Es una mañana luminosa de septiembre, de esas que nada hacen presagiar la dureza gris del invierno castellano que acecha por detrás del calendario. El vermut, la luz, el lugar. Me sorprendo a mí misma deseando que todo esté perfecto cuando él llegue. El camarero trae un plato de aceitunas que deja sobre la mesa con una sonrisa profesional. No puede ser, me digo. Éstas no…. . Me levanto pero es tarde; Juan Eslava Galán acaba de entrar en el bar. Sonriente, amable, caballeroso, posa con profesión y paciencia para la cámara de Jeosm, cuyo objetivo entiende casi de forma instantánea que hay un buen hombre frente a él.
Por fin Jeosm libera al escritor y éste se sienta a mi lado, solícito. De reojo, mira el plato de aceitunas y su gesto amable se transforma en rictus desaprobador. El silencio resbala sobre las bolitas arrugadas y marrones no más grandes que un guisante que flotan en el platito del aperitivo. Nada que ver con aquellas otras aceitunas gordales, hermosas, prietas como muslos de adolescente en flor a las que Juan, como jienense de pura cepa, está acostumbrado.
“Jaén, levántate brava/sobre tus piedras lunares,/no vayas a ser esclava/con todos tus olivares”. Pienso inconscientemente. Me levanto y cambio el plato por uno de patatas chips. La sonrisa complacida de Juan me espera de nuevo.
–Dime, Juan, ¿qué ingredientes debe tener una buena novela?
–Tres fundamentales: personajes; pasiones entre ellos y un fondo técnicamente plausible. Cuando en otras ocasiones algún joven escritor me ha preguntado por este tema, siempre le he respondido en los mismos términos, que además, suelen sorprender, pues mi consejo es: “Si tienes una historia que quieres contar, escribe la novela primero y después, documéntala”.
Supongo que mi expresión ante esa respuesta era la misma que la de aquellos jóvenes escritores sorprendidos, por lo que Juan, con paciencia de profesor veterano, continúa con su explicación.
–Piénsalo bien; si te documentas en exceso, puedes caer en la tentación bastante frecuente de la incontinencia. Y es lógico, la documentación es la parte más objetiva, ilusionante, casi aventurera de escribir una historia. Incluso en algunos novelistas el pálpito primero de contar es precisamente la atracción que sienten ante el reto de construir el andamiaje de la historia, que no es otra cosa que la documentación. Sin duda es la parte más atractiva para un escritor, pero también la más costosa y por eso es por lo que resulta tan difícil renunciar a quitar lo que sobra y es fundamental retirar los hierros cuando el edificio ya está construido. El verdadero novelista es el que escribe con la humildad suficiente como para ser capaz de usar sólo aquellos conocimientos imprescindibles para la narración; ha de ser como un auriga buscando todo el tiempo el equilibrio de fuerzas, tirando de las riendas lo justo para que no se desboque la obra.
–Y hablando de documentación, hemos tenido Una guerra Civil que no va a gustar a nadie, Señorita, La mula y ahora El amor en el jardín de las fieras donde la historia vuelve a desarrollarse en esos años. ¿Qué tiene de “novelable” la Guerra Civil?
–Cualquier guerra tiene mucho de novelable. Para mí es un contexto narrativo interesantísimo pues me permite desarrollar con facilidad ese ingrediente del que hablábamos antes, las pasiones entre los personajes. El conflicto crea un territorio donde las pasiones humanas se muestran al desnudo, casi puras y el cazador de historias puede moldearlas más fácilmente adaptándolas a aquello que quiere contar.
–¿Pero es posible un amor romántico como el que vive el protagonista, Cáiser o la amistad sincera y singular como la de éste con Cayetano o con el ruso Andrei en mitad de la catástrofe de la guerra?
–Desde luego que sí. En situaciones extremas, cuando tu vida corre peligro los sentidos se acentúan, se retira el velo que adormece al hombre que vive envuelto en el confort de lo cotidiano y las pasiones se vuelven absolutamente susceptibles de ser narradas. En esta novela el sexo, el amor y la amistad articulan la historia y el trasfondo de la guerra me ayuda a que todo eso cobre sentido.
–¿Cómo calificarías entonces El amor en el jardín de las fieras? ¿Como novela de guerra, romántica, de historia…?
–Es una novela de amistad. Me interesaba contar la vida en la retaguardia durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial en el contexto de una España exhausta tras librar su propia guerra, de donde salen los protagonistas: el joven y atractivo Cáiser que había luchado en el bando de los republicanos, que sobrevivó al conflicto y que ahora es una especie de héroe derrotado y lúcido y frente a él Cayetano, un joven de buena familia, de derechas, que apenas ha olido la guerra y que detenta un puesto político en el Berlín nazi. El destino unirá la vida de estos hombres aparentemente tan distintos que la situación política, el exilio y el propio devenir de la novela convertirá en amigos. He querido que el lector viajara con ellos a la Alemania nazi haciéndolos pasear por la vida de retaguardia plagada de fiestas elegantes, cafés de periodistas, despachos de altos mandos, burdeles con rubias complacientes….Pero por encima de todo eso sobrevuela siempre la amistad que ennoblece al hombre.
–… E incluso facilita un final de novela menos trágico; de esos que, sin ser felices, te reconcilian con el ser humano (aunque no vamos a destripar nada…).
–Jajajaja. No, no contemos el final. Pero desde luego es deliberado. Fíjate, esta novela está plagada de personajes separados unos de otros; diferentes, con decenas de cosas que los aíslan: la ideología política; la procedencia geográfica; las ambiciones individuales, la posición social… El reto de esta historia para mí, fiel como soy al concepto stendhaliano de novela como “espejo a lo largo del camino”, era crear un recorrido donde todos ellos encontraran un punto de conexión. De hecho hay un personaje, la hermosísima nazi Maika, que es intencionadamente ambigua (en su forma de amar, sus convicciones, su sexualidad…) porque actúa como una especie de crisol donde las fronteras son difusas y por lo tanto plausibles para los sentimientos.
Juan Eslava levanta la mirada. El sol se derrama a raudales por los grandes ventanales emplomados del bar. Una paloma solitaria picotea algún resto de comida en el suelo. Lo hace sin prisas, metódicamente, disfrutando de la recompensa de su osadía por alejarse del grupo y adentrarse en territorio enemigo, lleno de humanos, donde sólo las palomas más valientes se atreven.
Juan la observa con seriedad y continúa hilando su discurso porque un escritor profesional rara vez suelta, para descansar, el espejo donde se refleja la vida.
–Mira, yo soy hijo de campesinos y mis raíces, mi memoria, se hallan muy ligadas a la tierra. Entiendo sus códigos, su frialdad, su egoísmo abstracto y universal que se impone sobre todas las cosas con el único fin de perpetuarse. A mí no me gustan las palomas. He visto cómo actúan en comunidad cuando están juntas en un palomar y entre ellas nace una paloma con un plumaje de distinto color. ¿Sabes cómo reaccionan? La mayoría se vuelve contra ella; la matan porque es diferente. Todos los seres vivos somos de alguna manera así, pero el hombre ha sabido separarse de su instinto, moldearlo a base de educación y cultura y crear reglas de comportamiento, de respeto, que en situaciones extremas como puede ser una guerra, se olvidan o modifican, mostrándolo como realmente es. E incluso en frío, el hombre ha sido tentado por su propio instinto miles de veces para que, a través de la racionalidad del comportamiento y apoyándose en los logros científicos, se establecieran explicaciones o teorías sobre las diferencias… recuerda todas esas pseudociencias que surgen en el S. XIX que van a cristalizar en la primera mitad del XX. En los años en los que transcurre esta novela, esas teorías científicas caen en manos de esas cuadrillas de bestias analfabetas que eran los nazis que, haciendo oídos sordos a lo que Alemania había donado a la cultura de la Humanidad en los años anteriores (descubrimientos científicos; arqueológicos; teorías filosóficas) son capaces de olvidar para caer en la barbarie y la oscuridad. Son incluso, como vemos en la novela, capaces de crear la Ahnenerbe, esa especie de laboratorio de fabricación de la raza aria.
–De hecho, Juan, el macguffin (en términos hitchcockianos) de tu novela, es La Raza: una guapa alemana obsesionada con la búsqueda de la pureza de la raza y un chico español que por mero azar genético reúne las características más absolutas del alemán ario.
–Sí. A mis 68 años he vivido y leído lo suficiente como para creer que la humanidad se puede redimir (como afirmaba Baroja) gracias a la cultura. Me temo que en ese sentido soy bastante optimista. Y por eso en la novela este tema que fue tan grave lo enfoco con cierta sorna. De hecho ni Cáiser ni ninguno de los españoles se lo toman en serio en ningún momento. Más bien les parece que los alemanes se han vuelto majaretas; “otra chifladura nazi” en palabras del protagonista. El desarrollo científico ha seguido adelante y ahora sabemos, por ejemplo, que el hombre comparte con la mosca del vinagre la misma base genética; eso nos obliga a un ejercicio de humildad, a plantearnos la imposibilidad de otra Ahneberbe..
–Sí; son esas burlas de la Naturaleza que te sirven para construir novelas sobre la base de un humor inteligente, ya característico del “estilo Juan Eslava”. ¿Sigue siendo espontáneo o tiene ahora ya algo de premeditado?
–No, no; es absolutamente espontáneo. De hecho cuando estoy trabajando, a veces, soy yo el que suelta una carcajada ante una frase o una idea que acabo de escribir como si hubiera sido la ocurrencia de otro. Si yo mismo no me lo creyera, no tendría sentido.
–Eso me lleva a plantearte una última cuestión: ¿Sigue leyendo un lector y escritor veterano como tú con inocencia?
–La respuesta es que no. De hecho yo ya no soy lector; soy relector. A esta edad uno lo que hace es volver sobre aquellos libros que te enseñaron cosas fundamentales y que de hecho te siguen enseñando. Como profesor de idiomas que fui procuro leer en el idioma original (francés e inglés). Leo y “retraduzco” por deformación profesional, pero este ejercicio me resulta muy útil no sólo como lector sino también como escritor. Es muy enriquecedor.
–¿Y a quién relee Juan Eslava Galán?
–Aparte de los clásicos, y si hablamos de escritores españoles del S. XX, Ramón J. Sénder, Cunqueiro, Baroja y Galdós. La verdad es que apenas leo novela actual, exceptuando a Pérez-Reverte, por supuesto.
–¿Qué novela recomendarías a los lectores más jóvenes de hoy?
–Pues sin duda alguna, cualquiera de las novelas de Arturo Pérez Reverte. Arturo y yo somos amigos desde hace mucho tiempo. Rafael de Cózar, profesor de la universidad de Sevilla y yo le hemos acompañado muchas veces en muchas presentaciones y hemos vivido los tres muchos momentos de amistad. Tenemos un territorio de libros comunes que nos unen y además, Arturo es muy buen amigo de sus amigos, pero yo no lo leo ni hago ahora esta recomendación por una razón de amistad. Arturo tiene algo que es muy difícil de encontrar en un escritor hoy en día: se plantea cada nueva novela como un reto; como una nueva pieza que tiene que cazar. Jamás ha caído en la tentación de detenerse en la fórmula que le funciona y sabe de sobra que hace bien; al contrario, prefiere sacrificar la comodidad y la certeza optando por el camino más difícil. La incertidumbre del viaje es el incentivo de Arturo en cada novela; un camino que recorre en solitario, pues lo prodigioso es que nadie le obliga; es un reto para sí mismo, y eso es lo que le hace ser diferente al resto. No es porque sea mi amigo; es que realmente Arturo Pérez-Reverte es un escritor de raza.
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