Iván Ferreiro y Leiva realizaron una gira en 2013. Diez años después de aquellos conciertos, el antiguo líder de Los Piratas ha puesto en papel su versión de los hechos junto a su prima, la escritora y psicóloga María Rod (La importancia del pez cebra, Editorial Elvira, 2019). Esta autobiografía de ficción, Meteoro y el Señor Conejo (Harper Collins, 2023), funciona como una entretenida buddy movie —con los dos músicos transformados en Max Estrella y don Latino, los protagonistas de Luces de Bohemia— que alterna momentos lisérgicos, al más puro estilo Hunter Thompson, con momentos vitales que invitan al desasosiego como suele ocurrir en muchas de las canciones del cantante —»En el alambre», de su último disco, Trinchera pop, es un buen ejemplo— y situaciones surrealistas que parecen sacadas de una película de Wes Anderson.
Hablamos con Iván Ferreiro y María Rod de Los duelistas, de la posibilidad de que el Gran Wyoming viva en los camerinos de la Sala Galileo, del alcalde de Vigo y de la importancia de tener un Sancho Panza en nuestras vidas.
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—María, usted que es más imparcial: Leiva dice que no debemos creernos ni la mitad de lo que se cuenta en este libro e Iván asevera que el texto es fiel a la realidad. ¿A quién tenemos que hacer caso?
María Rod (M)—A los dos. (Risas) A veces, me planteo qué es realidad y qué es ficción. Y al final creo que todo es realidad, pero todo también es ficción. Todo lo ficcionamos, pero parte de un hecho real.
—Como psicóloga, defina la relación clínica entre sus dos pacientes, Leiva y Ferreiro.
(M)—(Risas) Compañeros de psiquiátrico.
—Santi Balmes (Love of Lesbian), Eric (Los Planetas), Jorge Martí y Pau Roca (La habitación roja)… Hay un boom de músicos del indie nacional que publican libros. ¿La literatura y la música son vasos comunicantes?
Iván Ferreiro (I)—No sé. En el caso de Santi Balmes, él es un escritor que también tiene un grupo de música. En mi caso yo me quería desmarcar un poco de ahí. Me han llamado muchas veces las editoriales para sacar libros, pero yo no soy un escritor, soy un músico que escribe letras. En mi caso también era un poco de puteo: me llamáis a mí que no sé escribir y no a María que es la que sabe hacerlo. Pienso que mis compañeros publican libros porque tienen una necesidad de escribir y de contar una serie de cosas, y en mi caso tiene más que ver con protestar y echarme unas risas; la literatura me la tomo menos en serio que ellos.
—Hay muchas referencias en el libro a películas (Kill Bill, Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, Mar adentro…), y a personajes del celuloide como Íñigo Montoya (La princesa prometida). Muchas de sus canciones funcionan como imágenes cinematográficas. Se me ocurren, por ejemplo, «Turnedo» y «M».
(I)—Desde hace muchos años, me alimento más de lo audiovisual que de la propia música. Escucho discos, pero ya no soy ese tío que está pendiente de las novedades. Sin embargo, cuando vengo de tocar el fin de semana y de estar en varios festivales, llego a mi casa y para que mi cabeza se recoloque necesito verme la película o una serie. Estos formatos te permiten soltar una frase, una referencia que tiene 2.000 palabras. Si menciono a Chihiro con el «sin cara» dentro del vagón estoy contando muchas cosas y me ahorro 20 estrofas. Por otro lado, el cine —al igual que la literatura— es un arte muy completo, la música solo tiene sonido, pero una película lo acompaña todo con imágenes. Todas las obras tienen un diálogo entre ellas. El cine tiene un diálogo con el que lo ve, el director está conversando con otro director, las canciones tienen conversaciones con directores de cine. En los libros hablamos unos con otros sin darnos cuenta. En el fondo todo viene a ser lo mismo, se trata de expresar nuestras ideas, nuestras emociones, y sentir cosas y que nos hagan pensar por qué la sentimos.
—Cuando hicieron la gira Leiva y usted se retaban por Twitter. Me recuerda a ese combate eterno entre Hearvey Keitel y David Carradine en Los duelistas de Ridley Scott.
(M)—De hecho, esa película estaba en las notas iniciales. Es algo que tenía en un rinconcito de la cabeza todo el tiempo. Porque la idea del duelo fue un poco el leitmotiv de toda la novela. Un duelo entre los dos que fue real —algo que salía en Twitter y todo el mundo conocía— y que se convierte en un concepto que sobrevuela todo el libro hasta el final cuando se resuelve.
(I)—Leiva y yo usábamos ese duelo como una excusa. Cuando planteamos esos conciertos nosotros estábamos cada uno con nuestras giras y coincidíamos muy poco. Nuestros managers tenían que ponernos juntos en el calendario para poder vernos. A mí me gusta mucho del libro que haya ese duelo continuo, que es la única parte de la obra que no es de verdad, porque Leiva y yo somos cualquier cosa menos enemigos; somos dos amigos que se cuidan y se ayudan. Pero esa idea de los duelos siempre es divertida. Luego cuando hacíamos los conciertos nadie preguntaba sobre qué iba ese reto y nunca llegamos a explicar cuál era la afrenta. Pienso que esa es una manera interesante también de hablar de la amistad.
—¿Cómo ha sido el proceso de escritura de esta novela? ¿Qué ha aportado cada uno?
(M)—¡Uf! Ha sido tanto tiempo, tan enredado todo, que ya no sabía diferenciar mi vida de la de Iván. (Risas).
—Y de la de Leiva…
(M)—Había que plasmar todo un proceso de pensamiento. Todas las cosas que yo improvisaba a Iván le gustaban porque de alguna manera él pensaba lo mismo. Hemos fusionado nuestros cerebros hasta hacer uno solo que se llama «Meteoro y el Señor Conejo». Ese fue un proceso difícil al principio, porque debíamos encontrar el tono para contarlo, pero una vez que empezamos a escribir todo comenzó a fluir y fue rodado.
—Ahora que no nos escucha, ¿ha sido Iván un alumno aplicado o uno díscolo?
(M)—Aplicadísimo.
(I)—La verdad es que yo no hice nada (Risas).
(M)—Podías haber obstaculizado (Ríe). La verdad es que fue estupendo, porque al principio yo no sabía muy bien cómo organizarlo. Entonces le daba el borrador de un capítulo y se lo enseñaba. Como le gustaba todo, yo iba aumentando la caña que le metía. Esa es una virtud que tiene Iván, porque le tomaba el pelo, lo machacaba emocionalmente en la novela, y a él le gustaba. A casi nadie le gusta verse así.
(I)—Es que soy un amante de la ficción. Y también de dejar a la gente trabajar, porque no hay cosa que más me joda que cuando llevo dos meses curando en una canción llegué a alguien y te diga: aquí podrías decir mejor esta palabra… Y tú dices: cuando estés tres meses, cabrón, con la puta palabra entenderás por qué la elegí. Y a mí me pasaba lo mismo con María. Nosotros teníamos charlas, pero luego ella al escribir veía otras cosas. Yo entiendo ese proceso creativo en el que deberías ir hacia el punto A, pero en algún momento hay algo tangencial que te empuja hacia en otra dirección, hacia el punto Z. Cuando María me mandaba los borradores, yo pensaba en disfrutar, me ponía en el lado del lector. Me parecía que era la manera más respetuosa de enfrentarse a su trabajo y por otro lado eso era lo que estábamos buscando. Me sorprendía en cada capítulo que me traía, yo me descojonaba en mi casa y pensaba que era genial. No quería meter mucha mano porque la veía en muy buena dirección.
—Hay un momento de la novela que se me ha quedado grabado. Cuando Wyoming le rescata de los camerinos de la sala Galileo, en los cuales se ha quedado encerrado una noche después de un concierto, porque él vive allí. No me lo puedo quitar de la cabeza.
(I)—(Risas) ¿No sería genial que Wyoming viviera allí?
—Por supuesto.
(M)—Hubo un momento, al principio, que Iván me contaba anécdotas de la sala Galileo —a la que yo personalmente no fui nunca—, y me hablaba de Ángel Viejo, que él me decía que era un mecenas maravilloso con los músicos que empezaban, a los que incluso a veces les dejaba dormir allí cuando no tenían un duro. El Gran Wyoming tocó allí mil veces con el maestro reverendo, y quizás durmió allí algunas noches en sus inicios. Y con todo ese material, yo no sé si me hice una paja mental. A mí me quedó esa idea grabada en la cabeza y dije: ¡pues perfecto!
—En el libro hay unos cuantos secundarios de altura como Manolón y el fontanero, pero quizás el más importante es Amaro, su hermano. Cuando todo se descontrola, él es quien aporta sabiduría y buenos consejos. Es una especie de recurso narrativo para reconducir el desastre.
(I)—Sí. Así es como pasa en la vida real. Yo tengo a mi hermano salvándome continuamente. A mí me gusta mucho la posición en la que María le puso, porque él es el único personaje que no es ridículo. Amaro es el único con la cabeza en su sitio. Él es un secundario que en realidad es un personaje principal. Todo lo que hago, sin Amaro sería realmente imposible.
(M)—Yo no lo veo tanto como secundario, sino como su propio alter ego; su parte más racional. Amaro salva a Iván de sí mismo cuando necesita que alguien le dé un consejo.
(I)—Hay una cosa que me explicó un día Pablo Novoa: todo músico es un Quijote que necesita un Sancho. Amaro ha sido mi Sancho Panza durante muchísimo tiempo. También es cierto que a veces nos mezclamos y yo acabo siendo Sancho y él hace de Quijote. Se trata de una relación real, no es una metáfora forzada. Eso es algo que pasa en un montón de grupos: Mick Jagger tiene a Keith Richards, Morrissey a Johnny Marr, Leiva a su hermano Juancho, y Santi Balmes a Julián Saldarriaga. Todos necesitamos a alguien que nos eche una mano. A mí me gusta esa mezcla: que los Sancho Panza acaban convirtiéndose a veces en Quijotes, y estos en Sanchos.
—En el libro hay humor, pero también está el sentimentalismo y esa sensación de amarga victoria que predomina en la obra del Iván Ferreiro músico, ¿cómo ha sido para usted como narradora adaptarse a ese tono?
(M)—Eso a mí me sale natural. Necesito adorar a mis personajes, aunque lo hagan mal. A mí me resulta más interesante alguien que es un perdedor, que falla y busca una salida. Intento verlo con muchísima ternura incluso cuando en algún momento hace algo que te puede sentar mal, porque comprendes que al final todos metemos la pata, que todos tratamos de remontar nuestros fallos.
—Al principio de la novela, Iván dice que le cuesta mucha energía hacer nuevas amistades. ¿Con la edad llega la misantropía?
(I)—Esa sí que es una parte de ficción, aunque yo tengo una parte asocial por temporadas. Lo que más me gusta de la novela es que parece que soy yo el que está hablando todo el rato, pero hay una serie de actitudes que no tienen mucho que ver conmigo. Soy una persona muy abierta, me relacionó con mucha gente y me gusta tener una casa que está siempre abierta a todo el mundo. Cuando hice esa gira estaba súper feliz, me iba todo muy bien, y yo le dije a María: eso no sirve, tenemos que hacer ver que estoy desesperado, que no soy capaz siquiera de tener una conversación normal con las personas porque mi cabeza va a toda velocidad.
(M)—Es un relato de ficción que tiene que gustarle al público. Hablar de un músico famoso al que todo le va muy bien… Yo creo que a la gente le iba a dar mucha rabia. Para acercarlo a la gente de la calle, a los lectores normales, teníamos que hacer que ese músico de éxito fuese como todos nosotros, incluso un poquito peor.
—¿No le ha dado miedo que la gente interprete todo lo que pasa en la novela al pie de la letra?
(I)—Si me preocupara lo que malinterpreta la gente, no haría ni promoción. Hay una tendencia a que yo digo una frase y creer que es un todo. Así es la vida con las redes sociales hoy en día. Si apoyo el feminismo, soy un planchabragas; si me cae mal Abel Caballero —alcalde socialista de Vigo—, por las luces de Navidad, soy un facha de mierda. Estoy bastante acostumbrado a eso. La gente está deseando leer una frase rara para demostrar que realmente eres una mala persona. Como eso es algo que pasa todo el rato, quería que en el libro fuese un ser tan miserable que luego cuando haga las entrevistas les parezca muy buena persona.
—Además del libro, ahora está promocionando un nuevo disco, Trinchera pop. Las canciones de este nuevo disco están llenas de capas y de samples, desde Max Richter —que a su vez había retorcido a Vivaldi— hasta la sintonía de El hombre y la tierra de Félix Rodríguez de la Fuente. ¿Se ha vuelto más complejo al cumplir años?
(I)—La verdad es que el disco no es tan complejo. Una de las cosas que me gusta de él es que parece mucho más complicado de lo que es. Las canciones son bastante sencillas. Lo que sí necesito, a medida que crezco, es sentir que hago mejores discos. Yo no soy uno de esos músicos que cada nuevo trabajo se lo toma con más pachorra. Primero porque no tengo el dinero suficiente para poder hacerlo. Si me hubiera hecho millonario a los 30, igual ahora pensaba de otra manera. Pienso que el disco es complejo a nivel conceptual. Excepto La humanidad y la tierra que es una canción más sofisticada a nivel armónico y rítmico, el resto son temas muy sencillos. Yo quería hacer un álbum más filosófico, sobre las ideas y las emociones. No buscaba un disco donde el oyente tuviera que irse a la Wikipedia para ver de qué hablo. No sé muy bien cómo hago los discos, los hago con el compromiso de hacer el mejor disco posible y de sentirme orgulloso de ello.
—¿Le han cogido gusto a esto de escribir? ¿Tendremos más libros suyos? ¿Solos o en compañía?
(M)—Yo en este momento estoy tan harta de Iván Ferreiro y Leiva… (risas) que solo pensarlo vomito. Todo lo que tenía que decir sobre Iván Ferreiro lo he dicho ya. No sé qué pasará en el futuro, pero necesito una especie de descanso. Estoy como con depresión posparto. Necesito un tiempo de reflexión y de olvidar.
(I)—Te decía antes que no soy escritor. Y si en mi vida voy a tener un libro, este me parece maravilloso. A no ser que María quiera escribir otra cosa, yo no creo que vaya a hacer nada.
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