Isbrük ha ganado el XLVIII Premio Internacional de Novela Corta ‘Ciudad de Barbastro’ 2017. La protagonista de esta novela, escrita por David Vicente, es la soledad. Os invitamos a leer un fragmento de esta tragedia moderna.
Esta mañana, cuando me he levantado, el huerto estaba nevado. Apenas una fina capa cubría la tierra. Pero la nieve no tardará en acumularse, en elevarse en grandes montañas blancas que bloquearán los caminos y las puertas de las casas. Aislamiento dentro del aislamiento.
Andreas cortó leña antes de marcharse. Hay suficiente para todo el invierno. Así que no debo preocuparme por eso. Además todavía no he encendido la chimenea a pesar de que hace frío. Me gusta el frío. Me gusta la sensación del aire congelado golpeando mi rostro.
Preparo un cigarrillo de liar. Lo enciendo. Observo cómo los finos copos de nieve se convierten en gotas de agua, poco a poco, con los primeros rayos de sol de la mañana. A pesar de que hace frío es una mañana soleada. Uno de esos días que los hombres peces, como Andreas, disfrutan sobre el mar.
Creo que en el pueblo nadie sabe que soy hija de la loca. Mi madre apareció ahorcada en este mismo huerto. Se colgó del almendro que se encuentra al fondo. Cuando llegamos aquí lo podé con la ayuda de Andreas. De algún modo, conservarlo era un homenaje a ella.
La hallaron en invierno, también en un día nevado como este. Dicen que estaba completamente amoratada por el frío y la asfixia. No se sabe cuánto tiempo llevaba allí. Sus intestinos habían abandonado su cuerpo. Se habían derramado por sus piernas, como mis niños.
Cuando ocupé la casa, preferí no decir nada. No contar que era la hija de la loca. Tampoco nadie me preguntó. Aquí nadie habla con nadie si no es indispensable. De todos modos, ya no quedan muchos en el pueblo. Solo los más viejos recuerdan esa historia. Solo los más viejos saben que mi madre se colgó de un árbol un invierno igual a otros inviernos.
Los que han podido, los más jóvenes han huido de aquí. Han dejado sus casas abandonadas. Quizá algún día las ocupe alguien, como yo he ocupado esta, en la que viví cuando era niña, y nadie les pregunte quienes son.
En Isbrük simplemente pasan los días. Días iguales a otros días. Días que son tan cortos como un suspiro y días que son tan largos como toda una vida. Días en los que la gente se cuelga de los árboles. Días en los que a nadie le importa que los muertos aparezcan sujetos a las ramas como si se tratase de fruta madura.
Creo que en Isbrük todo el mundo desea colgarse de los árboles. Puede que un día Isbrük se convierta en un pueblo fantasma poblado solo por árboles de los que cuelgan cadáveres.
Exhalo la última calada del cigarrillo, miro el almendro y entro en casa. La nieve ya se ha deshecho por completo. Ahora las finas gotas de agua resbalan por las hojas.
Dentro está Andreas, sentado en el sillón, lee su cuaderno. Le miro desde el umbral de la puerta sin que él me vea. No sé cuándo ha llegado. Quizá Andreas no exista. Quizá Andreas no haya existido nunca. Quizá tampoco hayan existido todos esos niños derramados entre mis piernas. Quizá todo sean fantasmas que aparecen y desaparecen cuando mi imaginación de loca caprichosa quiere traerlos.
Hola, digo.
Hola, dice Andreas.
***
Apenas me alimento desde que se marchó Andreas. Mis huesos empiezan a ser de alabastro, casi transparentes. Sostienen mis músculos con dificultad. Pero tampoco quiero ir a ningún sitio. La quietud se ha convertido en mi modo de vida.
Su cuaderno permanece encima de la mesa. Sin abrir, tal y como él lo dejó. Como un testigo mudo de nuestra derrota. Quizá como un costudio de una presencia simbólica. Una especie de urna funeraria en forma de hojas y tinta.
Fuera suena un claxon. Pero no es la furgoneta del viejo Olfräf, el pitido es distinto. Vuelve a sonar. Otra vez. Tampoco es Andreas. Andreas no toca ningún claxon cuando llega. Además Andreas ha decido ser un hombre pez definitivamente.
De nuevo suena. Salgo. Tobias, el chico de la oficina postal, está de pie frente a un coche con la mano metida en la ventanilla, presionando el volante.
Me mira y saca su mano de la ventanilla.
Creí que no saldrías nunca, dice.
Le miro sin decir una palabra.
Hace semanas que hay una carta para ti en la oficina postal. Olträf ha intentando traértela en varias ocasiones, pero no le has abierto la puerta.
¿Dónde está Olträf?, pregunto.
Tuvo un pequeño accidente, se ha roto un dedo del pie y estará un par de semanas de baja. De momento le echo una mano, sobre todo con las cartas, ya sabes.
Obvio decirle que mis huesos son de alabastro, que apenas me alimento y que casi no me muevo.
Se aproxima a mí. Alarga su mano y me da un sobre.
Leo el remite. Es de Luissa. Hace más de un mes y medio que llegó. La abro delante de Tobias. Sigue allí, de pie, observándome. No me molesta que invada mi intimidad. Ya nada me molesta.
Luissa se disculpa por no poder venir en Navidad con nosotros. Ella y algunos amigos de la universidad, entre los cuales está el chico del que hablaba en su anterior carta, van a realizar un viaje por los lagos. Yo también realicé un viaje a los lagos con Andreas cuando éramos jóvenes. Dormimos en una cabaña, bebimos vino y follamos entre besos y caricias. Como antes de marcharse.
Ni siquiera soy consciente de que ha pasado la Navidad. De lo que sí soy consciente es de que no existe ningún “nosotros”.
Guardo la carta en el sobre.
Gracias, le digo a Tobias.
El asiente.
Hace frío. Un té caliente me vendría bien.
No tengo té caliente, pero le invito a entrar con un gesto de mi cabeza.
Dentro nos miramos, uno enfrente del otro, en el salón. En la mesa el cuaderno de Andreas.
Tobias se aproxima. Me besa. Abre con su lengua mis labios y la introduce dentro de mi boca. Me estremezco ante su contacto húmedo. No estoy acostumbrada a besar. Los hombres peces no besan. Permanezco inmóvil. Muevo levemente la lengua. Él hace que se enrosquen. Sus manos levantan mi vestido y descienden mis bragas. Carga conmigo al dormitorio. Me desnuda. Mis huesos de alabastro se transparentan a través de mi fina piel. Pero a él parece no importarle. Recorre suavemente mi cutícula traslúcida con su boca. La humedece. Hasta llegar a la altura de mi cuello. Besa el lóbulo de mi oreja y por fin me penetra. Mi sexo no está húmedo, pero tampoco opone resistencia a su pene. Lo acoge con agrado.
Se gira. Me sitúa encima de él. Coge mis caderas y me mueve acompasadamente, con movimientos rítmicos. Temo que mis huesos puedan romperse de un momento a otro, que las caderas se le hagan añicos entre las manos. Pero no lo hacen. De pronto noto su semen caliente dentro. Me retira. Me tumba junto a él. Su semen resbala entre mis muslos. Se derrama como antes se derramaron todos los niños no nacidos.
Es un semen líquido, casi transparente, tal y como había supuesto. No es viscoso, ni amarillo. Tampoco huele a azufre y salitre como el de los hombres peces.
Nos quedamos dormidos.
Antes cojo la carta de Luissa entre las manos. Ha pasado la Navidad. No me había acordado de ella.
Sinopsis de Isbrük
Anja y Andreas se trasladan a Isbrük, un pueblo de pescadores, con la esperanza de reencontrarse el uno al otro y cada uno a sí mismo. Pero Isbrük no es un lugar para reencuentros, sino más bien un decorado, que se nutre de hombres pez y mujeres de hombres pez que han sido ya tragados por las aguas de su propia desesperación. David Vicente construye a través de un estilo conciso, casi minimalista, dominado por una prosa poética, cargada de metáforas e imágenes simbólicas, una especie de tragedia moderna en la que la soledad acaba siendo un viaje de ida y vuelta para sus protagonistas: «Todas las mujeres de la familia desde hace generaciones han acabado locas. Locas y solas. O solas y locas. No estoy segura. Quizá todas deshidrataron tomates como punto de partida». Cada uno de los diferentes puntos de vista que compone esta historia se convierte en una punzada que permanece en el corazón del lector.
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Autor: David Vicente. Título: Isbrük. Editorial: Pre-Textos. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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