Rodeada de aguas verde esmeralda, flota en el Tirreno esta isla como un laberinto de acantilados, viejas pesquerías de piedra y pilas de mar. Los muflones son los únicos habitantes permanentes de este lugar de vacaciones de la aristocracia italiana, introducidos años atrás para hacer más interesantes las jornadas de caza. Desde los picos rojos y escarpados, observan aquella mañana de verano la llegada del yate de los condes Casati Stampa. La condesa camina por la cubierta hacia la popa, y allí deja caer su túnica de gasa y se tira al mar. Al llegar a la playa se tumba para recuperar el aliento. Bellísima, con una cadena de pequeños diamantes que le ciñe las caderas a modo de fino cinturón sobre la piel desnuda, Anna Fallarino se siente como la reina de las amazonas preparándose para una nueva batalla contra los bárbaros. Desde el lujoso yate, el conde Camilo Casati Stampa di Soncino, cuidadosamente vestido de sport por Jean Paul Gautier, observa la escena por detrás del objetivo de su Leica, registrando en fotogramas la voluptuosidad intencionadamente artificial de su esposa. Le excita verla así, actuando para él; un producto moldeado a la imagen y semejanza de su oscuro deseo. Cuando la conocí años atrás, ella solo era una chica ambiciosa más, recuerda. Un poco tímida, casada con un adinerado hombre de negocios, no era consciente de todo su potencial. Pero yo sí lo era, se dice, satisfecho.
La conquistó sin dificultad y, como el que adquiere una mercancía, la moldeó con pechos y caderas operadas, ropa deslumbrante y peinados con extensiones. Pero aquello solo era un trabajo de perfeccionamiento del envoltorio, pues la verdadera obra maestra vino después. Sonrió, lascivo, el conde, apoyado en la regala de popa. A menos de cincuenta brazadas destellaba, dorada, la playa de su mansión donde Anna se había incorporado al ver acercarse al sumiller del servicio personal con un Bloody Mary brillante como un rubí líquido sobre la bandeja de plata. El chico, con camiseta de algodón ajustada y pantalones blancos, era un aspirante a actor que el conde personalmente se había encargado de contratar a través de una agencia. Mentón cuadrado, piel bronceada, pelo peinado hacia atrás con fijador, este nadador profesional había visto cómo su belleza clásica, en la que se adivinaba una deslumbrante genética de general romano, le había facilitado la entrada, todavía incipiente, a los estudios de Cinecittà.
Por eso, al recibir la generosa oferta del conde, no dudó en aceptar trabajar los meses de verano como camarero personal en Villa Zanone. El joven romano sonrió a la condesa desnuda. Non male come inizio, se dijo recreándose despacio en aquellos senos enormes volcados a ambos lados de un cuerpo maduro e imponente. Non male come inizio affatto. Se agachó para alcanzarle la bebida, y entonces ella abrió las piernas frente a él enseñando, o, más bien ofreciendo, un coño profundo y salado, poblado de oscuro vello brillante de sudor. Desde el yate, el conde fotografiaba la escena respirando con dificultad, excitado.
El joven romano dejó la bandeja en la arena y se arrodilló despacio, con sangre fría, sin dejar de mirarle a la cara. Podía adivinar el juego por detrás de aquella aparente seriedad; incluso percibió una chispa de deseo tras los cristales oscuros de las enormes gafas de sol de la condesa. Ella se acercó un poco más, llenándose de arena rojiza las nalgas. El ragazzo se quitó la camiseta blanca e inclinó su torso de estatua sobre aquella hembra que gemía con voz ronca, profesional, mientras él chupaba con placer la sal de los muslos y el pubis; penetraba aquel hueco salado con su lengua; sorbía el flujo derramado en espesas gotas de puro deseo empapándose con su jugo los labios carnosos, deseables. Ella apretaba la cabeza del joven con las manos de uñas cuidadosamente barnizas con french manicure contra su coño, gozando con aquella boca joven y experimentada. Le gustaba cómo movía la lengua, cómo penetraba con dureza y concentración, atendiendo incansable a sus orgasmos en cadena sin rendirse jamás, reincidiendo, generoso, en su placer de hembra como un verdadero campeón de apnea.
Exigiré a mi marido que a este chico lo incorporemos a la plantilla de trabajadores fijos, pensó ella con un destello de lucidez. Luego cerró los ojos para concentrarse en aquella delicia. Cuando los abrió, Camilo Casati Stampa estaba tumbado a su lado, mojado y jadeante, mirando la escena apoyado en un codo mientras con la otra mano se acariciaba por debajo del estrecho bañador.
El joven romano, ajeno a la presencia del conde y con mucho aplomo, se detuvo un momento, le quitó las gafas de sol y la miró a los ojos. Asomarse a ellos fue como inclinarse en el vacío rocoso, milenario y maldito de los acantilados de la isla, así que cerró los suyos y la besó con dulzura y deseo, largamente, en la boca. Luego clavó su carne en lo más profundo de aquel hueco cálido y espeso, haciéndola disfrutar una vez más antes de correrse él sobre los senos temblorosos como flanes de chocolate caliente, desplomándose después con suavidad sobre su piel bronceada y suave. La condesa Casati abrazó aquel cuerpo de nadador con dulce desesperación, acariciando, tierna, el pelo revuelto del chico, que le caía en mechones brillantes de sudor sobre la cara. Él sonreía, satisfecho. Ella, sorprendida de su propia felicidad, también sonreía.
El conde Camilo había asistido innumerables veces a estas escenas orquestadas por él mismo, pero lo que había percibido hoy no le gustó en absoluto. Por primera vez desde que ambos decidieron jugar peligrosamente a este sexo compartido, narrado y documentado, se había sentido excluido del juego. Completamente fuera. Se puso de pie, encolerizado. Cameriere, gritó, portami subito un Martini secco! El romano, de pie frente a él, completamente desnudo como un gladiador perfecto, le sostuvo la mirada con un arranque de mueca desafiante, ladeada, burlona y tranquila en la boca. Si, signore. Recogió su ropa y la miró a ella, sonriéndole con dulzura.
E tu, troia, bevi questo adesso, dijo el conde, tendiéndole el Bloody Mary caliente. Estarás sedienta, porque has sudado como nuca. Ella lo miraba un poco asustada. Sabía de lo que era capaz aquel hombre cuando se enfadaba. Hace calor, le dijo ella con timidez. Entonces, sin mediar palabra, el conde volcó el líquido sobre las tetas y el vientre, arrojando el vaso contra las rocas, que estalló con un estruendo de añicos. Luego se alejó por el sendero hacia la casa. Ella se quedó allí tumbada, sin saber qué hacer. Estaba muy cansada, con un cansancio infinito de miedo y de soledad. Miró aquel líquido rojo y pegajoso derramado en su vientre y sintió un escalofrío. O tal vez fuese una lúcida, desesperada, negra premonición.
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