Isabel San Sebastián regresa con una nueva entrega de su épico relato de la Reconquista, La Temeraria (Plaza y Janés), centrado en la reina Urraca, la primera soberana de pleno derecho en Europa. Con esta historia demuestra una vez más que hay mujeres que, desde el pasado, nos siguen sirviendo de referencia para entender con lucidez nuestro presente.
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—¿Por qué casi nadie conocíamos, ni siquiera los historiadores, a este personaje?
—Fuera de León, casi nadie, es verdad. Yo creo que la historiografía ha sido terriblemente injusta con la reina Urraca. En su momento, en las crónicas contemporáneas de aquella época, como la Historia compostelana o las Crónicas anónimas de Sahagún, fueron implacables con su persona; de una crueldad brutal. Y luego, los sucesivos historiadores han ido bebiendo de esas fuentes ocultando, apartando, silenciando, hasta hacerla prácticamente desaparecer. Y la verdad es que Urraca es un pedazo de persona. Con sus complejos matices, claro, pero precisamente esos matices la hicieron grandiosa; una grandísima reina.
—En esta novela y en su protagonista, a diferencia de la novela anterior, hay muchas sombras.
—Claro. Porque Urraca fue una mujer sobresaliente en muchos aspectos, pero no dejó de ser una reina totalitaria, altomedieval, cruel, implacable en sus juicios.
—Muniadona, la fiel dama de compañía, leal y buena, compensa esa crudeza.
—Sí; Muniadona es la narradora de la historia porque es mi mirada. Y la reina, a pesar de la confianza depositada en esta mujer, a veces se muestra arbitraria e injusta con ella en muchas ocasiones, porque fue una reina tiránica, como todos los monarcas de aquella época. En la novela se comporta como debía ser, claro. Yo no he querido hacer el retrato de una reina idílica, constitucional y democrática, porque aparte de inverosímil, habría sido una imbecilidad. Estamos en el siglo XII.
—Pero un autor siempre termina cogiendo cariño a sus personajes.
—Claro que sí. Yo siento por Urraca mucha compasión y mucha admiración también. Porque perfectamente podría haber renunciado al trono, que fue para ella un potro de tortura, y a esa corona de oro, que en su reinado le pesó como una corona de espinas, y sin embargo no lo hizo. Aceptó su responsabilidad y durante veinte años se mantuvo leal a ella. Cometió errores y actos bárbaros, pero también trató de evitar otros actos terribles cometidos por parte de su marido, Alfonso, llamado “el Batallador”.
—¿Ha tratado, en su novela, de resaltar la parte de luz de esta reina tan compleja?
—No. Pero digamos que la historiografía ha sido tan injusta con ella resaltando solo lo oscuro que me parecía de justicia compensar un poco en mi novela; que había que contar también su faceta más tierna, más humana: la de madre, la de mujer enamorada, la de amante.
—¿Qué tiene esta mujer de actual?
—Tiene muchísimo. Fue la primera soberana que dictó un fuero en el que se precisaba que los derechos contemplados en dicho documento eran iguales “para hombres y para mujeres”. Ella fue una mujer físicamente maltratada (su marido, el rey, le pegaba palizas, eso está en las crónicas) y ella se repuso a esa vejación y a esa herida, y hasta fue capaz de denunciarlo en una carta escrita a uno de sus familiares. Bien es verdad que lo adujo como argumento para poderse separar de ese hombre, al que detestaba casi tanto como él a ella. Pero lo hizo, y eso es de una gran modernidad. Es, de alguna manera, una mujer contemporánea, a través de los siglos.
—¿Percibes que Urraca te ha dado la oportunidad, como escritora, de construir un personaje complejo?
—Sin duda alguna. Urraca es un personaje en sí mismo de tal potencial que ha habido que añadirle muy pocos aditamentos para que saliera un relato lleno de emoción, aventura y acción. Lo que yo he añadido es la mirada de su criada, Muniadona, que la describe en su faceta más humana. Pero por lo demás, casi todos los hechos que se cuentan en esta novela están en las crónicas. Lo que faltaba era eso: una mirada un poco más indulgente, un poco más cómplice, un poco más comprensiva. Probablemente una mirada de mujer. Pero al mismo tiempo una mirada de novelista, porque hay alguna biografía contemporánea de Urraca que solo se fija en los decretos que firmó, en las fechas, las formas… De una manera muy fría. Yo quise rescatar al ser humano.
—El retrato de Urraca como madre es muy singular en esta novela.
—Las reinas medievales, igual que los reyes medievales, actuaban como yo lo cuento en la novela. Sus hijos nunca se criaban con sus padres, porque si ocurría cualquier cosa, como una aceifa musulmana, o una peste, o cualquier otro peligro, el heredero tenía que estar protegido. Por eso se criaban en otros sitios. Y los reyes ya sabían lo que había. En el caso de Urraca, ella no tenía un reino fijo, iba a caballo de allá para acá. Así que engendraba, paría y dejaba a los hijos al cuidado de una familia de confianza hasta que se hacían mayores.
—Hablamos de reinados y pensamos en un palacio y una reina sentada en un trono, pero nuestra Edad Media no fue así. Eran reinos y reyes itinerantes. Esta novela es también un libro de viajes.
—Urraca no paraba de viajar. Recorría sus posesiones del norte tratando de trazar acuerdos y resistir levantamientos. Imagino que, subida en una mula durante días y días, desarrollaría hemorroides, claro. Después de cuatro partos, con la alimentación de la época, pobre en fibra, y subida a una silla de montar, imagino que las tendría, claro. Este dato, que puede parecer superficial o irrelevante, a un novelista le sirve para construir la parte humana del personaje. Éste y tantos otros, claro. Es que imagínate: esta mujer se pasó veinte años cabalgando: de León a Palencia, de Palencia a Sahagún, de Sahagún a Santiago, de Santiago a Oviedo, de ahí a Aragón. Viajando por su reino durante toda su agitada vida.
—Hay mucha épica también en esta novela.
—Sí, pero no por su manera de reinar, o no sólo, sino sobre todo porque tenía al enemigo en casa: la casaron contra su voluntad con Alfonso, llamado el Batallador, el “Monje Guerrero”, que detestaba la compañía de las mujeres. Mucho se ha hablado de su posible homosexualidad. O al menos, ese adjetivo de “casto” debía de venir de algún sitio. Efectivamente, se casó ya mayor, para la época, y nunca se le conoció amante ni descendencia. Aquello, para nuestros ojos del siglo XXI, no tiene importancia, por supuesto, pero en la Alta Edad Media, y para un monarca, era un hecho absolutamente anormal. Y además estaba muy mal visto. Entonces, lo obligan a contraer matrimonio con Urraca, a la que detesta por muchas razones. Así que decide arrebatarle el trono, pero ella no se deja. ¿Y qué hace él? Pues golpearla físicamente, intentar vejarla, insultarla y enfrentarse en el campo de batalla. Y esa es la relación a la que a ella la condena ese matrimonio de Estado. Pero Urraca tiene una conciencia clara de que es la reina de León y emperatriz de España, por lo que para luchar contra los almorávides se une de nuevo a su marido. Cuando se trata de defender la frontera de la Cristiandad ambos unen sus ejércitos, porque tienen muy claro que, como reyes de la Cristiandad, es su obligación.
—Antepone el deber, pero sigue disfrutando del placer.
—Por supuesto. Ella mantuvo una relación muy larga con don Pedro González de Lara, el conde de Lara, a quien nunca abandonó, ni siquiera tras el matrimonio, pero ojo, no lo hizo por defender su derecho de mujer, sino por ejercer el derecho de reina.
—¿En qué momento decides contar a Urraca?
—Mi idea inicial era centrarme en el reinado de Alfonso VII, el emperador, que es un personaje muy conocido, muy importante, y leyendo las crónicas me topé con su madre, Urraca. Así que hablé con mis editores y les dije: «A Alfonso VII le van a dar, está muy contado. Yo me voy a centrar en Urraca, que es un personajazo, un pedazo de reina». Y además les dije: «Se va a llamar así: La Temeraria«. Me parecía que ella, como personaje, tenía muchísima más enjundia que el gran rey que fue, sin duda, su hijo.
—¿Has pensado ya en la siguiente entrega?
—Por supuesto. Estará centrada en las Navas de Tolosa.
—¿Por qué te empeñaste en contar la Reconquista?
—Esa es una buena pregunta, y creo que lo he dicho en alguna ocasión: mirando el panorama político y periodístico de hoy, llegué a la conclusión de que, de las batallas que libré en mi vida, que no fueron pocas, las perdí todas. Excepto una: la Reconquista. Esa batalla sí la ganamos.
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