Ahora que Pobres criaturas (2023), la espléndida realización de Yorgos Lanthimos, parece tener tantas posibilidades de merecer un Oscar en el nuevo reparto de estatuillas —la cita es el próximo 10 de marzo, en el Dolby Theater de Los Ángeles—, cumple volver a reivindicar a James Whale como el creador del primero de los mad doctor que en la pantalla lo han sido. Ciertamente hubo una versión de la inmortal novela de Mary Shelley en 1910, pero su adaptación es tan libre, y se queda tan remota del “moderno Prometeo”, que no tiene más valor que el arqueológico.
El padre de Frankenstein, que llamó a Whale Christoper Bram en la novela —más tendente a la realidad que a la a ficción— que le dedicó en 1998, ya fue reivindicado entonces. Aquellas páginas de Bram inspiraron a Bill Condón Dioses y monstruos (1998), una de las cintas que destacaron en la cartelera de aquel año. De modo que el fin de siglo se convirtió en un tiempo favorable al realizador que aquilató para el cine al monstruo de Frankenstein, la abominación de aquel moderno Prometeo imaginado por la gran Mary Shelley en aquel duelo de ingenio de Villa Diodati.
El procedimiento de Whale fue muy semejante al de Tod Browning con Drácula (1931) de Bram Stoker. Se trataba de adaptar el original literario a la entonces incipiente pantalla de miedo. Eso sí, dotándole de nuevas características, propias del cine. La primera de estas particularidades fue el atuendo de las monstruosidades. Fue Browning quien hizo del vampiro un tipo elegante, vistiéndole con un frac, a la usanza de la etiqueta londinense de los años 30 del pasado siglo. Nada que ver con el Nosferatu de Murnau, cuyo atuendo es el mismo con el que debieron de enterrarle en un tiempo inmemorial, cuando le dieron por muerto.
Whale, teniendo en cuenta que la abominación de Frankenstein ha surgido de los cadáveres, la viste con un traje desvencijado, que le queda pequeño. Es de suponer que su anterior propietario fue el ajusticiado en la horca, de quien el doctor y su acólito, Fritz (Dwight Frye), profanaron los restos. La gran Mary no nos habla de la vestimenta del monstruo. Lo más parecido que nos cuenta es la descripción de esa singular fisonomía, que hace en la página 58 de las ediciones canónicas: “Su piel amarilla apenas cubre los músculos y las arterias; su cabello es de un negro brillante y fluye; sus dientes, de un blanco perlado. Sin embargo, estas características solo resaltan el contraste horripilante con sus ojos acuosos, que parecen casi del mismo color que las cuencas blancas y desgastadas en las que están insertos”… Los famosos tornillos que sujetan sus sienes —a mi juicio, el rasgo más característico de su catadura—, no aparecen en la obra de Shelly. Fueron un hallazgo de Jack P. Pierce, el maquillador de Whale, o de Whale mismo. De lo que no hay duda es de que, esa forma de moverse como un zombi se debe a las pautas que marcó nuestro realizador a Boris Karloff, genial intérprete del monstruo, yendo a sentar el canon de todos los muertos resucitados por doctores locos que le han sucedido.
Carl Laemmle Jr., el hijo del fundador de la Universal, siempre empeñado en dotar de características propias al cine de terror del estudio, cuyo repertorio mítico se rodaba entonces, debió de sentirse sumamente satisfecho con todos aquellos aciertos. Nunca interfirió en el trabajo de Whale, uno de sus realizadores favoritos. Al padre del monstruo, la maldición le sobrevino cuando los Laemmle vendieron su estudio.
No es en modo alguno baladí situar las simpatías de James Whale más cerca del doctor Pretorius (Ernest Thesiger) de La novia de Frankenstein, que el mismo Whale fue a dirigir en 1935, que del doctor Frankenstein. Ateniéndonos al retrato de él que nos presenta Christopher Bram —y Bill Condon en Dioses y monstruos—, Whale hubo de ser un cínico de tomo y lomo. Para empezar, aunque fue uno de los grandes realizadores del repertorio —además de las ya citadas dirigió El caserón de las sombras (1932) y El hombre invisible (1933)—, el cine de terror le parecía un subgénero al que se entregaba única y exclusivamente para ganar dinero. Le hacía falta mucho para organizar las sonadas fiestas en las que llenaba de efebos su piscina. En aquellas aguas, en las que terminaría suicidándose, según Kenneth Anger, se bañaba algún que otro boy-scout de esa parte de Beverly Hills cercana a Malibú.
Aunque sus fichas biográficas le presentan como periodista y caricaturista previamente a la Gran Guerra, Bram sostiene que fue zapatero remendón y chapista con anterioridad a su reclutamiento. Pero ya soñaba con medrar y redimirse socialmente mediante la creación artística. Hecho prisionero por los alemanes en 1917, durante su internamiento en un campo de concentración dibuja a la acuarela y descubre la puesta en escena organizando representaciones para sus compañeros.
Tras el armisticio, regresa a su país hablando un inglés culto, jamás salido con anterioridad de sus labios, y se emplea en el London Theater como actor y decorador. Cuando finalmente consigue dirigir, el éxito de uno de sus montajes —Journey’s End, una historia sobre la guerra en las trincheras— le lleva a Broadway para su estreno estadounidense. Hollywood no tarda en reclamarle para rodar la versión cinematográfica. Corre el año 1928 y ya entonces da muestras de un notabilísimo trabajo con los actores y de una agilidad con la cámara rayana en la genialidad. Su célebre humor negro también está presente, pero será durante la realización de sus títulos para el repertorio de terror de la Universal donde esa gracia alcance su cota mayor. La primera versión de El puente de Waterloo (1931), una de sus realizaciones favoritas ya que en ella puede dejar constancia de su pacifismo, le reporta un contrato de siete años con la Universal.
Aplaudido y respetado por crítica y público, los Laemmle le permiten hacer lo que quiera. Su homosexualidad, que no oculta —aunque tampoco alardea de ella—, no le plantea ningún problema. A este respecto —y a otros muchos— la industria fílmica, en todas las épocas y en todos los países, siempre ha sido mucho más tolerante que la sociedad a la que entretiene. “No me compadezcáis. Tengo los nervios destrozados y, desde hace un año, día y noche, me siento agonizar, salvo cuando las píldoras me hacen dormir”, escribe en su nota de despedida. “He tenido una vida maravillosa. Pero se ha acabado. Mis nervios están cada vez peor y me temo que, al fin, tendrán que volver a internarme… El futuro no es más que vejez y dolor. Mi último deseo es ser cremado para que nadie pueda llorar sobre mi tumba. Nadie tiene la culpa”.
Tras el punto final, vestido con su mejor traje —como Browning con Drácula— hizo uso por primera vez de su piscina, aquella donde veía retozar a los donceles. No sabía nadar: se tiró al agua para ahogarse. Según Anger, para partirse la crisma contra el fondo. De una u otra manera, la señora de la limpieza se lo encontró ya cadáver. Hizo llegar la nota de despedida a David Lewis, un productor de la MGM que fue su amante durante muchos años.
Bien puede decirse que James Whale fue el impulsor de ese paquete inglés del repertorio de la Universal: Elsa Lanchester, Gloria Stuart, el propio Karloff, la maravillosa Valerie Hobson… Aunque nunca se repara en ella en los estudios sobre el cine de terror, aquella diáspora fue tan numerosa —y determinante— como la alemana.
En la filmografía de James Whale, a las cintas que habrían de sentar el canon del cine de mad doctors para la posteridad, le suceden los títulos que en verdad le gusta hacer: Horror al matrimonio (1932), A la luz del candelabro (1933), Estigma liberador (1935)… Se trata de melodramas igualmente aceptados por crítica y público que le permiten rodar un musical, Magnolia (1936), su preferida.
Su declive empezó cuando los Laemmle vendieron la Universal. El gran Whale rodaba entonces The Road Back (1936), un melodrama antibelicista basado en una novela de Erich Maria Remarque. De hecho, durante su rodaje se promocionó como una segunda parte de Sin novedad en el frente (1930), la obra maestra de Lewis Milestone. Las protestas que su filmación provocó en la Alemania nazi —que amenazó con vetar todas las producciones de la Universal si no se enmendaban aquellas secuencias que no satisfacían a Hitler— consiguieron que la película fuera estrenada con un montaje totalmente diferente al que Whale —quien como protegido de los Laemmle también había controlado en la moviola todas sus realizaciones— había dispuesto.
Aturdido y desconcertado ante tamaño atropello, el padre de Frankenstein comenzó a trabajar para otros estudios. Los encargos de las nuevas productoras no le agradaban y no respondió satisfactoriamente a ellos. Fue cayendo en desgracia. Su última cinta, Hello out there, data de 1949.
Al parecer invirtió con éxito una buena parte del capital ganado en sus buenos tiempos. Esto fue lo que le permitió vivir para el hedonismo, su gran pasión, antes de que empezase a perder los nervios. En 1956, hospitalizado por padecimientos físicos propios de la edad, ajenos a su neurastenia, fue tratado, no obstante, con electroshocks: le dejaron medido alelado.
Cuando le dieron el alta ya no podía ni pintar a la acuarela, un placer recuperado en los últimos años. Total, que James Whale decidió ahogarse en las aguas donde retozaban sus muchachos.
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