Parece ser que la psiquiatría italiana, que en los años 60 y 70 del amado siglo XX, cuando tuvo en Franco Basaglia a uno de sus mejores exponentes, hizo de la salud mental un movimiento intelectual y político al que miraron todas las sociedades occidentales, sí describe el síndrome de Stendhal como una enfermedad psicosomática —vértigos, palpitaciones, confusión— en honor al éxtasis ante la belleza que sintió el escritor francés en enero de 1817, durante su visita a la florentina basílica de la Santa Cruz.
En efecto, hace hoy 87 años, una neumonía llevaba a James Mathew Barrie —J.M. Barrie, tal firmaba sus textos— a su último trance. Sin embargo, no le aguardaba el hoyo tras el deceso. Muy por el contrario, accedía al País de Nunca Jamás, una isla de localización incierta, donde acaban los niños que se cayeron de sus cochecitos cuando les paseaba su niñera por los jardines de Kensington. Una vez allí, los muchachos no crecen. Un lugar imaginario que Barrie se sabía de memoria porque fue su invento; un territorio mítico donde no se admiten niñas porque según Peter Pan —y se diría que anticipando el sentir de nuestro tiempo— “son demasiado inteligentes para caerse de su cochecito cuando las pasean las niñeras”.
Se dice en Nunca Jamás que muere un hada —hasta la llegada de Wendy Darling el elemento femenino estaba representado por hadas y sirenas— cada vez que un niño niega su existencia. Pues bien, siempre que muere un escritor al que la posteridad espera, es un momento estelar de la humanidad porque su obra accede a la memoria colectiva de toda la especie, que le seguirá leyendo generación tras generación, aludiendo a sus textos para acuñar adagios y expresiones, buscando ejemplo en sus páginas de situaciones, pintoresquismos e incluso complejos. Se escribe para eso, para legar la obra a lo venidero. Ése es el verdadero panteón de las letras y se accede a él como a cualquier otra de las glorias ultraterrenas.
Nacido en Kirremuir (Escocia) en 1860, Barrie fue un periodista de “producción desigual”, según refieren las noticias biográficas su actividad literaria anterior a la publicación de A window in Thurm (1899), novela satírica que le convirtió en un autor de éxito. Ya consagrado, cultivó la amistad de George Bernard Shaw, Arthur Conan Doyle, Thomas Hardy o George Meredith, entre otros, de los escritores más celebrados, de la literatura en la lengua inglesa de su tiempo. Victoriano primero, eduardiano después, de Robert Louis Stevenson, Barrie solo fue corresponsal: el autor de La isla del tesoro (1883), también escocés, ya se encontraba en los mares del sur, en su retiro samoano.
Concebida originalmente como una pieza teatral, Peter Pan y Wendy fue estrenada en 1904. Convertida en novela, llegó a las librerías del Reino Unido en 1911, publicada por Hodder & Stoughton con ilustraciones de Francis Donkin Bedford. Ese mismo año, Charles Scribner’s Sons llevaban a la imprenta la primera edición estadunidense.
Medio siglo después, en 1987, al cumplirse los 50 años desde la muerte de su autor, preceptivos según la ley para que una obra sea del dominio público, se sucedieron las ediciones españolas. Una de las más interesantes fue la traducida por Leopoldo María Panero para Ediciones Libertarias. El gran maldito de la lírica autóctona, que también fue uno de los poetas finiseculares más leídos, empero su ya proverbial delirio, demostró su lucidez como traductor en aquella versión de Barrie, dada a la estampa por Ediciones Libertarias. Es en su prólogo donde escribe: “La realidad del niño no ha sido concebida, hasta ahora, como lo que es, es decir, como una realidad divergente, por cuanto, no por nada, el adulto procede fatalmente a olvidarla ya que el Ello, se crea a partir de los cuatro o cinco años”.
Y un poco más abajo, el último de los poetas malditos, heterodoxos y alucinados españoles, sostiene: “Lo que luego se llamó esquizofrenia, tuvo en principio por nombre el de Daementia Precox o demencia traviesa, sugiriéndose con ello la idea de que, la llamada locura, no es sino una regresión a la infancia”.
Claro que sí, lo que los adultos llamamos alucinaciones, todo ese universo de hadas, duendes, elfos, sirenas y otras fantasías, son una percepción natural de la infancia. Y otro poeta, el austríaco Rainer Maria Rilke, sostuvo que la verdadera patria del ser humano es la infancia porque en ella se forma nuestra noción de hogar, nuestros recuerdos, los sueños que nunca nos abandonan y nuestra nostalgia.
A nadie se le escapa que el apellido de Peter, el niño que da nombre al más dichoso de todos los complejos, alude a Pan, el dios que sopla la flauta a la que da nombre, el dios de los rebaños y pastores de la mitología griega. Y el dios impío —medio macho cabrío— de ciertas tradiciones galesas en cuyo culto, el gran Arthur Machen, basó El gran dios Pan (1894), su obra maestra. Seguro que J. M. Barrie la había leído. También hay en Peter Pan algo perverso. Hoy conmemoramos la ascensión a Nunca Jamás —sabido es que se llega allí volando merced al polvo de hada— del autor de Peter Pan y Wendy. La infancia infinita es un don con el que Barrie comulga. Máxime para cuantos fuimos el niño más feliz del mundo. Así se escribe la historia.
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