Existen fechas y aniversarios emblemáticos que sirven como pretexto para desempolvar la obra de un determinado escritor de los fosilizados anaqueles del tiempo, así como para actualizar, si se puede, sus significados. Como crítico, estoy tan acostumbrado a recoger de la almoneda literaria las gangas del olvido que no deja de sorprenderme la efeméride —este año estamos en su centenario— de Italo Calvino. El autor de las Seis propuestas para el próximo milenio forma parte —ya desde sus primeras fabulaciones— del más estricto elenco de escritores del Parnaso literario del pasado siglo, por lo que su obra no se ha visto sometida, tras su muerte, al fuego expiatorio del purgatorio literario; muy al contrario, sus libros han permanecido con inusitada vigencia entre las preferencias de los sucesivos lectores. Pero si esta efeméride, por lo tanto, no cumplirá con la función de actualizar la obra de Italo Calvino por su permanente actualidad, por lo menos en España ha servido para que la editorial Siruela rediseñe su «colección», vistiendo con nuevas cubiertas el importante fondo bibliográfico con el que cuenta del «más importante de los autores italianos del siglo XX».
Italo Calvino siempre se consideró un autor con suerte literaria, reconocido tanto por sus primeros cuentos como por su primera novela pronto fue apadrinado o prohijado por Elio Vittorini y por Cesare Pavese que lo introdujeron en la editorial Einaudi. Entre estas dos referencias, fundamentales en su didaxis literaria, se estableció un curioso juego de simetrías, muy calviniano, entre las dos ciudades donde vivían los dos escritores y traductores, Milán y Turín, así como entre su respectiva influencia sobre el joven escritor. Italo Calvino se mostró más renuente, o si se quiere más distante, con Cesare Pavese que con Bettini. Eligió Turín para desarrollar su incipiente carrera literaria en lugar de Milán.
La literatura de Italo Calvino, al contrario de las plantas exóticas de su jardín familiar, tiene raíces netamente italianas, aunque casi siempre haya desorientado a sus coetáneos —si se compara con Sciascia— por las exóticas irisaciones de su escritura, precisamente por su cosmopolitismo. El escritor de las Cosmicómicas entiende que el propósito de la verdadera literatura «es únicamente ofrecer modelos de visión, de pensamiento de lenguaje y de sentimientos», por lo que siente propensión «por la novela construida sobre un diseño definido de principio a fin». Es decir, para el autor de Tiempo Cero el trabajo creativo responde a un laborioso proceso de elaboración y de decantación, por lo que desconfía de lo que otros escritores llaman inspiración. La originalidad y la espontaneidad de un texto surgen de la duda como resultado, tras haber agotado el escritor sus posibilidades de escritura. Calvino es un escritor de diseño que trabaja como un estricto jardinero, por decantada acumulación.
Buen conocedor de las teorías estructuralistas y posestructuralistas desarrolladas sobre todo en París, ciudad en la que alternó con Turín su domicilio, solo se siente realmente atraído —fruto de sus intereses creativos y de su admiración por Raymond Queneau— por el grupo de El Oulipo, que se regía sobre la idea de que «las reglas pueden estimular la imaginación».
El lector de He nacido en América enseguida se percata de que Italo Calvino siempre estuvo escribiendo las Seis propuestas para el próximo milenio que tanta influencia tuvieron en la preceptiva literaria de nuestro tiempo, y que no dejan de ser una síntesis magistral de su pensamiento literario. Un libro póstumo que recoge cinco de las seis conferencias que el escritor de Si una noche de invierno un viajero no pudo pronunciar en la Universidad de Harvard, y al que se puede considerar, con toda justicia, una poética (narratológica) que encierra una visión de la propia existencia que, por lo tanto, excede la mera elucubración estética. A través de estas Seis propuestas para el próximo milenio, Calvino vuelve a reiterarnos que la «Levedad» se «asocia con la precisión y la determinación», así como es «una reacción al peso de vivir»; sobre la «Rapidez» considera que cualquier relato «es una operación sobre la duración» y, parafraseando a su admirado Galileo, que «Discurrir es como correr», por lo que una de sus máximas es «Festina lente, apresúrate despacio»; sobre la «Exactitud» parafrasea a su dilecto Valéry, para decirnos que «la poesía [es] como una tensión hacia la exactitud» y que por ello «la poesía es la gran enemiga del azar, a pesar de ser también ella hija del azar, y que sepa que el azar, en definitiva, ganará la partida»; sobre la «Visibilidad» coloca como frontispicio el verso de Dante en el Purgatorio (XVII, 25) que dice «Poi piovve dentro a l’alta fantasía [Llovió después en la alta fantasía]», para, tras evocar nuevamente las imágenes del Corrieri dei piccoli, advertirnos de la necesidad de una pedagogía de la imaginación que nos habitúe «a controlar la visión interior sin sofocarla» de manera «icástica»; en cuanto a la «Multiplicidad», entiende a «la novela contemporánea como enciclopedia, como método de conocimiento, y sobre todo como red de conexiones entre los hechos»; para rematar sus disertaciones con «El arte de empezar y el arte de acabar», el comienzo —nos dice— es un momento crucial donde se ofrece «la posibilidad de decirlo todo, de todos los modos posibles», en cambio el final realmente importante es aquel «que pone en entredicho toda la narración», así como «la jerarquía de valores que informa la novela». Las Seis propuestas para el próximo milenio, además de ser el testamento literario de un maestro y, por ende, toda una lección de preceptiva sobre el arte de escribir, es un lúcido compendio de la literatura italiana y una esclarecedora actualización de nuestro canon occidental. Por si esto fuera poco, Calvino entrevera en sus disquisiciones algunos de los relatos cortos y apólogos más señeros de nuestra tradición literaria, como el que antecede a una de sus propuestas, «Rapidez»:
El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta, encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en las manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.
Italo Calvino trabajaba con la premiosidad y exigencia propia de un poeta, siempre en busca de la palabra adecuada, necesaria y precisa que mejor completase sus «modelos de visión». Por lo que no debe extrañar que de todos sus libros sea el de Las ciudades invisibles, el más poético de todos ellos, con el que más identificado se sentía —o si prefiere, satisfecho estaba—, tanto por su estructura como por su metafórico lenguaje. Las ciudades invisibles pueden entenderse como un conjunto de prosas poéticas, el propio autor señaló que había surgido por acumulación «con intervalos a veces largos, como poemas que fu[e] escribiendo» a lo largo del tiempo para someterlos después a un complejo proceso de composición. El libro no es una novela y «aunque contiene muchos relatos, tampoco es un libro de relatos convencional». Tiene algo de esos dibujos trazados sobre papel cebolla que al superponerlos adquieren otra entidad. El lector se encuentra con un conjunto de ciudades inexistentes pero que al final de la lectura, por superposición, acaba reconociendo como la ciudad que habita en su memoria o, por extensión, como esa gran metrópoli en la que vive cualquier ciudadano de nuestro tiempo. Hoy todas las calles parecen una prolongación de la misma ciudad a la que se llega a través de la estación de un tren de alta velocidad o de un terminal de un aeropuerto. Esta conciencia de habitar la misma trama vital, que solo se singulariza en cada uno de sus barrios, queda transferido en las reflexiones urbanísticas y sociológicas de Italo Calvino; de ahí el interés que ha suscitado este libro —especialmente en Estados Unidos— entre los arquitectos, diseñadores de mobiliario urbano, sociólogos, filósofos, etc. El autor de Las ciudades invisibles reconoce la inspiradora influencia de El Millón de Marco Polo para escribir su libro, pero no así, lo que no deja de resultar extraño, la influencia de Charles Baudelaire y de sus Pequeños poemas en prosa. Para el estudioso del utopista Fourier, la ciudad está hecha «de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado». Sobre esas medidas, o encubiertas por ellas, se encuentran las ciudades invisibles que el morador o visitante, dependiendo de su sensibilidad y de su biblioteca personal, puede descubrir a cada paso.
El jardinero de Liguria siempre estuvo reflexionando sobre su escritura, universalizando sus análisis e interpretaciones en un intento objetivador. Leer sus opiniones y teorías literarias excede el ámbito italiano para ser una lúcida inmersión en el palimpsesto de nuestra tradición literaria. Quizá por ello por los relatos, fabulaciones y novelas de Italo Calvino no pase el tiempo, tan solo los lectores.
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Todos los libros mencionados se pueden encontrar en la Biblioteca Calvino de la editorial Siruela.
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