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Jack el Destripador mata por segunda vez

Otro ocho de septiembre, el de 1888, el Londres victoriano —capital de la metrópoli de un imperio que abarca un quinto de los territorios del planeta y convierte en sus súbditos a un cuarto de la población mundial— pierde su esplendor y su opulencia, su pompa y su circunstancia, en Whitechapel. La superpoblación de este barrio del East End sobrevive en el Londres de la niebla gris en el más absoluto hacinamiento.

A los desheredados autóctonos, vecinos seculares del lugar, en los últimos años se les han sumado los emigrantes irlandeses y los hebreos que, huyendo de los pogromos desatados en el este de Europa, han encontrado refugio en unas calles que están consideradas las más peligrosas e insalubres de todo el imperio. Hablamos de vías como Dorset, Flowers & Dean, Thrawl Street…, aquellas que conforman las manzanas de la zona conocida como Spitalfields. Son el meollo de aquel infierno: alcoholismo, prostitución —se contabilizan mil doscientas meretrices y sesenta y dos burdeles—, enfermedad, racismo —los primeros sospechosos son judíos— y la violencia extrema que éste conlleva… Lo que allí se ve convierte en poco más que una minucia el calvario de los hospicianos de Dickens.

"Aquel Londres finisecular decimonónico, hoy, ocho de septiembre de 1888, volverá su vista aterrada hacia el patio trasero del veintinueve de Hanbury Street"

La sociedad británica, que dieciocho años después de la muerte de uno de sus autores favoritos prefiere seguir leyéndole con avidez antes que asomarse a esas mismas miserias del Londres de Oliver Twist, elevadas a su enésima potencia en aquel Londres finisecular decimonónico, hoy, ocho de septiembre de 1888, volverá su vista aterrada hacia el patio trasero del veintinueve de Hanbury Street.

Frisan las seis de la mañana. Dicho de otra manera, ya estamos en esa hora en que, en las escaleras que llevan a los pisos convertidos en casas de huéspedes, se confunden quienes se matan bebiendo —que ya vuelven al catre a dormirla— y quienes prefieren hacerlo trabajando, que, un día más, marchan al tajo.

John Davis, un cochero domiciliado —junto a su esposa y sus tres hijos— en el tercero del inmueble de Hanbury Street ya referido, esa mañana se sentará tarde en el pescante del carruaje donde se desempeña. Nada más pisar el patio se topa con el cadáver de Annie Chapman —florista, tejedora y prostituta ocasional— terriblemente mutilado. “La rigidez de los miembros no estaba muy marcada. Pero ya se evidenciaba. La garganta presentaba un corte profundo. Su incisión a través de la piel era irregular y rodeaba todo el cuello”, escribe George Bagster Phillips en la edición del día catorce de ese mismo septiembre de The Times. Sabemos que Bagster es cirujano. Sin embargo, no hay constancia de que actúe como forense. Eso sí, es uno de los primeros facultativos que ve los restos de la infeliz. De hecho, apenas ha pasado media hora desde que Davis ha dado la voz de alarma y, en ese Londres de la opulencia, la miseria y la niebla gris, el tiempo discurre mucho más despacio que en nuestro siglo XXI.

“El abdomen había sido totalmente abierto: los intestinos, separados de sus ataduras mesentéricas, habían sido extraídos y colocados sobre el hombro de la víctima —prosigue el doctor en su artículo—; la pelvis, el útero y sus apéndices, con la parte de arriba de la vagina y los dos tercios posteriores de la vejiga, habían sido totalmente extraídos. No se encontró rastro de estos órganos. Los cortes eran limpios, sorteando el recto, y dividiendo la vagina de forma que se evitó cualquier daño a la cerviz uterina. Obviamente es el trabajo de un experto. Al menos, de alguien que tiene los suficientes conocimientos de anatomía como para extraer los órganos pélvicos con un golpe de cuchillo, que debe haber sido de unas cinco o seis pulgadas, como mínimo de longitud. Probablemente más”.

"Pero es ahora cuando la alimaña de Whitechapel comienza a aterrorizar a la ciudad. Su primer asesinato apenas llamó la atención"

En la madrugada del treinta y uno de agosto, apenas hace una semana, Jack el Destripador —cuya identidad sigue siendo una incógnita en nuestros días— ha dado muerte con el mismo método, idéntica saña y semejante crueldad a otra meretriz, Mary Ann Nichols. Pero es ahora cuando la alimaña de Whitechapel comienza a aterrorizar a la ciudad. Su primer asesinato apenas llamó la atención. La barbarie perpetrada contra las prostitutas, que a menudo son víctimas de las brutales palizas de varios proxenetas a la vez —quienes no dudan en practicarles terribles cortes cuando se les rebelan— entra dentro de toda esa miseria que la metrópoli del imperio más grande de la historia, el Londres de la opulencia, prefiere ignorar.

Pero que el asesino sea capaz de mutilar con la misma precisión en ambas ocasiones, que sus amputaciones obedezcan a todo un método, procura un escalofrío colectivo no visto hasta la fecha. Es entonces, mientras el paisanaje comienza a temblar y la infeliz Annie Chapman —cabe suponer— acaba de comprobar si la muerte es o no es el final, cuando nace el primer psicópata asesino. A buen seguro que los pares que le precedieron se remontan a la noche de los tiempos. Pero estas alimañas, indolentes y sistemáticas, no fueron consideradas como tales hasta que la sociedad fue consciente de ellos, les empezó a temer y les catalogó habiendo dado cuenta del destino último de esta florista londinense que, como tantas desposeídas de Spitalfields, cuando no tenía dinero para pagarse una cama, ejercía la prostitución.

En su última noche, un tal Donovan —el encargado del albergue del treinta de Dorset Street, donde Annie Chapman solía pernoctar—, le niega el cobijo argumentando que ha tenido dinero para cerveza, pero que ahora le falta para dormir allí. Esa es la causa de que la desdichada vuelva a la calle y se ofrezca al cliente que habrá de extirparla todos los órganos que no se encontraron. Sin embargo, el doctor Phillips sostiene que en su estómago no se apreciaban restos de bebida; sí de algunos alimentos, empero insuficientes para paliar la severa desnutrición que padeció en vida. Igualmente, se da noticia de dos pastillas, que vienen a probar que sufría sífilis o tuberculosis. De no haberse encontrado con su asesino, le hubieran quedado pocos meses de vida y, muy probablemente, también le hubiera faltado un lecho donde expirar.

"Las referencias a las atrocidades de Whitechapel son tantas que no es exagerado apuntar que inauguran todo un subgénero en la ficción criminal: el de los psicópatas asesinos"

Nick Cave habrá de olvidar al Destripador y a sus cinco víctimas —Elizabeth Stride, Katherine Eddowes y Mary Jane Kelly completan el triste quinteto— en sus Murder Ballads. Puesto a la venta en 1995, aquel álbum será toda una revisión de una tradición del folclore de las islas británicas: el de las baladas que versan sobre asesinatos. Ahora bien, las referencias a las atrocidades de Whitechapel son tantas que no es exagerado apuntar que, a la vez que abren uno de los capítulos más espeluznantes de la historia del crimen, inauguran todo un subgénero en la ficción criminal: el de los psicópatas asesinos.

Con el otoño, pero antes de que acabe septiembre, en la madrugada del día treinta exactamente, Jack the Ripper volverá a matar. Su nueva víctima será Katherine Eddowes. Paradójicamente, Kate —como la llaman quienes la conocen— antaño cantó baladas de ahorcados en las calles de Birmingham. Es este otro de los géneros del folclore de la metrópoli, donde está tan en boga como en la Francia del siglo XV, que viera nacer y morir a François Villon, autor de la primera Balada de los ahorcados (1463). Cuatro siglos después, y al otro lado del Canal de la Mancha, la cuarta víctima del Destripador había incluido en su repertorio una pieza en la que daba noticia de la soga que ajustició a su propio primo. Prostituta desde que dejó la recolección de lúpulo en Kent, sus restos fueron encontrados en una esquina de Mitre Square. Esa misma noche, menos de una hora antes, su asesino había dado muerte a la prostituta de origen sueco Elizabeth Stride.

La investigación criminal está en ciernes. En la morgue, los cadáveres de los parias se despojan de los restos que los encargados de su custodia pueden vender a los estudiantes y a las facultades de medicina, unos y otros siempre faltos de órganos humanos. Dicha carencia, ya de antiguo, viene dando lugar a algunos de los que, aún ahora, siguen siendo los mejores cuentos de miedo. Pero en el Londres de la magnificencia del imperio y la miseria de sus desheredados, los días en que la criminología empiece a considerar las huellas dactilares aún están por llegar. La ineficacia de la policía para detener al que ya se ha convertido en el primer psicópata, el primer enemigo público número uno, es manifiesta. Pese a haber interrogado a tres mil vecinos e investigado a trescientos sospechosos, de los que han detenido a ochenta, han acabado por tener que soltarlos a todos a falta de pruebas concluyentes.

Ante semejante panorama, los londinenses se han organizado en el Comité de Vigilancia de Whitechapel. George Lusk —su presidente—, el dieciséis de octubre recibe una carta y un paquete con el resto de un riñón humano. Conocida bajo el título de Desde el infierno, la macabra misiva está considerada uno de los textos autógrafos del Destripador —quien genera todo un epistolario apócrifo— porque en sus líneas se jacta de haberse comido lo que le falta a la víscera y, en efecto, el cadáver de Kate había sido despojado de dicho órgano. También parece estar claro que, casi un siglo después, el abominable apetito del asesino de Whitechapel inspirará una buena parte de la dieta de Hannibal Lecter, el psicópata de las novelas de Thomas Harris.

"El Destripador mató por última vez el ocho de noviembre. Su última víctima fue Mary Jane Kelly. Nunca más se volvió a saber de él"

Aunque cada una de ellas tiene su propia bibliografía, Katherine Eddowes será la primera víctima del depredador del Londres de la niebla gris que inspirará una ficción. The Curse Upon Mitre Square, llevará por título. Original de John Francis Brewer, verá la luz antes de que acabe ese mes de octubre de 1888, en Nueva York. Pero habrá de ser una autora inglesa, Marie Adelaide Lowndes, la que en 1913 publicará la novela definitiva sobre los crímenes de Jack el Destripador: The Lodger. Hitchcock la llevará la pantalla en el 27 con el título de The Lodger: A Story of the London Fog. En la cartelera española, con sumo acierto, será conocida como El enemigo de las rubias. Georg Wilhelm Pabst aludirá al asesino de Whitechapel al final de La caja de Pandora (1929) y John Brahm realizará su propia versión, igualmente encomiable, en el 44. En fin, hasta Las manos del destripador, que Peter Sasdy dirige para la Hammer Films en 1971, la lista es larga y pródiga en cintas notables.

En lo que a la literatura se refiere, cumple dejar constancias de los acercamientos al siniestro personaje debidos a la pluma de Robert Bloch, discípulo y corresponsal de Howard Phillips Lovecraft, autor del relato que dio origen a Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) y un cuentista ejemplar por sí mismo. Bloch se ocupó por primera vez del asesino de la niebla gris en Yours Truly, Jack the Ripper, una pieza aparecida en la legendaria revista Weird Tales en 1943.

El Destripador mató por última vez el ocho de noviembre. Su última víctima fue Mary Jane Kelly. Nunca más se volvió a saber de él. En Whitechapel los asesinatos sin resolver se prolongaron hasta febrero de 1891. Pero suelen considerarse obra de imitadores de la auténtica alimaña del Londres de la niebla gris.

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