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Islas donde naufragar

Islas donde naufragar

La equis en el mapa

Al poco de instalarme en Madrid me puse a releer Ventajas de viajar en tren y constaté que mi estudio no quedaba lejos de la dirección en la que la novela sitúa el domicilio de su protagonista o villano ausente, ese individuo de personalidad cambiante cuyas vicisitudes, reales o ficticias, impulsan el argumento hacia rumbos insospechados. Pudo más la curiosidad que la prudencia y en una tarde ociosa de verano me adentré en las calles irregulares que conforman el barrio de Guindalera, un puñado de manzanas arracimadas entre Francisco Silvela y la M-30 que en los planos parecen precipitarse atropelladamente sobre la plaza de toros de Las Ventas, y me llevé una alegría un tanto absurda ―no me jugaba nada en ello, y aun así el descubrimiento me trajo el alborozo que debían de sentir los buscadores de tesoros cuando encontraban el cofre con joyas y monedas de oro en el punto que venía señalado con una equis en el mapa― cuando di con la casa en cuestión en el lugar exacto en el que tenía que estar. Le cuento esta historieta a Antonio Orejudo, ahora que el azar hace que nos conozcamos en una velada organizada por nuestra común amiga Berna González Harbour, y le pregunto los porqués. Me cuenta que, cuando era más joven y vivía por la zona y sacaba de paseo a su hija por el barrio, pasaba a menudo por ese inmueble de Martínez Izquierdo 21 ―un chalecito de dos plantas encajonado entre dos bloques de viviendas― y le pareció que era el lugar idóneo en el que situar una parte de la acción del libro que iba germinando en su cabeza. Allí se rodó también la adaptación cinematográfica —que se estrenó en 2019 y quizá merezca más fortuna o más repercusión de la que obtuvo—, aunque las cosas han cambiado desde entonces: alguien la adquirió, hizo las reformas pertinentes y ahora el portón de acceso es completamente nuevo y también lucen como recién puestas sus puertas y sus ventanas. Gracias a Orejudo descubro que hay un poco más abajo, en la misma acera, una casa muy parecida ―en realidad, casi idéntica, una especie de reproducción a escala reducida― que sí se conserva igual que estaba la otra en los años en los que él escribía la novela, y frente a su tapia y su mínimo jardín aún cabe imaginar que en su interior sobrevive o languidece lo que quede de la estirpe de los Urales de Úbeda. Me han gustado siempre estos solapamientos entre la realidad y la ficción, esa capacidad de la imaginación para insertarse en la calle, los itinerarios secretos que hacen que uno recorra lugares concretos como si estuviese transitando por predios fabulados. Es un juego al que siempre creemos que nos entregamos en exclusiva porque no sospechamos que existen cómplices que secunden nuestra andadura, pero al cabo es siempre un error: entro en Google Maps por ver si de casualidad la herramienta de fotos circulares conserva aún la imagen que tenía la casa antes de que la remodelaran y veo que alguien la ha señalizado con el símbolo que destaca los lugares de interés y una leyenda, «Ventajas de viajar en tren», que no deja lugar a la duda. Como una equis marcando el lugar en un mapa del tesoro.

La inspiración y el plagio

"Me cuenta Vicent que la Estatua de la Libertad que tan mayestáticamente preside la entrada en Nueva York desde el océano se inspira en otra que se aprecia en el frontispicio del Congreso de los Diputados"

Me cuenta Vicent que la Estatua de la Libertad que tan mayestáticamente preside la entrada en Nueva York desde el océano se inspira en otra que se aprecia en el frontispicio del Congreso de los Diputados, en el relieve alegórico que Patricio Ponzano ideó para celebrar la nueva senda constitucional por la que, se pensaba entonces ―esto ocurrió a mediados del siglo XIX―, caminaría ya para siempre el devenir de entonces. Puede ser así, pero también de otra manera ―o de las dos al mismo tiempo, porque en estos asuntos no hay leyes exactas―, porque hay en Madrid otra estatua que representa a la libertad, obra asimismo de Ponzano, y remata la cúspide del monumento que recuerda a Agustín Argüelles, José María Calatrava y Juan Álvarez Mendizábal en el Panteón de Hombres Ilustres. Fuese una o fuese otra, lo cierto es que ambas llevan la misma firma y pueden considerarse una sola cosa a la hora de considerarlas como fuente de inspiración. Quienes defienden esta tesis argumentan que Bartholdi ―que según su propia confesión pensó, a la hora de diseñar su colosa neoyorquina, en los bocetos para otra pieza que representaba a una dama egipcia y que él mismo había presentado para que se erigiera en el Canal de Suez― quiso que su Libertad apareciera tocada con una corona de rayos, igual que las ideadas por Ponzano, y no el gorro frigio con el que se la solía representar hasta entonces, el mismo que luce en el conocido cuadro de Delacroix. Apoyan su afirmación, además, con un dato irrefutable: las esculturas madrileñas fueron anteriores y no hay artista que no escrute con atención los antecedentes del tema que se dispone a tratar. Es posible, por lo tanto, que fuese un español y no un francés quien bocetó la imagen icónica con la que asociamos desde el siglo pasado el concepto de libertad. No habría nada que reprochar a nadie: la inspiración, como se sabe, es el nombre que en ocasiones se atribuye al plagio cuando éste acierta a pasar lo suficientemente inadvertido.

Aquel amanecer

"Me vienen a la cabeza aquellos versos que escribió Machado a la muerte de Francisco Giner de los Ríos, factótum de la Institución y uno de sus maestros más queridos"

El pasado mes de febrero, durante mi estancia en Collioure para asistir al homenaje anual que allí realizan a Antonio Machado en el domingo más próximo a la fecha de su muerte, la artista Leticia Ruifernández me contó que aún se conservaba en Madrid el edificio de la Institución Libre de Enseñanza. A ella se lo había enseñado Julio Llamazares cuando visitó la ciudad para documentarse y preparar los dibujos que ilustran la antología Yo voy soñando caminos, que publicó Nórdica, y cuando me dijo dónde se encontraba sospeché que yo mismo habría pasado por delante alguna que otra vez ―sobre todo en esas mañanas inopinadas en las que de pronto Lorenzo me invitaba a desayunar en Casa Longinos― sin reparar nunca en su presencia. Se levantó en General Martínez Campos cuando esa calle aún recibía el nombre de Paseo del Obelisco y se mantuvo activo hasta que en 1940 el régimen franquista lo confiscó, fiel a su política de expolio, para destinarlo a otros menesteres después de convertir a la propia Institución en uno de sus particulares demonios ―la acusó de «arrancar del corazón de muchos maestros todo sentimiento de piedad cristiana y de amor a la gran patria española»― y purgar a no pocos de quienes habían impartido clases bajo su amparo. Recuperó a principios de este siglo su titularidad original y aún conserva, pese a los estragos de la historia, un frondoso jardín que ni siquiera es posible imaginar desde la calle y unas hechuras arquitectónicas que inevitablemente la asocian a su complejo hermano, la famosa Residencia de Estudiantes, que también resiste parapetada tras el Museo de Historia Natural, casi enfrentado a las moles grisáceas de los Nuevos Ministerios. Al adentrarme por ese sendero que merodea entre árboles tupidos en estos primeros compases del otoño me vienen a la cabeza aquellos versos que escribió Machado a la muerte de Francisco Giner de los Ríos, factótum de la Institución y uno de sus maestros más queridos, y me conmuevo una vez más con los ecos de lo que se acabaría convirtiendo también en una elegía por un sueño que se vio destronado por las infamias de la historia, pero que al menos supo dejar una semilla de la que emergieron islas en las que todavía es posible naufragar.

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