Hay una gran diferencia entre la destrucción del mito, como ocurre en la última película de James Bond, y la adaptación que debería perseguir. Como quiera que esta columna empieza siempre con una escena cultural, permita el lector que utilice en la apertura el célebre final del Don Juan Tenorio de Zorrilla. Ya saben: cementerio, infierno, Doña Inés, paraíso y toda la parafernalia. La obra, a la que el paso de los años ha convertido en cursi, de verso ripioso y estética estrafalaria, pasó a la historia precisamente por aquello de lo que hemos venido hablar: Zorrilla adaptó el mito de Don Juan, es decir, el mito del calavera pendenciero, del mujeriego crápula, del asesino hedonista, a las leyes románticas que le había tocado vivir. La obra mantiene toda la mística donjuanesca que viene de aquel Burlador de Tirso, y que más tarde llegará hasta Corneille, Molière, Rosimind, Goldoni, Pushkin, Dumas, Merimée, Byron o Mozart. Hoy en día, el concepto da pie a una entrada en el diccionario y a una idea semántica de esa actitud en la forma de aquel personaje.
Hay algo importante: todos estos donjuanes mantienen la esencia que la leyenda les ha otorgado, esa que renglones atrás he definido con sintagmas muy ligeros: «calavera pendenciero», «mujeriego crápula», «asesino hedonista», qué sé yo. Porque el mito es algo más que una terna de sintagmas deslavazados. Es sobre todo naturaleza, es entidad. Es algo que se tiene y no se explica. Convertir a James Bond en un agente buenista, despojado de crudeza y elegancia, enamorado hasta las trancas, y que no camina como un funambulista por esa cuerda tensa que separa el bien y el mal, no es adaptar el mito, es robarle la identidad y arrojarla al pozo de la moral imperante. Una moral, esta que nos comemos en presente, que no descansará hasta arrasar todo aquello que no quiera arrodillarse frente a sus preceptos. Sin aceptar la historia objetiva y la cultura pretérita. Todo anacronía, todo sectarismo. Todo fragmentado, sin grises.
A Occidente le quedan pocas cosas, pero una de ellas es su capacidad para mantener vivo el mito. Desde los que desde la Antigüedad se mantienen vigentes, como Pandora, Sísifo, Narciso, Troya, Circe o Hércules hasta los más modernos y perfectamente reconocibles, como el Quijote, Hamlet, Fausto, Frankenstein, Sherlock o el propio Bond. La línea que separa la adaptación del ridículo es muy fina. Es cuestión de tiempo que veamos a un Quijote en chirona por maltrato animal sobre Rocinante, a un Fausto que no imagine el infierno porque allí no se respetan las medidas climáticas, un Hamlet donde prohíban la aparición de fantasmas porque dan miedo, un Troya sin sangre, un Hércules pacífico, etc. Esta época no adapta el mito, sino que lo destruye para levantarlo en pos de sus intereses. Que el imaginario del futuro se busque sus habichuelas. Luego no digan que no les avisé. Si Bond ha muerto, a ver quién es capaz de salvarnos ahora.
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