Ángela Segovia es, sin lugar a dudas, la poeta en cuyo trabajo se percibe con más facilidad la fluidez de géneros que marca nuestra época. En su nuevo libro, Jara Morta, aprovecha la lírica, la narrativa, la plegaria y otras formas de narrar para contar la historia de una mujer que regresa, años después, al bosque donde su abuelo construyó una cabaña.
En Zenda ofrecemos el arranque de Jara Morta (La Uña Rota), de Ángela Segovia.
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EL PRIMERO DE LOS DÍAS
¿A dónde vas?, me dijeron los árboles.
A mi cauto cauce quieto, respondí,
donde ni un sonido agita
bajo mi recta capa
el aire que transito.
Una voz me dijo que debía levantarme y marcharme al bosque. Así lo hice, me levanté y salí de casa sin despertar a mi esposo. En la calle Calvario los chalets se hundían al interior de una luz morada. También mi esposo dormía dentro de un color morado. Las montañas a mi espalda eran de un intenso púrpura. Los restaurantes aún no habían abierto y las terrazas parecían aguardar a algún invitado inesperado. El polvo negruzco de la noche danzaba en las pistas blancas de las mesas. Atravesé el parque donde los columpios vacíos silbaron. Luego descendí hacia la boca del túnel. Mis pasos resonaron al otro lado. Resonaron muy fuerte, como si fueran las pisadas del gigante.
Muchas veces, de niña, había soñado que una figura gigante se acercaba a nuestro pueblo a través de las montañas. En una ocasión se lo mencioné a mi primo segundo de camino al colegio. Mi primo se detuvo y me dijo, espera, yo he soñado lo mismo. Más tarde, en el recreo, mi mejor amiga vino a decirme que también ella había soñado con un gigante. Me lo creí, aunque sólo se burlaban de mí. Me convencí de que aquella figura era cierta y de que venía a por nosotros. La noche en que por fin llegara correríamos a escondernos en el Alto, iluminando nuestros pasos con antorchas. Pero su enorme mano nos alcanzaría.
Al otro lado del túnel el eco de mis pasos sigue resonando.
No sé si tengo miedo
pero algo me invita a pensar
que debo suavizar mis pasos.
*
Cuando paso la alambrada un aire helado me envuelve y el sol arremete en mi frente como si fuera una espada.
Los pinos se levantan oscuros y por sus troncos rajados gotea la resina en las macetas. A lo lejos lo vuelven todo negro. El camino dorado serpentea cruzado por raíces que me hacen tropezar. Aunque es primavera no hay ninguna flor. Yo no quiero pensarlo. Entre las matas de manzanilla asoman pequeñas cabezas renegridas. Más allá, todas las jaras que veo están tumbadas en el suelo.
Tampoco ellas tienen flores.
Tampoco tienen hojas.
¿Qué os ha pasado?, les digo al pasar.
¿Es que os habéis muerto?
Las ramas no hacen nada. Se han muerto todas, todas.
Ya me he dado cuenta.
Mi corazón da vistazos. Quisiera irme a casa pero no lo logro, algo me empuja monte arriba. La alegría se cae de mi cuerpo igual que las ramas de jara se caen del cuerpo del bosque.
¿Y todas caen para el mismo lado?
Así es.
¿Como si un viento las hubiera matado? ¿O como si fuera un viento la muerte?
Así es.
¿O es que salen de la tierra para acabar de morirse?
Sí, así es, ellas se salen. Porque aferradas no podrían.
Entonces la muerte debe estar en esa dirección.
Sí, así es, está en esa dirección, aunque solo al principio, luego ya no se sabe, se toma la dirección y no se sabe.
*
A menudo, hay muchas cosas que quisieras no haber visto, sin embargo, aunque cierres los ojos, se te meten por los lados, no sé por dónde, por la espalda o por los lados.
Así sucedía con esas jaras. Yo no quería mirarlas, pero a medida que ascendía ellas aparecían junto a mis sienes y luego se me colaban por las pestañas. Apuré el paso e hice lo posible por sacármelas. Sólo conseguía tropezarme. Al rato estaba tan mareada que me tuve que parar a descansar, entonces me despisté y las jaras se me metieron para dentro. Por arriba las espinas de los árboles venían acercándose. El viento lo movía todo de una forma confusa, o quizás era mi corazón el que estaba confuso. Pestañeé fuertemente para sacarme las jaras de los ojos. Después eché a correr. En lo alto de la montaña encontré al árbol de las lagartijas. Me pareció el de siempre pero no tenía lagartijas. Otra vez me despisté y todas las cosas del bosque se me metieron para dentro por los ojos. No sólo las cosas que estaban, sino también las que no estaban. Se me metían en la forma de vacíos. Mis manos buscaron los huevos azules entre las pajas. No había ninguno. Pequeños huecos sin color se me derramaron adentro llenándome de tristeza.
Después salí del camino y me abrí paso en la pinaza y por todas las ramas crujientes me abrí paso. Vi los colores grises del pasto y aparecí en el borde de un claro. El claro era como una plaza. También ahí estaban las jaras tumbadas, es decir, muertas. Se me fueron metiendo por los ojos, y ya no sé qué más.
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Autora: Ángela Segovia. Título: Jara Morta. Editorial: La Uña Rota. Venta: Todostuslibros.
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