Inicio > Libros > Narrativa > Isla partida, de Daniela Tarazona

Isla partida, de Daniela Tarazona

Isla partida, de Daniela Tarazona

Fotografía de Javier Hinojosa.

Daniela Tarazona es una narradora y ensayista nacida en la Ciudad de México en 1975. Estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, donde también ha impartido clases. Realizó estudios de posgrado en la Universidad de Salamanca, España. Es autora de las novelas El animal sobre la piedra (México, Almadía, 2008-2019 y Argentina, Entropía, 2011) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012), finalista del Premio Las América, así como del libro Clarice Lispector. La mirada en el jardín (Lumen, 2020), en colaboración con Nuria Mel. Algunos de sus textos han sido traducidos al inglés, francés y chino. Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores y es miembro del Sistema Nacional de Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México. Presentamos un fragmento de su última novela Isla partida (Almadía, México 2021 y España 2023), ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2022, una obra poliédrica, en la que la realidad de desdobla, escrita desde los márgenes de la propia escritura y de la propia mente, una apuesta arriesgada y valiente con el objetivo de conseguir una experiencia narrativa y poética donde cuerpo, memoria y palabra colisionan generando una tensión que impacta de manera frontal contra el lector. La autora parece empujada por un éxtasis, como si una serie de descargas eléctricas salieran disparadas de sus páginas en un intento de recomponer a través de ellas los pedazos de una identidad cuestionada. Es durante ese estado, que podríamos describir casi de trance, ya que en la historia de una mujer se desdobla en otra como consecuencia de un trastorno neurológico, cuando sus recuerdos, se cruzan con el presente para intentar responder a la única pregunta para la que merece la pena buscar respuesta: ¿deseamos seguir viviendo? La autora estará presentando el libro en Barcelona el 10 de marzo a las 18:30 h en Lata Peinada y en Madrid el 14 de marzo a las 19:00 h en Tipos Infames junto a Claudia Apablaza y Ángela Segovia, además de en Casa de México en España el 28 de marzo a las 19:30 h.

*******

TEN CUIDADO CON LAS PERLAS

Abres la puerta de la casa. La luz marca el pelambre de la
alfombra gris en la sala. Ella se fue. En la cocina, revisas el
bote de la basura y compruebas el desayuno; las cáscaras de
huevo descansan sobre restos de verduras pudriéndose.
El aire guarda olor a agua hervida, encuentras encendida una
hornilla, la parrilla arde al rojo vivo.
Vas a la habitación, no la buscas porque sabes que se fue,
recorres el espacio movida por la curiosidad; no sucede a
menudo poder estar dentro de una casa y ver las pertenencias
de otra, observar su rastro: la colcha de la cama con la marca
de sus nalgas –se cambió de zapatos antes de salir–, el olor
del aire que acaba de respirar; la llave del lavabo aún gotean-
do, el cepillo de dientes mojado. En un pequeño librero,
sus anillos. Se fue con las manos desnudas para siempre.
Regresas a la sala. Te sientas en el sillón de dos plazas.
Observas los rincones como si fueras a encontrar algo más.
Un detalle puede ser trascendental. Entre el amasijo de
cables de la televisión y el teléfono ves una pequeña pelota.
(Recuerdas que tuvo una gata, Faustina, y que se fue a la semana
de haber llegado). En el otro extremo, bajo la banca
en la que ella puso tres macetas, distingues las tiras de la
alfombra deshilada.

Hace calor. Abres la ventana para que entre el aire. En
ese momento suena el teléfono. Escuchas su voz grabada
advirtiendo, como es, que no está. Después de la grabación,
un mensaje.
–Hola, por favor, llámame cuando regreses.
La casa es pequeña y está atravesada por la luz. Tiene el
número tres en el muro, a la par de la puerta de entrada.
La blancura de las paredes ciega un poco.
Debió de salir sin que nadie la viera. Tal vez se asomó
por la ventana que daba al pasillo común y se cercioró de que no
hubiera ni un alma. Incluso pudo haber girado la llave dentro
de la cerradura despacio, con tanto cuidado que nadie
escuchó la puerta abrirse. Salir sin ser vista fue su anhelo
desde hace tiempo, lo sabes.

Te pones de pie y caminas hacia la puerta. La llave pende
de la cerradura. Si la llave está en tu mano, ¿cómo salió?
Escuchas los motores de los coches afuera cuando la luz
del semáforo está en rojo, luego avanzan. Ella partió temprano,
una hora después del amanecer. Llevaba un vestido
verde, el pelo en una coleta, los zapatos negros con tiras
alrededor de los tobillos. La calle estaba casi desierta, como
puede suponerse. Solo un coche rojo, último modelo, se de-
tuvo en el semáforo. Dentro iba un hombre que se rasuraba
con una máquina conectada a algún dispositivo del auto.
El hombre sí la miró de reojo y, simplemente, siguió su camino.
Ella cerró la puerta con cuidado y dejó la vecindad.

El sol ahora está en el centro del cielo.
Escuchas el sonido del refrigerador. Vas a la cocina y lo abres.
Hay dos botellas de agua grandes y llenas, un frasco
de mermelada, una mantequillera de cerámica roja. En el cajón
de las verduras: una cabeza de ajos, una berenjena y una
cebolla a la que le han crecido brotes verdes.
En la estantería que está a la par del refrigerador ves tres
botes de avena instantánea.
Tienes ganas de orinar, así que vas al baño.
Observas cómo la cortina blanca de la regadera llega al suelo
y tiene manchas negras que son, con toda certeza, hongos
producidos por la humedad. Admiras la loza del suelo con figuras
geométricas, la más pequeña es de color rosado y la mayor,
morado oscuro; son rombos magníficos que se despliegan
sobre el fondo blanco.
Sobre aquella loza, en otro tiempo, se vieron las salpica-
duras de la sangre de ella. La caída por efecto del vino. La
historia también se trata de la mujer con la frente amplia.
Miras el espejo que está sobre el lavabo. Ella pegó allí
la calcomanía de un mandala. Ese espejo estará colgado de
otra pared, en otro baño, y reflejará el rostro de la mujer
de frente amplia que morirá. En la dirección opuesta ves
dos macetas diminutas sobre el rellano de la ventana.
En aquellas plantas vive la mujer a la que le sobresalen los dientes.
Al mirar con atención el nacimiento de la planta te es
posible distinguirla: su cuerpo tiene el tamaño de la falange
de un dedo pequeño y allí está la mujer miniatura regando
la tierra, alimentando con agua el jardín de la maceta.

Tiras de la palanca. Tu orina se va.
En la pequeña mesa donde están los enseres del baño, ves
un bote de crema que tiene escrito en la tapa con una letra
infantil “para el día y la noche” –la caligrafía fue rematada
con una diminuta cara sonriente–.
Entras a uno de los cuartos contiguos. Encima del escritorio
está su computadora. Es un hallazgo. Habías soñado la misma escena.
El interior de la máquina te hace pensar en un cuerpo.
Es una obviedad, pero las piezas de metal dentro de ella,
los cables delgadísimos señalan que el sueño fue cierto.
Y a esta máquina, te dices, le extrajeron el cerebro.
Te das la vuelta y ves las paredes del estudio. Llaman tu
atención porque en ellas están colgadas las cartas de la lotería.
Distingues el sombrero, el diablo, el catrín… Ocupan los
espacios de los muros entre los libreros con los ejemplares
en doble fila, a punto de caer al suelo.
Desde el estudio, ves a una persona atravesar el pasillo de
la vecindad. Es un hombre de estatura mediana, va despacio,
parece que tiene alguna lesión en las piernas, sus hombros
bailan, sube uno, baja el otro. Lleva pedazos de cartón grandes
bajo el brazo, va hacia la puerta que da a la calle.
Cruzas el baño para llegar a la habitación y esconderte.
Te sientas en la cama sobre la marca que ella dejó.
Miras hacia la ventana que da a un patio interior.
Te quitas los zapatos despacio, como si tuvieras el tiempo
de la eternidad y te recuestas lentamente; cuando tienes la cabeza
sobre la almohada, subes los pies. Colocas tus manos sobre el vientre,
entrecruzas los dedos. Miras el techo. La humedad solo ha
alcanzado las paredes. Poco a poco, el sueño llega. Te duermes.
Irás hacia las profundidades. En realidad, ella acaba de
salir. Viajará a la isla.

El hombre que viste lleva las cajas de cartón a la azotea.
Está de pie sobre el techo que tú podrías ver a través de la
ventana si estuvieras despierta. Apila las cajas y las ata con
un trozo de cuerda desgastada.
Después de comerse el huevo con un poco de sal, pimienta
y limón, ella tira la cáscara al bote de basura. Lava la taza
que usó como recipiente y la coloca en el escurridor.
No se da cuenta de que deja encendida la hornilla.
Se detiene bajo el umbral de la puerta de la cocina
y se mira las manos. Cierra los puños como si estuviera
probando su fuerza. Respira hondo. Se le nota nerviosa.
Va hacia la puerta. Gira la llave, casi puede decirse que,
en silencio, vuelve a respirar; allí afuera la espera un hecho
inquietante.
Se asoma, poco antes de cruzar el umbral, y revisa que
nadie esté, en ese momento, caminando por el pasillo de la vecindad.
Deja su casa. No vuelve la vista atrás. Tira de la manija.
Se va y no lleva abrigo. Dos perlas adornan sus orejas.

 

***

SUPERPOSICIONES

 

Hay una fila de diez personas ante la puerta de la letrina.
Eres la siguiente. Entras, te acuclillas y pujas para defecar.
Abajo, tras el orificio por donde caen los desechos,
hay ballenas jorobadas. Cuando terminas te limpias
con un papel de color beige cuyo cilindro pende de un alambre.
Al salir, ves que la persona que estaba atrás de ti en la fila
se fue.
Ha llegado la tarde de un día de verano a una ciudad
inmensa.
Ahora recorres la calle. Encuentras aquel olor fétido:
vapores emergen de las coladeras.
Llegas al siguiente cruce. El automóvil rojo y último modelo
se estrella contra un poste. El conductor muere.
Te sientas en la banqueta a esperar. Quieres ver si llegan
las ambulancias pronto o si se tardarán demasiado; no importa,
de cualquier modo, que tarden demasiado.
Transcurren algunos minutos. La gente que va por la calle
se detiene, igual que tú, a observar el acontecimiento.
Te parece que ahora el olor fétido de las coladeras
es más intenso, quizá se trate del olor a muerte.
Los paramédicos bajan de la ambulancia a toda prisa.
Uno de ellos trae un mazo y golpea el cristal del conductor.

Luego mete medio cuerpo, sale del coche y afirma: está muerto.
Vuelve adentro, esculca al muerto y desde su cuerpo robusto,
dice: se llamaba Serafín.
Te pones de pie. Alzas la vista y ves, en lo alto, un dirigible
inmenso que flota en el aire. El dirigible lleva escrita la marca
del refresco más famoso del mundo (y entonces lees):
Coca-Cola. Irrumpe en tu mente ella, la mujer que se fue a
la isla con sus ojos inquietos. Ella, en realidad, eres tú.
Han transcurrido dos horas desde que te dormiste.
Cuando despiertas te sientes renovada por el sueño.
Era necesario, piensas, tener dentro el olor de las alcantarillas.
Recuerdas que hace poco fuiste testigo de un accidente en la carretera
y que murió el joven de quince o dieciséis años que se llamaba
como el conductor en tu sueño: Serafín.
Vas hacia la cocina y te sirves un vaso con agua.
Miras a través de la ventana el color del cielo.
La tarde será espléndida.
Cierras los ojos y piensas en tu madre que ya no está en
este mundo.
Algo que le dijiste cuando agonizaba:
–El terreno, mamá, está hermoso con los árboles
que sembraste, inmensos ya.
–Eso estuvo bien –respondió, desde su sitio de muerte.
Ella buscó que la línea de tierra que daba a la calle
estuviera tupida por pinos.
Alguna vez, esos árboles ardieron entre las llamas
de un incendio.

Cuando eran niños, buscaban restos prehispánicos allí, entre
la tierra recién labrada. Y los hallaban: restos de vasijas,
puntas de flecha de obsidiana, rostros pequeños de barro;
bordeaban los agujeros hechos por las tuzas que se comían
las raíces de la siembra. Después, engarzadas a los calcetines,
encontrabas ciertas semillas de forma redonda,
con el contorno espinoso, que te picaban en los tobillos.

Ante los recuerdos y la muerte de tu madre, extiendes hilos
que salen de tus sienes en una procuración de alcanzar
lo que ya no está, lo que no es y fracasas. Te da rabia.
Y le preguntaste, mientras se estaba yendo:
–¿Me das la mano para que te la caliente un poco?
Ella acercó su mano izquierda y te la dio.
No conocías un frío así. La tomaste entre las dos tuyas
acunándola como a una criatura extraña.
Las uñas le brillaban, estaban vivas.

Habla del vínculo entre la tierra y el cielo. Di: si hubiéramos
querido, madre, habríamos desintegrado juntas lo que estaba
alrededor. Tus poderes, altísimos, podrían haber afantasmado
los muebles, los muros de la casa. Quizás lo hiciste,
y yo no fui capaz de verlo.

Tal vez, los empleados de la funeraria giraron mi cuerpo
sobre la cama y salió de mi boca un esperpéntico líquido
color negro, a la manera de Madame Bovary. Luego podrían
haberme llevado con los pies por delante a prepararme para
el velorio.

Lo cierto es que fuiste hacia su guardarropa y sacaste el
traje de seda color coral que te había enseñado unos meses
antes. Pensaste que lo quería usar ese día. Lo supusiste
–fue una superposición–.
Podrías haber abierto la ventana para que su espíritu
saliera libre por ella. Y habrías encendido una vela.
–Aunque sea, por favor, una llama pequeña aquí –
podrías haber dicho en un susurro.
Poco antes de que muriera, ella te preguntó cuándo ibas
a dejar de fumar y tú fuiste a buscar un cigarro para
enseñárselo y fumártelo luego, en el balcón, como una afrenta.

Decir la manera del pánico, la voz del terror. Acude al grito,
alcánzalo en la boca para darlo a entender. Ahora mismo
estás gritando. Lo haces con tal fuerza que la vena yugular
sobresale en tu cuello.

Es el dolor. La mirada puesta sobre los árboles busca el sentido.
Crees que es preciso dar con el sentido, es decir, crees
que hay asuntos que significan. Por ejemplo: hay un retrato
pintado con óleo en el que tienes una estrella sobre la
frente.

El esfuerzo no será en vano.

Cuando el desdoblamiento sucedió la primera vez,
no hubo voces. Nunca ha habido voces, solo pensamientos
sumados de manera veloz, uno casi encima del otro.
Tampoco tiene fauces; el horror es insoportable porque carece de boca.
Abres las palmas de las manos; allí están las manchas
diminutas y rojizas. La sangre acumulada. Hubo una vez
una mujer que te dijo: esas manchas son el signo de una
enfermedad mortal.

La cirugía fue larga. Dicen los médicos que ella está bien.
Tu madre se rapó. Se ve más alemana que antes.
Los médicos comentan que quitaron la mayor parte del tumor.
La mayor parte. No alcanzaron el resto.
Estuviste con ella en el hospital muchas veces.
–Es un caso que debe documentarse –dijo un especialista–
la señora soporta las quimioterapias de manera inusual.

(Se fueron. Ellos estuvieron durante muchas noches y días
detrás de ti, mientras tu madre estaba enferma. Vigilaban
tus acciones, el ir y venir al trabajo, la correspondencia, las
llamadas telefónicas, tu escritura, la manera en la que te in-
clinas cuando vas caminando por la calle. Ellos vieron eso.
Lo que no sabes es para qué).

La luz de la tarde de este lunes es suave. Quieres decir:
hay nubes a lo largo del cielo que alcanzas a ver.
Las personas que has encontrado, durante el trayecto al sitio de taxis,
muestran la resignación propia de cualquiera que vive un
lunes. Trabajan, tienen buenos modales, no esperan nada
del día excepto su transcurso. Que las cosas vayan en paz,
que sea un día más o menos generoso para la mayoría, para
los clientes, también para las mujeres que salen de sus casas.
Un amigo te dijo que cualquier persona estaba loca; hay
algo desajustado en la mente de todos, “quizá en tu caso sea
más visible”, añadió. Los ojos demasiado grandes, la manera
que tienes de hablar –a veces se te quiebra la voz y no sabes
por qué–. Respecto de lo visible, entonces, puedes argumentar
que lo invisible es aún más interesante. Por ejemplo, di:
imaginen lo que guardo dentro del cerebro, fabulemos: ayer
y antes de ayer tuve buenos sueños. En uno de ellos decía
mi nombre. Me llamaba como me llamo en el sueño.

Lo que pensabas antes, ¿a dónde habrá ido?
Ella se fue.
Habla de su olor. Di que olía a animal en peligro,
también a crema humectante.
Llevaba el rostro lavado, como solía hacerlo, el día que se
fue a la isla. Con ella partiste tú; de su mano ibas siendo una
extensión de su cuerpo.
Recoge las manos sobre el regazo para detener un poco de
ti misma y que ella no se fugue completa. “Resguardar”
es la palabra. Permite que ella resguarde y que te dé el hálito
preciso para nombrar lo que has visto.
Había una vez el sol. Esfera hirviente. Si la palabra era
“ella”, quería decir “tú”; estabas reproducida. Ella sobre ti.
Tú sobre ella. Dos cuerpos que giran en círculo.
–Miren con atención –dijiste. Las piernas convertidas en
brazos. La cabeza siempre a manera de estorbo entre las
piernas, al lado de las manos, mirando alrededor como diosa
antigua.

El mundo se parece a ellos, a los que te persiguen. Si aceptas
el consejo, ejerces la fuerza de la máscara. Ponte una, dijo un
hombre, como hacen los demás. Y te pusiste la de ella,
con la máscara puesta se respira mejor. Ves los rostros superpuestos
de los otros y te sientes un poco menos triste con tu propia máscara.
No quieres ser humana. Dilo, enúncialo, no ser parte de la especie
que aniquila las almas de los otros.
No serlo.
–Heme aquí –dices. Y agregas: No soy humana.

Cuando llegue la tarde, el sol va a desaparecer detrás del
horizonte invisible; los edificios ocupan su línea.
La ciudad se agita. Los edificios se vacían de cuerpos.
Ella viajará en avión.
Pasa a su lado un hombre de mediana edad que lleva en
la mano un ramo de ruda. Es el mismo hombre que, en otro
tiempo, frotó su espalda y sus piernas con un ramo como ese.
La multiplicidad de pensamientos sale cara. Contó los
billetes; ella había ahorrado para poder ir, el siguiente mes,
a leerse las cartas. Pero ya no tiene sentido. No irá.

La nueva sustancia te ha provocado sueños luminosos,
te enamora, de manera sutil, como si te besara despacio la boca,
la sustancia te seduce y roba, a pesar de ti, tus recuerdos.
Quieres transmitir la terrible angustia previa, los días
de persecución, pero se han terminado. Una nostalgia ácida
te invade ahora mismo. No escucharás en la radio ninguna
frase más que pueda aludir a tu persecución.
El terror se ha esfumado, como por arte de magia.
Es posible que otros te miren pensando que no estás bien.
No importa, tampoco. Permanece en ti un sentimiento más
hondo que la desidia. Ha sido un tiempo prolongado de sufrimiento.
El derrumbe, la precipitación, el grito, la soledad cruel.
Tras el horror, el vacío: la transparencia de los hechos,
la pérdida del desequilibrio a cambio de la suavidad de un
químico que te devora los pensamientos tormentosos.
Eras el mar.

¿Cómo se vive sin creer en nada? A veces, cedes ante la luz.
Eres susceptible a la belleza. La luz del sol es un ejemplo.
Luego pierdes esa capacidad. A cambio, miras alrededor para
comprobar que la percepción engaña: ningún suceso tiene
importancia. Construimos ilusiones para resistir.
Bajamos la cabeza para que venga otro y nos la corte.
Si soñaras con la bomba atómica como lo hacías en la infancia,
ahora la mirarías caer. Enuncia la certeza.
El mundo se va a acabar.
Tu primo Rafael tiene un pequeño huerto en su casa.
Él también cree que el mundo se puede terminar.
El augurio de la ruina lo llevó a sembrar jitomates y betabeles.
Comer de la tierra propia es la única manera de vivir sin envenenarse.
Los alimentos crecen por el abuso. En una maceta
cuidada por uno mismo, el fruto es ideal.
¿Habrás nacido leyéndolo todo hasta quedar exhausta?
La doctora te preguntó: cuando eras niña,
¿eras muy fantasiosa?

————————

Autora: Daniela Tarazona. Título: Isla partida. Editorial: Almadía. Venta: Todostuslibros

0/5 (0 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios