Foto de portada: EFE
Uno de los mejores escritores de las últimas décadas está en el escenario del Auditorio de Caguas dando la charla inaugural del II Congreso de escritores de Puerto Rico. Durante el turno de preguntas, una joven estudiante le plantea una cuestión, aparentemente sencilla: «¿Qué le motivó a escribir?». J. M. G. Le Clézio, Premio Nobel de Literatura en 2008, responde que él fue un niño de la guerra que vivió su infancia en la Francia de la II Guerra Mundial —estaba encerrado en casa, no había juegos, ni cine y muy pocos libros—, y que su primer recuerdo, con apenas tres años de edad, fue el sonido de una bomba que cayó en el jardín: «Ese fue el primer ruido que entró en mi vida. Se rompieron los cristales, fue como un terremoto, tenía que contarlo, ese fue un buen motivo para ser escritor». Y lo contó, primero en los cuadernillos de racionamiento, con un lápiz de carpintero, y un poco más tarde en una novela con la que ganó el Premio Renaudot, El atestado (1963), cuando tenía veintitrés años.
Un radar estuvo a punto de arruinar esta entrevista. El vuelo de Le Clézio tuvo que retrasar su despegue desde Francia por un defecto en esa pieza aeronáutica. Cuando por fin consiguieron traer un repuesto desde Alemania, su itinerario comenzó a alargarse. En el JFK de Nueva York tuvo que esperar durante horas para coger el vuelo a San Juan. Cualquier otra persona maldeciría su suerte, tomaría café, bebería cervezas, comería una barrita de proteínas y vería Instagram en el teléfono móvil; Le Clézio, encerrado en ese aeropuerto, pensó en Ellis Island —la isla donde llegaban los emigrantes europeos a principios del siglo XX, situada a solo cincuenta kilómetros del lugar donde se encontraba—, en lo que sentirían esos italianos, eso escandinavos, los judíos que huían de los pogromos de Rusia y llegaron a Estados Unidos en busca de una nueva vida, retenidos allí durante días, meses en algunos casos, sin saber si lograrían conseguir el sueño de una vida mejor. Y es que este ha sido uno de los grandes temas de su literatura, el dolor de los migrantes, sobre todo el de los más vulnerables, el de los más indefensos, los niños. El autor de La cuarentena (1995) llegó muy cansado a Puerto Rico y su calendario de eventos tuvo que modificarse. Mi turno con el escritor francés fue cancelado. Al radar lo llaman la «nariz» de los aviones y durante dos días no dejé de maldecirlo, pensaba en Quevedo: «muchísimo nariz, nariz tan fiera».
Los retrasos aéreos habían impedido a Le Clézio asistir a la presentación a la prensa del congreso en el Jardín botánico de Caguas, pero sí que pudo acudir puntual a la cita para dar la conferencia inaugural: «El otro, el mismo». Un lema inspirado en una frase de Arthur Rimbaud: «Yo es otro», una invitación a comprender el mundo desde una visión enajenada de uno mismo. El Nobel francés llegó junto con su inseparable compañera, Jemia, con la que ha compartido una vida sin fronteras, de nomadismo, la mujer que le enseñó el desierto —»la cuna de la civilización, junto a la selva», según afirmó al día siguiente J. M. G.— y le contó historias mágicas del Sahara donde ella nació. Sus rostros mostraban el cansancio. El escritor francés sonreía mientras esperaba entre bambalinas. Durante la siguiente hora y media, el autor de El africano (2004) defendió la necesidad del intercambio de culturas, algo que según manifestó: «Está en las antípodas de la opinión mayoritaria, pero es un esfuerzo necesario y urgente». En su discurso destacó una idea: «Vivir en empatía, abrirse a otra mirada, a la realidad». Algo complicado de conseguir, según matizó Le Clézio: «En nuestra civilización intolerante, enturbiada por la búsqueda de la identidad y los conflictos religiosos, esta visión podría parecer una gran ingenuidad».
Segundo día de congreso. Me despierto de madrugada. Una vuelta, otra vuelta. Me levanto de la cama. Maldito Jet Lag. Me siento en la terraza y observo la laguna de Condado. Repaso las notas que tomé la jornada anterior. Veo un avión pasar sobre mi cabeza y me pregunto si tendrá radar, si llevará bombas, si viajará Quevedo dentro. Sigo sin tener agendada la entrevista. Por la tarde, el ganador del Premio Paul Morand tiene un diálogo con una de las mejores escritoras de la isla, Mayra Santos-Febres. Durante su conversación, se ilumina la pantalla de mi teléfono: «Tienes media hora con Le Clézio cuando termine la charla». El radar vuelve a funcionar; despegamos.
***
—Usted sostiene que «la cultura no está separada de la vida». ¿Qué puede o qué debe aportar un escritor al mundo?
—Es una buena pregunta, pero no sé si hay contestación. Y si el escritor tiene derecho a contestar a esto, porque hay algo de involuntario en este proceso. El escritor está bajo la presión de sus obsesiones personales, de memorias y de lecturas que cambiaron su vida; restituye de una forma alterada lo que recibió, por eso no es totalmente responsable de lo que hace.
—Le pidió en 2018 a Macron humanidad con los inmigrantes y le instó a preocuparse por los desfavorecidos. ¿Cree que los políticos franceses, y los europeos, están concienciados con esa petición?
—No sé cuánto éxito tuvo esta petición (Ríe). La República francesa tiene poco interés por las opiniones de los intelectuales. El poder en Francia es un sistema muy abstracto, un sistema de casta. Hay una casta política que tiene sus ideas y prejuicios totalmente formados. No están dispuestos a cambiar ni una sola nota de sus programas. Cuando la población se junta con los intelectuales, como ocurrió en el caso de Jean Paul Sartre, ocurre algo interesante, pero depende también del político. El general de Gaulle, que era presidente en tiempo de Sartre, era un intelectual. Era un militar, pero era un intelectual. Ahora no se da ese caso. La clase política francesa proviene de escuelas especializadas en ciencias políticas y tiene un programa fijado durante su tiempo de estudiantes y lo aplica a rajatabla. Para contestar a la pregunta, creo que esta petición no tuvo mucho éxito. Hubo una contestación del presidente Macron donde decía, sin nombrar mi petición, que le generaba desconfianza la simplicidad de algunos intelectuales.
—El primer libro que le impactó fue El Lazarillo de Tormes. Esa situación trágica de la infancia, cruel y realista, la ha replicado luego usted cuando ha hablado de los niños migrantes en sus obras.
—Sí, eso fue lo que me impresionó del libro. Era algo que no se enseñaba a los niños en los cuentos de hadas: que un niño es responsable de sí mismo, como en el caso de este huérfano. El lazarillo es vendido a un ciego sádico y brutal, y tiene que inventar una manera de sobrevivir. Como ocurre en el famoso episodio del racimo de uvas, tiene que encontrar su manera de conseguir sus alimentos, las uvas. Se tiene que ganar las uvas.
—El otro libro que le impactó como lector en su iniciación fue El Quijote. ¿Cómo le ha influido en su escritura?
—Yo leí este libro tan extraordinario cuando tenía unos diez años. Pero no me di cuenta de que tenía un estilo, de que ese libro era literatura. Para mí era la verdad. Era un libro que contaba lo que estaba pasando fuera de mi casa. Podía haber sucedido en una calle vecina, en Niza. Para mí no era literatura, ese libro era la verdad. En ese momento fue como leer un periódico, como escuchar a un familiar contar la historia de su vida. No me di cuenta de que esa historia era una invención de un hidalgo.
—Le he escuchado que un concepto que le atrajo de la novela es la de esa pareja de personajes recorriendo un paisaje destruido, que podía ser la Europa de después de la II Guerra Mundial que usted conoció.
—Había muchas similitudes. En la novela había territorios polvorientos, como en Francia después de la II Guerra Mundial: el aire no era puro por los restos del cemento y de las piedras —que en Niza son volcánicas— de las casas que habían sido destruidas. Pienso que ese aire lleno de polvo era similar al que respiraba Don Quijote cuando atravesaba La Mancha.
——Usted ha vivido en muchos lugares, tiene dos nacionalidades, habla un perfecto español y su mujer es del Sahara. Sin embargo, en la presentación ha insistido en su condición de mauriciano. Se ha definido como un hombre de isla, de isla de azúcar y huracanes. ¿Es este país al que se siente más cercano?
—Sí. Yo he nacido en el sur de Francia, un lugar que no tiene nada que ver con Mauricio, pero mi familia mantenía sus tradiciones mauricianas. Éramos una célula aislada. No comía patatas, comía arroz; no tomaba ensalada fresca, la comía hervida; el domingo hacíamos curry. Comíamos como lo hacían en la Isla Mauricio. Por esa razón, a mí me daba la sensación de que yo pertenecía a un mundo que era medio legendario, de ficción; un mundo aparte. Nacer y criarse en un mundo tan aislado puede resultar favorable para un escritor. Teníamos pocas amistades. Solo estaban mis tías, con su acento mauriciano, y mi abuelo, que hablaba criollo. Todo eso configuró un mundo muy diferente.
—Cuando tiene ocho años, de la Europa de la posguerra viaja hasta África, a Nigeria, donde está su padre. Lo relata en su novela El Africano. ¿Cómo fue ese contraste? ¿Cómo fue la experiencia de descubrir otro mundo tan diferente?
—Leí un relato, creo que es de Rudyard Kipling, cuando viajó a Estados Unidos, poco tiempo después de la Primera Guerra Mundial, que puede describir esa sensación. El Océano Atlántico estaba lleno de minas alemanas, que chocaban con la proa del barco mientras navegaba. Cuando leí ese relato me dio la impresión de que mi viaje a África había sido parecido e igual de extraordinario.
—¿Cómo ha cambiado esa África que usted conoció?
—No he vuelto al lugar donde estuve durante mi niñez. Sé que allí hubo la guerra de Biafra, exactamente en el lugar donde viví cuando tenía unos diez años. En esa guerra murieron entre ochocientas mil y un millón de personas. Entre esos muertos debieron estar una gran parte de los niños que conocí en aquella época. Esa parte de África que yo conocí ya no existe. Me enseñaron una foto de Ogoja, el pueblo donde estuvimos viviendo. Ahora hay edificios altos. En aquella época solo había chozas de adobe. Todo ha cambiado, ese mundo ya desapareció, pero sigo conservando las sensaciones de lo que viví. No he regresado a Nigeria, pero sí que fui a Senegal y a Ghana, donde reconocí el olor de la tierra, la luz del cielo, hasta las voces de los niños, que eran las mismas voces que yo escuché de niño. Una parte sobrevivió, y otra desapareció. Eso es lo que ocurre cuando uno envejece.
—Acaba de cumplir ochenta y cuatro años, y hace solo unos meses que publicó en nuestro país su último libro. ¿Cuál es su impulso para seguir escribiendo?
—No lo sé. Es una manía (Ríe). Escribir es algo que me gusta hacer porque tengo una vida muy banal. Salgo poco a la calle. Ahora tengo otra manera de pasar el tiempo, comparto mis momentos con mis nietos y nietas, que tienen entre tres y seis años. Ellos están destinados a vivir en un mundo diferente. Los niños del presente van a sufrir falta de recursos, la pérdida de la naturaleza, no van a tener un aire puro… Ese puede ser uno de los motivos para escribir, tratar de mantener la memoria de lo que ya desapareció.
—Su última obra, El amor en Francia, se centra en los inmigrantes, sobre todo en los niños, los que más sufren en esas situaciones tan dramáticas. Los llama “los indeseables”. Esa ha sido una de las grandes preocupaciones de su obra.
—Sí. Porque creo que es difícil hablar de política en una obra mostrando unos actores adultos, pero es más fácil hacerlo si los protagonistas son menores de edad. Los niños experimentan las dificultades de la vida actual de una forma más directa. La guerra para un adulto es una rivalidad entre países. Es una cuestión política. Los mayores tienen esperanza en que haya un acuerdo de paz y finalicen las luchas. Pero para un niño nada de eso tiene significado. Ellos solo sienten que hay poca agua, que no hay comida, que sufren enfermedades, que pueden morir… En la guerra todo es vivido por los niños de forma más aguda; ellos son los que expresan mejor el mundo brutal en el que vivimos. Todo eso que está pasando en la actualidad en muchas partes del mundo.
—La academia sueca cuando le concedió el Nobel dijo de usted que es “un escritor de ruptura”. ¿Le gustó esta definición?
—No sé si soy un escritor de ruptura, pero sí reconozco que hubo una ruptura cuando era joven. Hubo dos capítulos importantes entonces. El primero ocurrió cuando era joven: pensaba en escribir, vivía en ciudades, padecía dolor de estómago y tenía dificultad para las relaciones sociales. Luego vino el segundo cuando viajé y viví en otros países. Entre esas dos etapas estuve en la selva de Panamá, donde encontré a personas que viven sin literatura, sin religión, sin autoridad política y que son completamente felices. Eso me dio una confianza, quizás un poco exagerada, en la humanidad y decidí cambiar totalmente mi manera de ser. Porque ellos, a pesar de todas las dificultades materiales, tienen confianza en el mundo.
—También estuvo en México y allí estuvo en contacto con la cultura ancestral de Mesoamérica. ¿Cómo fue esa experiencia?
—Vivir en Michoacán fue una gran oportunidad porque allí conocí a un hombre excepcional, el historiador mexicano Luis González y González, que escribió Pueblo en vilo (1968), un libro que en mi opinión es esencial dentro de la historia moderna, porque él cuenta toda la historia del mundo a través de un pueblito, el suyo, San José de Gracia. Se trata de un arquetipo humano. Eso se conoció luego como microhistoria; Luis fue su inventor. González fundó un colegio en el cual me invitó a hablar de literatura. Pasé doce años allí. El Valle de Zamora es un lugar de mestizaje, una reproducción a nivel pequeño de lo que puede ser la raza humana.
—Hablando de mestizaje, la mezcla de culturas está cambiando en el mundo, pero en Francia, y también en España, surgen partidos de ultraderecha que quieren combatirlo.
—Tengo mucho odio a esa gente. Si la extrema derecha llega al poder en Francia, no creo que pueda permanecer allí. Quizás tenga que encontrar otro lugar. Quizás aquí en Puerto Rico (Ríe). Es una amenaza; así es como lo siento. Muchas de sus frases, de sus eslóganes, parecen sacados de discursos de los años 30.
—La época del auge del fascismo.
—Por eso creo que la solución la pueden aportar islas como Mauricio o Puerto Rico, que han vivido ya todo ese proceso y han tenido que mantener una armonía para la convivencia.
—Terminamos. ¿Cuál es su próximo proyecto de escritura?
—Ahora estoy escribiendo una novela de ficción, pero no totalmente de ficción. Los protagonistas viven, durante el periodo entra las dos grandes guerras, en armonía, en una selva en Francia.
—¿Una selva en Francia?
—Sí. En Francia hay selvas. Y también en España (Ríe).
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