Hay libros que se quedan en tu cabeza, alojados en tu subconsciente como unos okupas que se saben mejor el código civil que cualquier opositor a juez; Las despedidas, de Jacobo Bergareche, es uno de ellos. Dice Leonor Watling en la contraportada: «Los buenos libros, como este, te reconcilian con el mundo»; éste, en mi caso, lo ha logrado.
Las despedidas es la historia de Diego, un profesional de éxito, con una familia estable, que se reencuentra con una mujer que conoció veinte años atrás, en el festival Burning Man, y que le ayudó a superar una pérdida traumática para él. Le gustaría hablar con ella, pero no quiere que su pareja sepa de ella; no sabe su nombre, pero la pasión que vivió con ella sigue presente; busca recuperar ese recuerdo sin saber que le espera una sorpresa aún mayor.
Hablamos en Zenda con Jacobo Bergareche de nostalgia y droga dura, de «Dark Star» de los Grateful Dead, de mujeres a las que les toca fijarse en lo que está mal y de huir de la autoficción.
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—¿Qué son más importantes en nuestra vida, las decisiones que tomamos o las no decisiones?
—Una no decisión ya es una decisión. No decidir cuando te toca hacerlo es una decisión en sí misma, aunque pensemos que no, pero lo es.
—Respecto a las no decisiones, me he quedado con las ganas de saber cómo habría sido la vida del protagonista de su novela, Diego, de haberse ido con la chica que conoció en el Burning Man. Nuestras vidas se parecen mucho a esos libros de aventuras en los que eliges cuál será la siguiente página, y en función de tu elección vives de una forma u otra.
—Sí. «Elige tu propia aventura». (Risas) El problema es que ella fue al Burning Man con una idea en la cabeza, aunque Diego, el protagonista, entonces no lo sabía; él era desechable en ese plan. Además, ella interioriza las relaciones que va acumulando, pero no se queda con ninguna. ¿Qué habría pasado de tomar otra decisión? Pues que Diego la hubiera cagado. (Risas) Él era una persona muy centrada en su carrera. Me parece complicado que Diego tomase otra decisión, y de haberlo hecho habría salido mal.
—Hay una frase importante en el libro que repite bastantes veces: «Las despedidas, cortas, y las bienvenidas, largas». Podría haber sido el título del libro.
—Lo pensé, pero era muy largo. Creo profundamente en esa frase. Las despedidas suelen ser una especie de agonía que prolongamos. Es algo que suele pasar, por ejemplo, cuando salimos por la noche y nos pasamos tres horas despidiéndonos. Estás ahí atornillado a la silla: «Espérate. Vamos a tomar otra más». Las despedidas se estiran mucho y tienen una parte que sobra, pero la bienvenida siempre es canina: como cuando ves un perro ahí dando saltos y botes porque has llegado a casa. Hay que agarrar la alegría del encuentro y cortar la agonía de la despedida.
—En la novela hay un verbo que se conjuga en cada página, «recordar». Hay una evocación del primo muerto y también del amor y la pasión que sintió hace veinte años. ¿Qué es peor para el ser humano, la nostalgia o el fentanilo?
—Es que la nostalgia es una especie de fentanilo. La nostalgia es una manera de mirar el pasado como ese tiempo mejor al que ya no vas a poder volver. La persona que vive con nostalgia lo hace pensando que no está viviendo en su época, que la suya es otra y que pasó. En ese sentido, se trata de una manera muy tóxica de mirar al pasado. Hay que mirar al pasado para iluminar el futuro, pero la nostalgia es una forma de verlo que deja al futuro en la oscuridad. Y eso es un horror.
—La banda sonora de la novela está formada por canciones sacadas del desván de Spotify. ¿Por qué ha querido darle tanta importancia a esa música —Pink Floyd, Grateful Dead…— en su novela?
—Porque esa música tiene una cultura de escucha detrás. Son unas canciones que me han acompañado en mi adolescencia: en un ático fumando canutos y escuchando siete veces el mismo tema hasta aprenderte la letra, buscándole un significado, fijarte en el solo de guitarra… Esa música tenía una lectura; era una experiencia diferente a la que tenemos hoy. Una de las razones fundamentales es que solo tenías un disco y lo escuchabas una y otra vez. En Madrid Rock los discos costaban 700 pesetas y los nuevos 1.500. Comprabas los vinilos de los Rolling Stones, de Led Zeppelin…
—Ibas sobre seguro; no podías fallar.
—Claro.
—Usa para su libro un narrador omnisciente. Pero hay un poco de trampa. Hay un intento de separar el personaje del escritor, pero al final los pensamientos del protagonista —en segunda persona— son los que apuntalan el texto y sacan la carne del hueso.
—En teoría literaria es lo que llamaríamos una falsa tercera persona. En realidad, no es un narrador omnisciente, porque solo tiene acceso a la cabeza de uno de los personajes. En cierta manera, Diego es el narrador; vemos el mundo desde su punto de vista, pero también desde fuera, y a veces se mezcla todo: el vaivén de sus recuerdos, las anticipaciones que hace del futuro, simulaciones…
—Diferentes vías que se van abriendo.
—Sí. Me planteé tener un narrador similar al de Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa, y que también aparecía en las obras de Faulkner. Te metes en la tercera persona y el tiempo deja de existir, no es una línea: es el territorio, el espacio, el tiempo. El narrador viaja hasta el Burning Man, retrocede a la adolescencia con su primo y luego también salta hacia adelante a esas simulaciones que practica con las cosas que pueden pasar con su mujer.
—Si me lo permite, ha sido bastante cruel con ese personaje, con Claudia, la mujer de Diego. Su hija le recrimina que sea negativa, y ella le responde: «A vosotros os encanta que todo esté bien, y para eso a alguien le toca fijarse en lo que está mal».
—Claudia es un personaje al que sólo conocemos a través de los ojos de su marido, que ha dejado de entender cómo mirarla. Diego la ha metido en una fiesta en la que ella probablemente no quería estar, donde va a llevar a los clientes y a los socios. Su mujer es una persona que está volcada en ayudar a una amiga que se ha separado, y ese mismo día él la está liando. Si nos fijamos en cómo es ella en realidad, es muy diferente a esa visión que su marido nos muestra de su mujer.
—Uno de los grandes temas del libro es la paternidad.
—La paternidad es el temazo del libro. Empecé el libro pensando en la paternidad, en qué es lo que te hace ser padre, en si solo es un vínculo biológico y en las expectaciones que los padres tienen con los hijos. Por eso cuando aparece este hijo absolutamente deslumbrante —donde él lo único que ha puesto es un espermatozoide—, de repente ve la mediocridad de sus propios hijos. Ese es un momento triste: al comparar al hijo del que no puede ser realmente padre con los que tiene. Ahí se le revuelve todo un poco cuando aparece una persona tan deslumbrante como esta.
—¿Quería escapar de la autoficción?
—En esta novela quería salir totalmente de la autoficción y del «yo». Quería que hubiera distancia, verlo desde fuera y que el protagonista fuese alguien cuya vida tuviera poco que ver con la mía.
—¿Hay un exceso de autoficción en la literatura actual?
—Creo que la gente está muy obsesionada, no solo en la literatura, sino en la vida y en la política, con la identidad y con el «yo»: de dónde vengo, el pueblo de mi abuela, mi infancia y todo ese tipo de cosas. Todo esto ahora me aburre muchísimo, aunque yo he escrito sobre ello. Mi primer libro, Estaciones de regreso (2019), es memorístico y confesional, y el segundo, Los días perfectos (2021), es epistolar. Me he empachado del «yo». Con este libro he intentado escapar de eso.
—De lo que no ha huido es de mostrar cosas de tu vida en la novela.
—Claro. Conozco bien el mundo que describo en la novela. No he estado en el Burning man, y no veraneo en Menorca, pero sí que conozco ese ambiente, al ingeniero con un MBA y un nivel de renta alto y a esa clase social. Todo eso que incluyo en el libro es mi mundo y no lo es a la vez.
—¿Cómo ha afrontado la escritura de esta novela después del éxito internacional de Los días perfectos? ¿Ha sentido vértigo?
—La premisa de esta novela la tenía muy clara, sobre todo el principio y al final y el conflicto del personaje, antes de que saliesen Los días perfectos. El periodo de publicación de las novelas no se corresponde con el de escritura. Cuando empecé con Las despedidas no sabía que iba a pasar con Los días perfectos. No tenía expectativas. Cuando empezó a tener notoriedad, sí que me entró el vértigo. Pensaba que la iban a comparar. Tuve mi momento de pánico. Pero luego me tranquilicé: di a leer Las despedidas a mucha gente y, en general —a no ser que me hayan mentido—, les gustó a todos. Había cierta unanimidad. Solo me ponían pegas con el personaje de Claudia, que le chirriaba a mucha gente.
—¿Qué está escribiendo ahora?
—El libro que voy a hacer es muy distinto. Los conflictos son otros, no va del amor para nada. Es una obra centrada en el ascenso social, de herencias, de secretos intergeneracionales. Va a ser una novela mucho más coral, más ambiciosa y más extensa. Lo empecé hace veinte años; tenía un tercio escrito y ahora lo he rescatado.
—¿Siempre se ha considerado escritor aunque no tuviese nada publicado hace veinte años?
—Desde los 13 años me considero escritor. Yo empecé a escribir guiones y un montón de cosas que se convirtieron en alimenticias y se me olvidó escribir cosas serias. A partir de los cuarenta empecé a preocuparme. La muerte de mi hermano fue como una llamada de atención para que me tomase en serio la escritura. Tengo muchas cosas empezadas que no he terminado y ahora estoy rescatando.
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