“Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible”. ¿Quién puede resistirse a un arranque así? Son las primeras palabras de uno de los grandes reportajes de la historia, El periodista y el asesino (Gedisa), de Janet Malcolm. ¿Provocación, truco periodístico, cinismo? Hay opiniones para todos los gustos.
¿Aún no es suficiente apelación para seguir leyendo? Hay más. Así culmina Malcolm su irresistible arranque: “Los periodistas justifican su traición de varias maneras, según la forma de ser de cada uno. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que el público tiene derecho a saber, los menos diestros se escudan en el arte, y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida”.
Se puede estar de acuerdo o no, pero siempre nos viene bien a los periodistas que, de vez en cuando, nos pongan en nuestro sitio. Que nos agiten un poco la conciencia. Eso fue lo que hizo Janet Malcolm cuando en 1989 publicó El periodista y el asesino, primero en dos entregas en The New Yorker, y al año siguiente como libro.
¿Qué es El periodista y el asesino, que tanto nos cautiva? Es, antes que nada, un gran reportaje, pero también un ensayo que nos coloca a los periodistas —Janet Malcolm no se excluye— frente al espejo. Una reflexión sobre los límites de la profesión, la relación entre el periodista y el objeto de su artículo, hasta qué punto es lícito mentir en favor de una gran historia, los excesos de lo que se dio en llamar nuevo periodismo o periodismo narrativo. Es todo eso y mucho más. Es también el relato de un macabro suceso que estremeció a la sociedad americana y sacudió los cimientos de la propia profesión periodística.
Comencemos por el principio. Los hechos. El doctor Jeffrey MacDonald es acusado del asesinato, el 17 de febrero de 1970, de su mujer embarazada, Colette, de 26 años, y de sus dos hijas, Kimberley y Kristen, de cinco y dos y medio, respectivamente. Las víctimas fueron brutal y repetidamente apuñaladas con un picahielos en el apartamento de la familia en Fort Bragg, donde MacDonald prestaba servicios médicos en una unidad de Boinas Verdes. El doctor, que también se encontraba en el domicilio, presentaba una fuerte conmoción, así como cortes y otras heridas leves, pero suficientes para mantenerle nueve días en el hospital.
La explicación del único superviviente de la matanza, el marido y padre, fue que cuatro personas habían entrado en la casa de madrugada: tres hombres, uno de ellos negro, y una mujer ataviada con una gran pamela y una llamativa peluca rubia. Los individuos se ensañaron con su esposa y sus hijas hasta causarles la muerte; él resultó herido al intentar salvarlas. Los asesinos pintaron la palabra “PIG” con sangre sobre el cabecero de la cama principal. Según el doctor, tenían aspecto de hippies, iban drogados y proferían gritos del tipo «¡El ácido es genial, mata a los cerdos!». Esta puesta en escena remite directamente al asesinato, apenas unos meses antes, de Sharon Tate, la mujer de Roman Polanski, y otras cuatro personas. ¿Se trataba de imitadores o alguien había preparado cuidadosamente el escenario?
Un tribunal militar —la familia vivía en una base— imputa a Jeffrey MacDonald, porque su versión tiene muchas lagunas. ¿Por qué los asaltantes no se ensañaron con él como hicieron con el resto de la familia? ¿Por qué no hay una sola señal de la presencia de los asesinos en la casa? ¿Por qué nadie ha visto en los alrededores a cuatro personajes vestidos de manera tan pintoresca? Sin embargo, extrañamente, el tribunal cierra el caso por falta de pruebas sin esclarecer ninguna de las dudas. Todo el proceso, según se vio después, fue una chapuza.
La familia de Colette no se conforma y reclama la reapertura del caso. Pasan ocho años, en los que MacDonald se traslada a Long Beach (California), lleva una vida normal, sin ningún síntoma de trastorno por lo sucedido, y prosigue con éxito su carrera de médico. Finalmente, la policía reúne las pruebas suficientes para llevar de nuevo el caso a los tribunales.
Aquí, en California, antes de que comience el juicio, entra en escena un personaje fundamental en esta historia: el periodista. MacDonald conoce de forma casual al escritor Joe McGinniss (1942-2014). Los más jóvenes no lo recordarán, pero McGinniss se había hecho famoso, con sólo 26 años, con un libro que fue devorado en todas las facultades de periodismo: The Selling of the President (Cómo se vende un presidente, Península). El periodista había conseguido infiltrarse en el equipo de campaña de Nixon en las presidenciales de 1968, contar las intimidades del trabajo de sus asesores, y desvelar cómo fueron utilizados por primera vez los métodos de márketing para vender un presidente como si fuera un producto más en el mercado.
Volvemos a 1979. MacDonald, el presunto asesino, y McGinniss, el periodista, sintonizan. Hasta el punto de que MacDonald pregunta a McGinniss si le gustaría acudir a su juicio, que se celebrará en Carolina del Norte, y escribir un libro sobre su caso. Le invita a incorporarse al equipo de su defensa como observador con el objeto de contar “toda la verdad”. El escritor accede incluso a compartir el adelanto editorial de 300.000 dólares a cambio de incorporarse al equipo de la defensa, con “acceso total” al acusado y a toda la información. “No me gustaría estar sentado junto a los demás periodistas”, advierte el ufano escritor.
El 9 de agosto de 1979, el jurado, después de deliberar durante seis horas y media, anuncia su veredicto. MacDonald es declarado culpable de un cargo de asesinato en primer grado por la muerte de su hija Kristen y dos cargos de asesinato en segundo grado por las muertes de su mujer, Colette, y su otra hija, Kimberley. Las crónicas cuentan que cuatro miembros del jurado lloraron mientras se anunciaba el veredicto y que la madre de MacDonald salió corriendo de la sala del tribunal tras escucharlo. MacDonald, en cambio, no dejó traslucir ninguna reacción en su rostro. El juez le impuso cadena perpetua por cada uno de los asesinatos, que “se cumplirán consecutivamente”, y le revocó la fianza. El convicto fue internado temporalmente a una cárcel de Carolina del Norte antes de su traslado permanente a la Institución Correccional Federal en Isla Terminal, California.
Pese a la condena, su amistad con el periodista parece crecer. MacDonald incluso había cedido su apartamento a McGinniss para que se instale en California, trabaje allí y puedan entrevistarse más fácilmente. Mientras, el proceso judicial continúa con apelaciones y recursos que sistemáticamente son rechazados, y el periodista trabaja en la redacción de su libro. La relación entre ambos se prolonga durante el tiempo que el escritor necesita la ayuda del protagonista, pero va decayendo de forma progresiva. Por fin, cuatro años después, en julio de 1983 aparece en las librerías Fatal Vision (Visión fatal, Ediciones B), que resulta un enorme éxito de ventas.
Durante el proceso de escritura, McGinniss no permitió a MacDonald ver borradores o pruebas del libro. Se inventó mil excusas y fue retrasando todo lo que pudo el momento de enseñarle al protagonista lo que había escrito. De hecho, ese momento nunca llegó. El doctor tuvo que enterarse de su contenido por otra persona que había tenido acceso a un ejemplar. ¿Qué había pasado? ¿A qué venía tanto misterio?
MacDonald no se lo podía creer cuando vio el libro. Al final, quien consideraba su amigo, al que había contado sus mayores intimidades, al que había dejado su propia casa, lo retrataba como un asesino psicópata. Así describe Malcolm su decepción. “Esperaba un libro que le exonerara de los crímenes y le retratara como una especie de héroe cursi (padre y marido amoroso, médico dedicado a su profesión, hombre triunfador). En cambio, le acusaba de los crímenes y lo presentaba como un villano cursi (“amigo de la publicidad”, “afeminado”, “homosexual latente”).
En una entrevista concedida tras la sentencia, McGinniss ya se justificaba. “Mi situación era terriblemente conflictiva. Por un lado, sabía que el hombre había cometido el crimen, sobre eso no tenía la menor duda. Pero, por otro, acababa de pasar el verano en compañía de ese muchacho que hasta cierto punto sabe ser muy simpático. ¿Pero cómo puede gustarle a uno un tipo que ha matado a su mujer y a sus hijas pequeñas? Lo que yo experimentaba era muy complejo y me sentí muy aliviado cuando me fui y le dejé en la prisión”.
En 1984, el asesino demandó al periodista. Alegaba que McGinniss le había engañado haciéndole creer que estaba convencido de su inocencia, cuando, en realidad, le consideraba culpable. Como deja muy claro en el libro, fingió todo el tiempo para que MacDonald confiara y colaborara con él. El juicio se celebró tres años después. Duró seis semanas y concluyó con un jurado incapaz de ponerse de acuerdo. Visto lo cual, la compañía de seguros de la editorial negoció con MacDonald un acuerdo extrajudicial, que le reportó al reo 325.000 dólares. Malcolm concluye que “el jurado no distinguía esas sutilezas de los periodistas; alguien que dice algo que no se ciñe estrictamente a la verdad está mintiendo y punto”.
Aquí entra en juego Janet Malcolm (1934-2021), una veterana periodista de The New Yorker, famosa por una biografía de Sylvia Plath y en especial por el libro Psicoanálisis: Una profesión imposible (Gedisa). Esta investigación le costó una demanda en 1984 por parte de un psicoanalista disidente, que la acusaba de atribuirle unas palabras que, según él, no había pronunciado. Eso la convirtió, según sus propias palabras, “en una mujer caída del periodismo”. Una década entera tuvo que esperar Malcolm hasta que un jurado finalmente falló a su favor en 1994, basándose en que, fueran o no exactas las citas, no había pruebas suficientes para fallar en su contra. Esta experiencia personal hace que la periodista estuviera muy interesada por un caso como el de McDonald vs. McGinniss.
Casualmente, Malcolm había sido demandada en 1984, el mismo año en que estalla el “caso MacGinniss”. Ya era una periodista reputada. Su máxima referencia en la profesión era nada menos que su entonces compañero de redacción Joseph Mitchell (1908-1996). A la hora de escribir, prefería la primera persona. “La distinción entre el yo de la escritura y el yo de tu vida —explicaba— es como la distinción entre Superman y Clark Kent”.
En El periodista y el asesino, Malcolm recoge los testimonios de los implicados en el proceso iniciado por MacDonald contra MacGinniss. Ya no le interesan tanto las circunstancias del asesinato de 1970, si MacDonald es culpable o no. Ahora reflexiona sobre el “espejismo” de la objetividad, los riesgos del periodista a la hora de escribir una historia que satisfaga a su autor y responda a su idea de verdad en lugar de someterse a los deseos de los protagonistas, sacrificados muchos veces por “las necesidades del texto”. Estamos ante una investigación periodística sobre otra investigación periodística, un libro sobre otro libro. El periodista y el asesino, en realidad, va sobre cómo MacGinnis se relaciona con MacDonald para escribir Visión fatal.
El meollo del asunto, según Malcolm, está “en la disparidad entre lo que parece ser la intención de una entrevista mientras esta se desarrolla y lo que realmente resulta de ella. Es siempre un choque para el sujeto entrevistado”. En suma, ¿es lícito que el periodista intente camelar al protagonista de su noticia para que, llevado por la confianza, se confiese como si estuviera hablando con su mejor amigo?
Janet Malcolm cree que eso fue lo que hizo McGinniss durante tanto tiempo de relación con el asesino. Hacer creer a MacDonald que estaba de su parte. Para probarlo, rescata un fragmento de una carta que le envió a la cárcel. “Ni siquiera en broma parece correcto escribir la palabra «convicto» en referencia a usted”. Incluso había llegado a decirle a la madre del acusado: “No descansaré hasta que su hijo sea absuelto”.
McGinniss nunca negó que tuviera una buena relación con el acusado. Así lo manifestó en el juicio. “Yo me consideraba el autor y a él lo consideraba el tema de mi libro. Ciertamente, nos llevábamos bien. Pero llegó un momento en el que me sentía dispuesto a dejar que él continuara creyendo lo que quisiera, de manera que no me impidiera terminar mi libro”.
El juicio fue más allá del conflicto particular entre el entrevistado y el entrevistador. Se convirtió en todo un proceso sobre el nuevo periodismo y sus métodos. De hecho, el libro de Malcolm arranca con esta cita de una pregunta del juez a McGinniss: “De manera que un novelista es lo mismo que un periodista ¿Es eso lo que dice usted?”. Incluso se llegó a pedir la opinión de autores de la llamada “comunidad literaria” o “industria de la escritura”. Entre los convocados estaba el mismísimo Tom Wolfe, pero al final solo comparecieron Joseph Wambaugh, autor del clásico de periodismo narrativo Campo de cebollas (Belacqua, 2007), y William F. Buckley, fundador de National Review. Ambos coincidieron en que “la misión del escritor de no ficción es conseguir la historia, y uno debe hacer todo lo necesario para obtenerla”. Es decir, consideraban lícito mentir al entrevistado para que diera toda la información necesaria.
Janet Malcolm entrevista a Wambaugh, que le deja reflexiones tan interesantes como la que sigue: «He tratado con psicópatas, asesinos y otras personalidades horribles —como policía y como escritor—, y de ninguna manera les diría siempre la verdad, aunque tampoco les mentiría ¿Cuál es la diferencia entre una mentira y una falsedad? Muy simple, en una mentira hay malicia, hay mala voluntad, lo cual no está implícito en una falsedad. En cualquier reunión social todo el mundo está diciendo falsedades por cortesía, tipo qué espléndido aspecto tiene usted».
Cuenta Malcolm que McGinniss se dio cuenta de que MacDonald no era un personaje interesante —“carismático en persona, perdía vigor en la página”—. Y entonces sus cartas a la cárcel se convirtieron en un intento constante de aguijonearlo, espolearlo, para convertirlo en un personaje más atractivo, hasta el punto de excitarlo “revelándole indiscreciones sexuales de sí mismo”. Le presionaba para que revelara escenas íntimas con su mujer. Cuando el doctor le preguntó qué tenía que ver eso con el caso, McGinniss respondió: “Nada, pero todo eso me ilustra, y yo soy el artista. Debo saberlo todo. Debo saber cómo huele su sudor. Y debo saber cómo hacían el amor usted y Colette (…). Como artista debo estar en posesión de todos los detalles para escribir la verdadera historia de Jeff MacDonald, hombre decente encarcelado”.
Sobre la forma de comportarse McGinnis, Malcolm revela una curiosa anécdota. El equipo de la defensa celebraba una fiesta. Todos juegan muy animados a los dardos con una foto de uno de los fiscales. Dispararon todos uno por uno y MacDonald incluso dio en el blanco. El periodista relata en su libro de forma solemne y admonitoria este pasaje. “En su entusiasmo, MacDonald parecía olvidarse de la posibilidad de que, dadas las circunstancias, pudiera no ser conveniente para él lanzar un objeto puntiagudo ni siquiera a la representación fotográfica de un ser humano”. Pero McGinniss se olvidó mencionar que él mismo había participado activamente en el lanzamiento de dardos.
En El periodista y el asesino se admite que McGinniss “traicionó a Macdonald en Fatal Vision, lo destruyó y posiblemente lo juzgó mal, pero no lo inventó”. El problema, según concluye Janet Malcolm, es que el periodista descubrió demasiado tarde que el protagonista de su libro no estaba a la altura, no pertenecía a la maravillosa raza de personajes como el Joe Gould de Joseph Mitchell o el Perry Smith de Truman Capote, quienes dan vida a la «novela de no ficción».
En esta profesión, en la que señorea la envidia y se escatima el elogio, fueron pocos los que defendieron la controvertida premisa de Janet Malcolm de que los periodistas practican de forma sistemática el “ganarse la confianza del protagonista de su historia para luego traicionarlo sin remordimiento alguno”. Pocos, pero tan notables como Nora Ephron o Gore Vidal, por citar solo a dos.
P.S. Los periodistas Joe McGinniss y Janet Malcolm murieron en 2014 y 2021, respectivamente. Todos los personajes de esta historia están muertos, salvo uno, el asesino. Jeff MacDonald, “el rey del baile de graduación, el más popular de su clase”, el hombre que mató a su mujer y a sus dos hijas, permanece, a sus 79 años, cumpliendo condena en la Isla Terminal (California).
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