No exagero si digo que llovió. La noche en que este disco llegó a mí, se desató una de esas tormentas con las que el verano riega sus infiernos. La grabación es de 1967, la fecha de su matrimonio. Una fotografía de ambos ilustra la portada del CD. Ella, con ese cabello cremoso de rubia loca, sostiene un cello; él, con aquel rostro color oliva y la ceja alzada, sujeta una partitura. Ella, Jacqueline du Pré, ya no vive. Él, Daniel Barenboim, sí.
Quien los mira podría pensar que arden bien juntos. Porque la hora y 19 minutos de los conciertos de cello de Haydn y Boccherini que descubrí aquella noche y que todavía escucho mientras escribo estas líneas, suena así: como el fuego. Ese crujido de candela que devora cosas. En toda belleza hay piromanía, aunque en este caso sea involuntaria. Y lo digo con la sorpresa de los que llegamos tarde a todo. Porque yo, hasta esa noche, nada sabía de esta historia. Nada.
Apenas con 28 años, y en el apogeo de su carrera, a Jacqueline du Pré (1945-1987) le diagnosticaron una esclerosis múltiple que la obligó a retirarse de los escenarios en los que brilló con su concierto de Elgar, interpretación a la que llegué pocos días después, ya entregada a devorar su vida como si tuviera algo que ver con la mía. Du Pré murió 14 años después del diagnóstico, un 19 de octubre de 1987. Tenía 42.
Mi edad sobrepasa por poco el aniversario de su muerte. Estudiándola en las grabaciones de Youtube que me ha dado por observar para combatir mi insomnio, me asalta la idea de que algo de vida le debo a esa mujer. Pero es inútil, por mucho que le prestara uno o dos de los cinco años que yo tenía cuando falleció, no habríamos coincidido. Yo habría llegado tarde a ella, de todas formas.
Hija de un contable y de una pianista amateur, cuenta la leyenda que Jacqueline descubrió el sonido del cello por primera vez en un programa de la BBC de Londres, a los tres años. Fue corriendo donde su padre, para decirle que quería un instrumento como aquel. Ingresó en la Escuela de Violonchelo de Londres poco después, a los seis. Se presentó en el Wigmore Hall londinense en 1961, con un cello original de 1672 que llevaba la firma de Antonio Stradivari. A partir de ahí el ascenso de su carrera fue indetenible. La llamaron niña prodigio, esa forma de rociar con gasolina en la que se convierten, a veces, los presagios. No deberíamos tentar a la tragedia, porque al final se arranca y embiste.
Escribo estas líneas encerrada en el escándalo de mis audífonos. En el allegro del concierto de Cello #2 de Haydn noto un sonido extraño, no del todo musical. ¿Qué es? ¿Una respiración? ¿Un jadeo? ¿El roce del arco contra la cuerda? Es imposible. Estas cosas no ocurren en las grabaciones. ¿O sí? Vuelvo a escucharlo y aparece, otra vez. Ese rasguño de fuego que crepita, ese sonido de papel arrugado. Arden bien juntos Du Pré y Barenboim, vuelvo a pensar. Aunque algo me hace sospechar que el incendio, en realidad, era ella.
Christopher Nupen entrevistó a Du Pré poco antes de su muerte. El cineasta había seguido la meteórica trayectoria de la artista. El material que recopiló salió a la luz por entregas que se editaron reunidas en el documental Jacqueline du Pré in portrait (2004). La conversación del 13 de diciembre de 1980 –hasta entonces inédita- forma parte de ese DVD. La entrevista dura 14 minutos y en ella Du Pré relata a qué dedica su tiempo tras el diagnóstico de la enfermedad. Las preguntas de Nupen se me antojan innecesariamente incisivas. La sonrisa de la cellista endurece todavía más la charla con los martillazos de silencio que administra entre respuesta y respuesta.
Ya no es la mujer hermosa ni joven que le arranca belleza a un cello agitando el brazo con lentitud. Du Pré conserva la larga cabellera peinada a ambos lados de una línea. Es y a la vez no es la amante apasionada que sujeta el instrumento en una postura que a mí se me antoja casi erótica, algo como interpretar a horcajadas. No, ya no es ella. O lo es a fogonazos. Contesta a veces con una sonrisa loca y luego calla, desenchufa la mirada contra el suelo.
–¿Por qué dices me encantaba?
–¡Porque me encantaba!
–¿Y ahora no te encanta?
–¿Cómo que no? ¡Sí! –dice ella puntuando con sus ojos abiertos la obviedad de la respuesta, o lo absurdo de su pregunta–.
–¿Por qué lo dices en pasado?
–Porque ya no lo toco –avanza un silencio de dos o tres segundos–. Pero puedo… intentar hacer una edición de ella.
–¿Desde hace cuánto no lo tocas?
–(… largo silencio) Debe de ser desde hace unos 10 u 11 años.
La conversación avanza dando tirones; arremetidas de estupor y violencia que Nupen propicia sin tacto alguno. A la pregunta del cineasta sobre qué ha hecho Du Pré durante todo ese tiempo alejada de los escenarios, la artista contesta con ese acento británico que acaba siempre alto, como alzando los hombros: “Enseñar”. Y entonces Nupen insiste. Quiere saber cómo han sido esos años. “Es difícil de explicar, porque después de haber estado tanto tiempo haciendo algo que me gustaba, es difícil reconstruir algo que me parezca que valga la pena. Así que ese ha sido mi trabajo: la reconstrucción”, contesta ella.
Si algo duele, si algo realmente atraviesa el corazón de quien mira y escucha, es el tramo final de la entrevista. Acaso porque ya de por sí castiga verla o porque Nupen se atreve a convertir el lenguaje escrito en un sucedáneo, algo así como un premio de consolación ante la pérdida del lenguaje musical. Sus prejuicios, que vendría a cuento debatir en otras circunstancias, se hacen mezquinos cuando se le pregunta a quien ‘sólo’ le quedan las palabras.
–Tu interés por la palabra y la literatura se ha desarrollado enormemente, ¿verdad?
–Supongo que sí
–¿Lo consideras un sustituto?
–Se pueden encontrar sustitutos por todas partes (…) –se empoza un larguísimo silencio– Clifford estuvo anoche aquí leyéndome poesía. Fue precioso –a Du Pré se le enciende una sonrisa–.
–Has desarrollado una relación colosal con las palabras
–Sí, amo las palabras.
–¿Puedes leer?
–No (Du Pré baja la mirada)
–¿Cómo lo haces?
–Le pido a un amigo que venga y lea para mí. O me compro cintas.
–¿Qué viene ahora?
–El almuerzo –responde ella, acaso porque sabe que ya sólo le queda la muerte.
No exagero cuando digo que Jacqueline du Pré llegó a mis manos como una tormenta. Que algo en su infierno hace eco en el mío. Que el corazón se me carboniza escuchándola. Que se me enciende una tristeza inexplicable –y bella por ese motivo– al detectar la respiración agitada del que se emociona, ese sonido escondido en esta grabación que desde hace días no paro de escuchar.
A Du Pré la comparan, y mucho, con el Glenn Gould al que Thomas Bernhard llamó malogrado en aquella magnífica novela. Pienso, sin embargo, que Gould tuvo la coartada de elegir su desaparición, no vital pero sí artística. La misma que tuvieron los Bartleby como él y, todavía con más fuerza, esos seres inexplicables a quienes aún reprocho haberse quitado la vida. Pero quién es uno para decir qué o cuál.
Quién soy yo para juzgar las asfixias voluntarias de Anne Sexton, la Plath o Foster Wallace. Quién soy yo para afear las piedras en los bolsillos de Virginia Woolf o la hojilla con la que Miyó Vestrini se dibujó un pentagrama en las muñecas. Todos ellos, a su manera, eligieron acabar. Jacqueline du Pré no. Ella no tuvo ese privilegio. No lo tuvo. Acaso por esa razón su música me estalla, me puede, me incendia y al mismo tiempo me calma, como una tormenta de verano.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: