Tras el rodaje de «Jacquot de Nantes» (Agnès Varda, 1991)
Querido Adrián:
Alguien dijo una vez que ver películas de Jacques Demy era como adentrarse en un mundo nuevo, más falso pero también más satisfactorio que este. No comparto esa idea del cine como evasión porque creo que solo es una de sus múltiples posibilidades, acaso la menos interesante, y no la única y singular. Hay, sin embargo, muchas películas que han explotado ese modelo y presentan la pantalla como un espacio que ante todo nos aleja del mundo. En esa invitación a zambullirnos en la película creo entender una ideología velada y perversa, aquella que concibe el cine como un deseo de confusión. El cine sería superior al teatro porque, a diferencia del escenario, que presenta, la pantalla transforma.
Jacquot de Nantes se abre con la imagen de Jacques Demy tumbado en la playa. En los últimos minutos de metraje resumirá su vida con la siguiente frase: «Primero estudié cine, luego estuve en el paro, me hice cineasta, conocí a otra cineasta e hicimos películas». La película de la que te hablo, filmada por Agnès Varda y narrada por ambos, se estrenó poco después de la muerte de Demy. Se trataba de un proyecto conjunto que acabó transformándose en homenaje y evocación: Varda recorrió con su cámara la piel seca de Demy buscando perpetuar su última imagen. Reconstruye la infancia del artista en su ciudad natal, su situación bajo la ocupación nazi y su pronta fascinación por el cine y, cuando no se muestra segura de estar siguiendo el camino correcto, o cuando cree estar desvinculándose de los recuerdos, entonces, como buscando su aprobación, acude a la imagen de Demy. La narración de su infancia, que intercala planos en blanco y negro con contraplanos en color y testimonios documentales con fabulaciones históricas, se interrumpe con la constante aparición del cuerpo maduro y enfermo, un cuerpo estático al que solo la cámara, con su tempo singular, puede dotar de movimiento y vida. Lejos de confiar en la belleza única del plano, Varda asume que esta surge en la exploración. No nos topamos con la belleza: inconscientemente o no, la inventamos. Por eso la infancia de Jacquot está plagada de momentos en los que él se queda clavado frente a una escena que, convertida en imagen, logra eternizar la presencia; por eso Varda filma a Demy sin pudor y de cerca, como si su ojo pudiera devolvernos la mirada.
Para Jacquot el cine era capaz de transformar lo real a su antojo. Su conversión en Jacques consiste en asumir que la pantalla no es un portal, que no es capaz de provocar la aparición de un mundo nuevo. La intención de Varda no es confundir las imágenes con la vida, sino producir un híbrido que escape de la idea ingenua de ficción como evasión. La insistencia en mostrar que el origen del cine se encuentra en un recurso manual, que es un arte que también surgió de un taller, choca frontalmente con esa idea romántica de la fuga. Detrás de la pantalla no hay nada, acaso suciedad. La aparición orgánica de escenas de todas las películas que filmó Demy es un ejercicio de admiración y duelo, pero también una interpelación que supone cuestionar qué lugar ocupan las imágenes en tu vida, a qué temporalidad pertenecen y quién las posee.
Varda y Demy confiaban en que no hay acto más íntimo y bello que el de compartir la mirada. La recreación de la infancia de Jacquot asume la derrota total ante lo irrecuperable, pero acoge la certeza del encuentro en la pantalla, acorta la distancia definitiva y traduce el deseo en presencia. La imagen congelada de Demy en la arena jamás lo devolverá a la vida, y sin embargo en ese espacio entre presencia y representación Varda encontró el sentido íntimo de la narración de una vida: toda biografía es un diálogo. Jacquot de Nantes no pertenece al género biográfico sino al romántico; es una película para un espectador ausente, pues solo él comprendería la totalidad de sus imágenes. Esa capacidad para generar un común desde lo más íntimo hacía de Varda una cineasta ejemplar. Siempre discreta y audaz, en este caso logró construir una película que siguiera la bella máxima de Epicuro: Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus, (esto lo digo no para muchos sino para ti, pues somos un público bastante grande el uno para el otro).
Con cariño,
Pablo.
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