gato en este 2021?
—Los espejos del Callejón del Gato, ante los que me gusta pasar siempre que ando por Madrid, nos devuelven siempre el mismo reflejo, ése que muestra la imagen deformada de quienes decimos ser. Es decir, que quizá lo que hagan sea desvelarnos quiénes somos realmente.
—Ahora, como gestor cultural —director de la Fundación Municipal de Cultura de Gijón—, tiene una relación bastante estrecha con la política. David Felipe Arranz afirmó en una entrevista para Zenda que los políticos tienen un bajo nivel, tanto en el gobierno como en la oposición. ¿Está de acuerdo?
—No. Me parece una generalización tramposa, como casi todas. En primer lugar, la política es un reflejo de la sociedad, ni más ni menos, y el talento, la pericia, la incapacidad o la indolencia se dan en ella en el mismo porcentaje en que se dan en cualquier otro ámbito, como pueden ser el periodístico o el universitario, que imagino que Arranz conoce bien, y en los que ni mucho menos es todo el monte orégano. Para seguir, ese tipo de afirmaciones suelen provenir de una cierta idealización del pasado que no se ajusta a la verdad. Ya lo decía Manrique, cualquier tiempo pasado fue mejor, pero sólo según nuestro parecer. Hay ejemplos de sobra para poner en evidencia el trampantojo. Muchos de quienes ensalzan hoy la altura de miras de Rubalcaba estuvieron entre las voces que lo acusaron de haber organizado el 11-M, y entre los que definen a Felipe como un verdadero hombre de Estado figuran muchos de los que en su día pidieron su dimisión. Qué decir de lo bien que se habló de Suárez cuando dejó la política y lo mucho que se lo vituperó mientras gobernaba. Antes de decir que los políticos de hoy no dan nuestra talla, quizá debiéramos ir a mirarnos un rato en los espejos cóncavos del Callejón del Gato. Si echamos un ojo a la política «de antes», no tenemos que rebuscar mucho para dar con ministros y vicepresidentes que acabaron en la cárcel o incluso con un golpe de Estado. Por otra parte, cuestionar la política nunca es buen negocio, porque entonces se abren las puertas a lo contrario de la política, y eso sí que arroja siempre resultados nefastos.
—¿Cómo ha vivido en primera persona la cuarentena de la cultura?
—Bastante mal, para qué voy a mentir. La incertidumbre, la incapacidad de dar respuestas rápidas en una situación en la que ninguno sabíamos apenas nada, la responsabilidad de tener en mis manos, desde mi modestísima parcela, la supervivencia de un sector que ya de por sí está instalado en la precariedad… Fue muy difícil y muy duro, pero estoy muy satisfecho de no haber cancelado nada y de haber conseguido ir recolocando las cosas que había dejado en suspenso a medida que la situación lo fue permitiendo. El mérito no es sólo mío. Tengo la suerte de trabajar con gente que es capaz de montar un concierto de los monjes de Silos en el noveno círculo del infierno.
—Durante el confinamiento a unos les dio por las tartas, a otros por ser TikTokers, y usted aprendió a tocar la guitarra gracias a los vídeos de Pancho Varona. ¿Se acabará contando toda esa experiencia pandémica que vivimos en novelas, o solo pensamos en olvidarnos de esos meses? Rosa Montero ha declarado que los efectos de esta crisis llegarán a los libros en diez años, cuando lo hayamos digerido. ¿Hay un futuro para la literatura COVID?
—Antes de responderte, déjame decir que hace poco pude conocer a Pancho Varona y me emocioné más que cuando tuve delante a Leonard Cohen… En cuanto a la pandemia, se acabará contando, claro. De hecho, se está contando ya. Lo hizo Jordi Doce en un diario y lo hace, y muy bien, Antonio Muñoz Molina en su último libro, y son sólo dos ejemplos. Ahora bien, ni siquiera hemos salido de ella por completo, y estas experiencias tan duras, tan traumáticas, tan definitorias de un periodo histórico concreto, necesitan un tiempo de sedimentación antes de verse reflejadas no ya en la literatura, sino en cualquier disciplina intelectual o artística. La pandemia ha cambiado muchas cosas, seguramente más de las que nosotros mismos creemos, y todavía tenemos que ver hasta dónde llegan verdaderamente esos cambios y las secuelas que nos dejan en todos los aspectos. Y al final, de esos mimbres, como siempre pasa, saldrá literatura.
—Viajar es una de sus grandes pasiones. Viajar detrás de las huellas de los escritores que admira, como Montaigne. Y también, visitar cementerios, como el de Orense y el de Zamora, para luego contarlo. ¿Qué tienen de literario estos lugares para usted?
—Mi amigo el escritor José María Pérez Álvarez es mucho más metódico que yo en estas cosas. Tengo que decir que no visito todos los cementerios que me salen al paso, sólo aquellos en los que están enterrados personajes que, por una razón u otra, me interesan. No obstante, creo que es innegable que los cementerios explican, a su modo, la historia y las características de los lugares cuyos muertos custodian. En el caso de Orense, fue un amigo con el que viajaba el que quiso ir a ver la tumba de José Ángel Valente. La noche anterior, le comenté a Juan Tallón que me iban a llevar al cementerio y él me recomendó una serie de tumbas que no podía perderme. En cuanto a Zamora, estuve viviendo en la ciudad seis o siete meses, porque Sofía, mi pareja, tuvo que trasladarse a trabajar allí y yo me fui con ella, y una mañana, cuando faltaban unos pocos días para que la abandonáramos, me dio por acercarme al cementerio en busca de Claudio Rodríguez y Agustín García Calvo.
—A mí de su tierra hay dos cementerios que me encantan: los de Avilés y Luarca.
—El de Avilés lo conozco poco, fíjate, y eso que lo tengo cerca. Creo que sólo he estado una vez y fue para acudir a un entierro, así que no lo tengo muy recorrido, pese a que sé de sus atractivos. En el de Luarca sí que he estado unas cuantas veces y tengo que darte la razón: si no fuera porque uno va allí a lo que va, podría hasta decir que es un lugar paradisíaco.
—Después de cruzar el charco regresó a España con sendas crónicas de Asunción, Buenos Aires y Montevideo. ¿Qué país le marcó más?
—Buenos Aires me deslumbró y Montevideo es una de las ciudades con más encanto que he conocido nunca. Sin embargo, le cogí un cariño tremendo a Asunción, una ciudad horrorosa desde cualquier punto de vista urbanístico y estético, pero dotada de una humanidad y un carisma que la hacen irresistible. Cuando aterricé allí, después de doce horas de vuelo, estuve a punto de echarme a llorar, porque pensaba que no había hecho el esfuerzo de vencer la aerofobia que padecía para verme en un lugar como aquél. Unos días después, me daba una pena inmensa abandonarla.
—El libro empieza en Machado y termina en Machado. El primer capítulo es en Colliure y el último en Soria. Usted ha hecho el viaje al revés.
—Es que yo conocí Colliure antes que Soria, y conocí Soria justamente porque me invitaron a presentar allí el libro que escribí después de los dos viajes a Colliure de los que hablo en este libro. Fue casi un círculo perfecto, pero trazado a la inversa, como bien dices. En cualquier caso, ir a contracorriente siempre es más divertido.
—Machado murió en la extrema pobreza. Cuenta en su libro una anécdota terrible: Machado y su hermano —José— tenían que bajar por separado al comedor porque solo tenían una camisa, que debían compartir por turnos. España maltrató a uno de sus mejores poetas en vida, pero muerto no le ha ido mucho mejor. ¿Por qué este olvido?
—En España se nos suele dar bien eso de maltratar a la gente en vida, no olvidemos que Cervantes murió en la pobreza más absoluta. Tampoco creo que sea una costumbre únicamente española, pero a falta de datos que me permitan cotejar la cuestión con otros países, sí es cierto que por nuestros pagos sucede con frecuencia. El caso de Machado fue especialmente sangrante por las circunstancias que le abocaron a morir en el exilio, pero no creo que esté tan maltratado por la posteridad como dices. Su obra se estudia en los colegios y en los institutos, sus libros se reeditan constantemente, sus poemas se siguen leyendo, algunos hasta se cantan gracias a la benéfica intercesión de Joan Manuel Serrat, y tanto en su tumba de Colliure como en la sepultura de Leonor, en Soria, hay siempre ramos de flores frescas. Quizá se conozca menos su faceta ensayística, con esa joya que es el Juan de Mairena, pero creo que todo el mundo asume que Antonio Machado es uno de nuestros más grandes poetas, y está bien que sea así, porque así es.
—Terminamos con la maravillosa portada de su libro, una ilustración a partir de la sensacional foto de Daniel Mordzinski. Del fotógrafo argentino dijo usted hace poco en Twitter: «Uno nunca sabe cuándo ni dónde va a aparecer Daniel Mordzinski, pero Daniel Mordzinski siempre sabe cuándo y dónde va a aparecer uno». ¿Qué simboliza ese sombrero lanzado al aire?
—Voy a contar un secreto: esa foto salió a la octava o novena toma, porque no había forma de que el dichoso sombrero volara tal y como Mordzinski quería, para regocijo de Alberto Manguel, que contemplaba la escena muerto de risa. En cuanto a lo que significa el sombrero lanzado al aire, habría que preguntárselo a Mordzinski, que fue el que me pidió que lo lanzara. En lo que a mí respecta, sólo puedo decir que, teniendo en cuenta que yo de pequeño lo que quería era ser Indiana Jones, pues ni tan mal.
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