Un bandejita de plata con pastitas a medio comer indica que ésta es la última entrevista de la mañana. Javier Cercas atraviesa el vestíbulo de un edificio en el que alguna vez vivió Ramón Gómez de la Serna y que, ya convertido en hotel, alojó a Graham Greene, Ernest Hemingway o Curro Romero. Javier Cercas saluda. Contesta rápidamente una llamada telefónica y retoma la agenda. El escritor está de promoción. El sitio acordado para la entrevista tiene algo del personaje: ha sido el lugar de paso de hombres de corpachón desafiante y boca de cañón, gente que al hablar descerraja, que al escribir estoquea. De momento, el novelista se deja retratar. Primero sentado sobre unas escaleras alfombradas, luego acomodado en un sillón isabelino. Javier Cercas lleva el gesto roto de los boxeadores y los tíos de mal carácter. En su rostro hasta los poros de la piel prometen que ésta no será una conversación bonancible. Avanzará a hachazos, hasta llegar lo más cerca posible del leño. Porque si escribir y leer son una forma de siega, la conversación sobre ambas cosas es una tala.
Cercas, decíamos, está de promoción. Su obra más conocida, Soldados de Salamina, cumple 16 años desde que la publicó el sello Tusquets en 2001. Al aniversario se suma la aparición de El Monarca de las sombras (Literatura Random House), una novela en cuyas páginas, Javier Cercas retoma la Guerra Civil Española, tema que le ha granjeado tantos lectores como polémicas, tantas preguntas como reflejos tiene la verdad cuando tornasolea. La Guerra, el asunto. Así como en aquel título con nombre de batalla griega —Salamina—, Cercas se convertía en investigador, en detective de sí mismo y de otros, para narrar la historia de Miralles, el miliciano que perdona la vida al escritor e ideólogo de la Falange Rafael Sánchez Mazas, en esta ocasión, el escritor elige la historia de su tío abuelo: el falangista Manuel Mena, alférez del ejército franquista que murió en el Ebro, con apenas 19 años. Lo suyo va de héroes. Unos áureos —Temístocles o Miralles acaso— y otros que como Mena, ensombrecen y dan sentido al título de esta novela: gente oscurecida por la decisión moral que los llevó a un bando u otro, seres que reinan en la penumbra como debió de hacerlo Aquiles cuando Ulises lo encontró en el Hades, aquel canto de La Odisea, el número once, que da nombre a estas páginas.
Entre Salamina y esta, discurre un largo espacio de tiempo en el que Javier Cercas publicó, por mencionar algunos: Anatomía de un instante, libro que desentraña el Golpe de Estado del 23F; Las leyes de la frontera, ambientada en las porosas líneas de la moral de la transición y El impostor, basada en la vida de Enric Marco, el nonagenario barcelonés que se hizo pasar por superviviente de los campos nazis y que fue desenmascarado en mayo de 2005. Ahí está Javier Cercas. Siempre en los bordes, en las bisagras. Así se mueve el escritor, en la línea que separa y une territorios: los propios y los colectivos; los de la realidad y la ficción; los del pasado y el presente.
Tuvieron que transcurrir casi 16 años para volver a la Guerra, aunque él nunca ha dejado de hablar de ella. Si Javier Cercas regresa a algún sitio, si se propone el largo camino de vuelta a algún lugar, lo emprende no para rascar en la historia del héroe falangista de la familia (del que hasta entonces no había escrito ni una línea), sino para escarbar en sí mismo. Si Cercas regresa a algún lugar, es a Ibahernando, el pueblo extremeño donde nació en 1962 y que dejó, muy pequeño, para vivir en Cataluña. Ibahernando, el mismo lugar de donde brotan los recuerdos de su madre —protagonista secreta de esta historia, asoma él—, quien siendo apenas una niña de siete años vivió la muerte de Manuel Mena como la de un héroe. Ibahernando, el paraje donde Javier Cercas encontró su primer beso y la excusa para leer como un poseso. Ha tardado años Javier Cercas en comprender todo aquello: su parentesco con Mena; sus recuerdos; sus besos y sus lecturas, esas muchas talas de las que habla en El monarca de las sombras y también en esta entrevista.
Algo de todo aquello viaja con él, adherido a su americana negra y estropeada; algo que, como las herencias o el polvo del camino, no puede rechazar. Ni la guerra extinta ni el desarraigo de la democracia. Por eso Javier Cercas vuelve, como los brazos o las manos amputadas. Esos miembros que reclaman movimiento aunque ya sólo sean muñones. Las partes arrancadas, como quienes abandonan el lugar en el que nacieron, buscan su historia, o lo que sea que ésta les ha dejado como pertenencia. De esto va este asunto: de lo que se recupera a hachazos. De eso habla Javier Cercas en esta entrevista. Lo hace como los antiguos, avanzando con un arma afilada para destruir las del oponente, las del que pregunta. De eso habla Javier Cercas ante una bandejita de plata con pastas y hojaldres desmayados. De eso habla Javier Cercas en su más reciente novela y en la que, sin duda, es la última entrevista de esta mañana.
-¿De qué forma se refutan o coinciden Soldados de Salamina y El Monarca de las sombras?
-Creo que dialogan. Tanto El monarca de las sombras con Soldados de Salamina, como El monarca de las sombras con otras de mis novelas. Con Soldados de Salamina lo hace de forma evidente. Ambas tratan no sobre la guerra sino sobre la herencia de la guerra. Soldados de Salamina era una reivindicación moral y política de la herencia republicana, encarnada en un viejo soldado, perdido en un asilo francés; alguien a quien nadie le dio las gracias por partirse la cara por su país. En este caso, en El monarca de las sombras, hay una asunción de mi propia herencia. Yo vengo de una familia franquista y el símbolo más duro de esa herencia es Manuel Mena, mi tío abuelo, un joven falangista que muere en la guerra. Este libro es una manera de decir de dónde vengo. Por eso hay un diálogo también con El impostor. En aquel libro denunciaba ese instinto de ocultación del pasado. En este digo: ‘mi pasado es este’.
-El David Trueba personaje que aparece en la novela dice: “En Soldados de Salamina te inventaste un héroe republicano para esconder al verdadero héroe de tu familia”.
-Es una broma.
-Como toda broma, alguna intención tiene. ¿No?
-No creo que esté dicho realmente así…
-La frase es textual.
-En lo que a la idea de fondo respecta, en Soldados de Salamina pintaba las cosas como deberían de ser: la importancia de reivindicar el pasado republicano. Por desgracia todavía hay gente que no está segura de quién tuvo la razón política en la guerra. Yo no tengo la menor duda, ¡pero ni la menor duda! —algo en esta conversación comienza demasiado alto, sin tanteos ni rodeos. Por eso cercas desenvaina su dedo índice—. Leerás por ahí : hay quienes aseguran que yo he defendido a los republicanos y los franquistas como iguales. Eso es totalmente falso. Quien dice eso o es un canalla, o no sabe leer… o es tonto. Quienes tenían la razón eran los republicanos. Fue el último experimento democrático en este país y fue derribado por un golpe de Estado, luego por una guerra y una dictadura de 40 años. No hay ninguna duda al respecto. Por eso yo distingo entre razón política y razón moral. Quienes mataron a sangre fría a monjas y a curas, tenían la razón política pero no la razón moral. Y a la inversa: hubo gente que no tenía la razón política pero se equivocaron de buena fe. Ahora es muy fácil verlo, claro.
-Las personas no somos omniscientes, escribe en su novela.
-Juzgar aquello 70 años después es muy fácil, pero entonces… ¿quién sabía eso? Hoy sacralizamos la memoria y al mismo tiempo olvidamos más rápido que nunca. En aquel tiempo, el fascismo era la ideología de moda. La democracia era vista como una cosa de viejos, algo acabado. Los discursos de José Antonio que aparecen en esta novela suenan muy actuales: acabar con el capitalismo. Esa política épica y emocional que ahora vemos en todas partes.
-Dice usted que Manuel Mena muere por la causa equivocada. ¿De qué sirve esta constatación hoy?
– Claro que importa que la causa fuese la equivocada. Yo no tengo la certeza de que Manuel Mena fuera mejor que yo moralmente. Ni lo considero así. Yo no he sido capaz de hacer lo que él hizo: jugarse la vida por una causa que él creía justa. Ahora sabemos que no lo era, pero yo no he sido capaz de hacer eso. Por eso insisto en esa distinción. Me preguntas si era importante que la causa fuese políticamente equivocada, pues por supuesto que sí. Porque produjo resultados nefastos. La política se mide por sus resultados, mientras que la moral se juzga por sus intenciones. ¡Y sí: importa que la causa fuera equivocada!
-Aun no me ha contestado a la pregunta sobre la frase que coloca usted en boca de David Trueba. ¿Se inventó un héroe republicano para postergar el suyo?
-¡Obviamente esa frase es irónica! Lo que hice fue reivindicar un pasado, pero no ocultando el mío.
-La novela como género aprovecha la ambigüedad. En la ambigüedad se dicen muchas cosas, la mayoría de ellas inflamables.
-¿A qué te refieres con inflamable?
-Al hecho de que generan incomodidad.
-Las novelas están para eso, para generar incomodidad, para poner en cuestión nuestras propias certezas. Una novela es mejor cuanto más ambigua. La novela es el corazón de la ambigüedad, porque nos permite contar que la realidad es más compleja de lo que creemos: que dos cosas aparentemente contradictorias pueden ser ciertas. Don Quijote está loco como una cabra, pero también está totalmente cuerdo. Es un héroe, el rey de los Hidalgos y el señor de los tristes como decía Rubén Darío, pero también es un personaje ridículo. Las novelas representan verdades complejas, contradictorias, equívocas, paradójicas.
-Entonces, ¿qué significa Manuel Mena en su novelística?
-Manuel Mena es alguien que tal vez sea moralmente digno, aunque políticamente no lo sea. Y en esa contradicción hay que vivir. A mí me encantaría que este libro pusiera en contradicción las certezas de la gente. La mala literatura es la que nos confirma en nuestras certezas, la leemos y decimos: ‘Ah, sí, tengo razón’. La buena literatura es la que es capaz de ponernos en jaque. Aquella que, al menos mientras dura la lectura, nos hace sentir compasión por Raskólnikov, un hombre que ha matado a una señora con un hacha.
-En esta novela repite varias veces que usted no es un literato, que no puede fantasear. ¿A qué se refiere? ¿está lanzando un guante?
-¿A qué te refieres con lanzar un guante?
-¿Está aludiendo a alguien?
-Mira, el asunto es muy sencillo, facilísimo. El libro tiene dos narradores. Uno es un historiador, que es quien intenta reconstruir con la mayor precisión posible ese pasado, a través de documentos que no son exactos, y por lo tanto no puede inventar. Luego hay otro narrador, que es un señor que se llama Javier Cercas, que ese sí es un literato y puede tomarse sus libertades.
-En El monarca de las sombras vuelve su reflexión, su conflicto, con la memoria: el recuerdo como un relato, como una ficción, una forma de falsear.
-Los hechos son los que son, pero la vida privada es otra cosa, en ella puedes inventar. Hay un diálogo entre la verdad histórica, la de los hechos, y la verdad de la leyenda. De ambas debería surgir una verdad superior.
-En sus novelas, el narrador-personaje Javier Cercas se convierte en un investigador, ocurre de nuevo en ésta. ¿Quién es el protagonista de El monarca de las sombras: Manuel Mena o usted?
-Podríamos discutirlo. Podríamos pensar, como decía Rodrigo Ródenas en la reseña que publicó en El periódico, que el protagonista solapado es mi madre, que es la que transmite la herencia de la guerra.
-Esa es una opción, pero me refiero a su doble naturaleza: protagonista y narrador.
-Lo que dices ocurría en El impostor y en este libro también. Hay un yo detective, que investiga un enigma del pasado, y el lector acompaña la búsqueda. Es una especie de detective de la verdad. Esto también se ve en Soldados de Salamina.
-El protagonista, insisto: ¿Mena o usted?
-No sé si protagonista, pero es un personaje fundamental. Esto lo intenté explicar en El punto ciego, un libro que se publicó el año pasado. Mis novelas, y creo que muchas de las novelas que me importan, funcionan de la misma manera. Como policíacos pero al revés. Hay un enigma y sobre este aparecen preguntas: ¿quién es Manuel Mena?, ¿por qué fue a la guerra?, ¿por qué fue un falangista?, ¿por qué mi madre me ha transmitido a mí esta historia? El investigador intenta descifrar ese enigma, pero al final, la solución, la respuesta , es que no hay tal respuesta, al menos no una inequívoca, sino una más bien ambigua, contradictoria e irónica. La propia búsqueda de esa respuesta es la solución. Y por eso creo que el centro de la novela es la ambigüedad. El lugar de las verdades poliédricas, tornasoladas. En El monarca de las sombras es distinto. Hay dos narradores. Uno muy externo , objetivo, que incluso habla de mí en tercera persona y hay otro que no, que es una invención, alguien que podría ser yo.
***
Sus manos son extraordinariamente pequeñas. Las uñas, mordidas, apenas cubren la carne. Más que cáscaras o córneas, parecen costras, abalones llenos de sal. Al final de las mangas de su chupa, asoman los puños sin abotonar de una camisa de lino. Quien mira a Javier Cercas ve a alguien que parece venir de una lucha. El pelo revuelto, la piel tirante y curtida, las gafas pesadas de un hombre severo; alguien amable y educado —se preocupa por llamar a su interlocutor por su nombre, por lanzar el anzuelo de los buenos modales—, pero que a veces resulta hostil. Cercas se resiste cuando sospecha mala baba en la pregunta; da tirones de simpatía para desviar el rumbo y cuando mira, escarba. Como si midiera el tamaño de la coz.
Profesor de Literatura en la Universidad de Gerona, autor de ocho libros (con y sin ficción) y de una serie de ensayos que recogen, como sus novelas, sus obsesiones. Al final, todo empieza y acaba en la literatura, ese lugar cuyo primer vértigo lo fundó la cólera de Aquiles —canta, oh Diosa— y al que lo recorre, como una electricidad, la capacidad de rebelarse, de arrojarse. A lo largo de su obra, el Javier Cercas escritor se ha concebido como un empecinado sabueso: alguien que avanza para contestar un enigma. Se comporta a veces como historiador, en otras como novelista. Mete trama ahí donde hay reconstrucción. Lo ha hecho siempre —y no sin polémicas ni asperezas, valga decir—. Desde aquel Miralles del que le habló Roberto Bolaño a mediados de los noventa hasta el hombre escarmentado tras la pista de un parentesco espinoso. Ese es el Javier Cercas de El monarca de las sombras, alguien que es, al mismo tiempo, personaje y narrador, rostro y máscara, ocultación y revelación.
En El monarca… Cercas incluye detalles de su biografía: desde ese David Trueba, el escritor y realizador que adaptó Soldados de Salamina al cine, y que actúa como una especie de conciencia —que siembra las preguntas incómodas y las respuestas problemáticas— pasando por Ariadna Gil —la actriz que encarnó la versión cinematográfica de sí mismo— hasta su madre, esa parte del círculo que hace radio con Manuel Mena, pero también con él, con Javier Cercas. La circunferencia es el conflicto. El árbol de familia. Por eso toda esta historia. Porque él, dice, no quiere que nadie lo escriba, que nadie lo cuente.
-“Escribo para no ser escrito”, dice. ¿Es Javier Cercas, como aquel capítulo de El impostor, un novelista de sí mismo?
-Todos somos novelistas de nosotros mismos. Después de escribir ese capítulo que citas, descubrí que aquella era una frase de Ortega y Gasset. Hay quienes creen que el uso del yo obedece a algo narcisista. ¡Es una ridiculez un poco vergonzosa!
-¿Qué cosa exactamente?
-Pensar que ese es el motivo. Eso es como entender que Rembrandt, que se retrata incansablemente como sabes —la concesión tiene algo de cortesía y de esputo—, lo hacía porque estaba encantado de conocerse. ¡No! Lo hace buscando determinados efectos. Cuando Montaigne dice ‘yo soy la materia de mi libro’ y se pasa todos los ensayos hablando de sí, no lo hace porque sea un narcisista, sino porque está presentándose a sí mismo. Busca presentar al hombre.
-Insisto: “escribo para no ser escrito”. ¿Quién quiere escribirlo a usted? ¿Contra qué se rebela?
– Esa frase pertenece a Fogwill, el novelista argentino. Si escribimos es para reapropiarnos de la vida, para ser quienes somos realmente, para que los demás no nos escriban. La literatura es el principal instrumento que conozco para llegar a ser verdad. No lo que los demás creen que soy o quieren que yo sea, sino para alcanzar aquello que soy realmente. Es un instrumento de libertad personal. Escribo para no ser escrito por otros: por mi familia, por mi mamá, por los medios de comunicación. Lo hago para ser yo. Porque si hay algo que es cierto es que la familia es uno de los mayores instrumentos para coartar la libertad que existen.
-En sus novelas reina la no ficción. Desentraña episodios nacionales y personales. Apela a la memoria, al peligro del recuerdo frente a los hechos tal y como ocurrieron. ¿Qué está o a quién está buscando Cercas?
-Conocimiento. Estoy buscando conocimiento. Eso es la escritura: un instrumento de conocimiento. Pero me haces muchas preguntas al mismo tiempo. Para empezar: en mis libros siempre hay una reflexión sobre la propia escritura, siempre. El proceso de construcción de la novela está dentro. Yo le muestro al lector mi taller. Calvino decía que eso era una obligación moral. Lo dice en una carta. Toda escritura de verdad es una reflexión sobre su propio proceso.
-El proceso es una cosa, pero ¿cuál es la intención?
-La mía no es nunca una literatura que se presente como inocente. Siempre es irónica, compleja, aunque esa complejidad no tiene que notarse. Yo aspiro a una literatura transparente pero compleja. Libros fáciles de leer pero difíciles de entender. Mencionabas la memoria. Pues sí: en mis libros abundan las referencias sobre los mecanismos de la memoria. En El impostor había una reflexión sobre el hecho peligroso y preocupante de que la memoria lo invade todo, incluso los espacios de la historia, y eso es peligroso, porque la memoria nos traiciona, se equivoca. No estoy menospreciando la memoria, porque es fundamental para construir nuestra identidad, pero a veces es frágil, subjetiva. Es distinta de la historia. La memoria es individual , la historia es colectiva. En este libro hay una reivindicación de la memoria y una puesta en cuestión de la historia, porque así como hay que someter a juicio la memoria y ver si coincide con la realidad, también hay que someter a juicio los documentos históricos. En este libro hay documentos de los que deberíamos fiarnos, cuando en verdad falsifican la realidad. Los documentos dicen que Manuel Mena murió en Teruel, cuando en realidad murió en El Ebro.
-En usted, casi siempre, lo nacional y lo biográfico van unidos. ¿Por qué?
-A partir de Soldados de Salamina la historia tiene una presencia muy fuerte en mis libros. Creo, no sé si de manera consciente, que a partir de ese libro hay una lucha contra la dictadura del presente. Vivimos entre la sacralización de la memoria, algo que no me parece del todo bueno porque no es sagrada y tiene que ser sometida a crítica, y al mismo tiempo olvidamos cada vez más rápido el pasado. El pasado es una dimensión del presente. No sólo es que el pasado sea necesario para entender el presente, ¡es que forma parte de él! Lo decía Faulkner, y era un leitmotiv de El impostor: el pasado no es pasado, ni siquiera está muerto —Cercas hace la cita en inglés y la palabra past sale de su boca con énfasis, como una astilla—. Sin el pasado el presente está mutilado. No me gusta cuando las personas dicen que escribo novelas históricas, porque no hago tal cosa. Mis libros hablan de un presente ampliado. Siempre está ese diálogo entre presente y pasado.
-¿Y el diálogo entre ficción y no ficción? ¿Se pueden escribir novelas sin ficción?
-¡Por supuesto! ¿Quién ha dicho eso?
– Es una pregunta. Sólo una pregunta. Si quiere la contesta.
-En teoría, la novela es ficción, pero la primera y más importante regla que nos dio Cervantes, quien inventó la novela y casi la agotó, fue la siguiente: hagan ustedes lo que quieran. Libertad total.
-¿En nombre de qué?¿De la mucha o la poca verdad? ¿Del pasado? ¿De quien escribe?
-En nombre de la literatura. Cervantes lo dijo: hagan lo que quieran. Era la libertad.
-La libertad técnica, claro. ¿Es también una libertad moral?
-La que sea. Esta no es una novela sin ficción. Anatomía de un instante era una novela sin ficción, porque la historia lo exigía. Cada libro es distinto. Cada uno formula una pregunta compleja de la manera más compleja posible. Como cada pregunta es distinta, cada novela debe de serlo también. Anatomía de un instante no tiene ficción porque, para simplificar, era una ficción sobre otra ficción. El 23 de febrero ya era en sí mismo una ficción, como el asesinato de Kennedy. En el caso de El monarca de las sombras es una novela con ficción. Porque, ¿sabes? A veces se nos olvida el abc: la ficción pura no existe, ese es un invento de quienes no saben cómo funciona. El carburante de la ficción siempre es la realidad, por eso es. Si existiera la no ficción pura, sería lo más inane del mundo. Desde que el mundo es mundo ha sido así. Lo que ocurre es que cada novela organiza esa relación de una manera especial. Lo que Cervantes nos dice es: si es por el bien del libro, de la literatura, si es para que la verdad sea más profunda… hagan lo que quieran. En el momento en el que colocas una gota de ficción en un relato o un reportaje, ya lo has convertido en ficción. Es como una gota de veneno en un vaso de agua.
-Arrancando la novela, usted mismo diseña todas las preguntas con la que otros lo acecharían. ¿Debo completar el dato que no poseo, con ficción? ¿Escribir es falsear? ¿Recordar es ficcionar?
-El libro debería de ser la respuesta a todas esas preguntas.
-¿Cuándo cambia su relación con la escritura? ¿A raíz de Soldados de Salamina? Frente a ésta, sus primeras novelas quedaron alejadas…
-Pero son fundamentales
-Ya, pero de ella parte su recorrido…
-Es muy sencillo. Desde siempre he querido ser escritor, pero nadie leía mis libros. Acaso mi familia, mi mamá, mis amigos. Pero para mí eso era lo normal. Yo vivía apartado del medio literario, no conocía escritores. ¡Imagínate! Vivía en Gerona. Luego viví en Barcelona y en Estados Unidos, pero no conocía a ningún escritor, quizá poetas catalanes y tal. Escribía porque era vocación. A partir de Soldados de Salamina, comienzo a vender mucho y a partir de ese momento, me convierto en un escritor profesional. Pero mi relación con la escritura sigue siendo la misma de antes. Antes me ganaba la vida en la universidad, y ahora me gano la vida haciendo lo que más me gusta: escribir. Lo esencial no ha cambiado. Nunca creí ni pretendí ganarme la vida escribiendo. Tampoco me quejé jamás de que mis libros se vendieran. Lo raro es lo que ocurre ahora: que se vendan. Mis libros anteriores no son necesariamente peores, se traducen a otras lenguas y tienen más reseñas que en su momento, porque aquí nadie me conocía.
***
En el minuto 46 de la última entrevista de la mañana, algo afloja. Las pastas de té reblandecidas, la libreta tachonada, el ejemplar de páginas marcadas. Objetos exhaustos, tiempo consumido. Elipsis, ortopedia, artificio. Lo que no haya dicho Javier Cercas todavía, no lo dirá ya. ¿O sí? Cuando el hacha ya no atraviesa, cuando el cuerpo a cuerpo no encuentra espacio, queda siempre la bala de la infancia, ese billete de ida hacia la persona que aún no se muestra.
Si el pasado es un enigma, una parte del presente, entonces el recuerdo lector es el lugar perfecto —especialmente en el caso de Javier Cercas—, para ganar terreno. Es la raíz silenciosa que sujeta el bosque. Es, claro, el lugar leñoso. Y es ahí, donde surge, otra vez ese nombre: Ibahernando, ese pueblo de Cáceres donde comienza y acaba esta historia. También esta conversación.
-Si hay una herencia, si heredamos guerras, si heredamos afectos y odios, también heredamos bibliotecas. ¿Dónde está la literatura en el entorno familiar? ¿Cuál es su primer recuerdo lector?
-Mi familia no era especialmente lectora aunque mi abuelo, Paco Cercas, que es un protagonista importante de El monarca de las sombras, sí lo era. En casa de mis padres había libros, pero mi padre se dedicaba a trabajar día y noche y no…. —hace una pausa, se detiene ante algo fallido, algo no dicho—. Había libros de historia, novelas. Yo leía cómics. Pero… quizá voy a decir una cosa que queda como mal…. Yo leía muchos libros…. Había una colección, todavía existe, que se llamaba Joyas literarias juveniles. Se publicaban todos los libros: Moby Dick, La isla del tesoro….y te los resumían en viñetas. Aquello lo leía de muy pequeñito. Recuerdo que leí una de esas versiones resumidas de La Ilíada y La Odisea. Me resultaba fascinante. Luego leí a un erudito traductor de La Ilíada que decía que la novela le parecía un género lento, porque La Ilíada y La Odisea eran más rápidas. Y es verdad, era feroz el tiempo de aquellos libros. Me encantaban. Ojala mis libros tuviesen esa velocidad.
-Pero … ¿cómo llega usted a tener esa relación tan esencial con la literatura si en su casa no era un asunto central?
-Yo lo atribuyo a un hecho fundamental de mi vida… —Cercas hace una pausa, recapitula, ordena y retoma el discurso—. Yo soy un desarraigado. Nací en un pueblo llamado Ibahernando, totalmente sobreprotegido, entre los pijos o las familias ricas del pueblo, pero claro, en cuanto salíamos del pueblo éramos pobres. En fin: la familia era inmensa. Los tíos, los abuelos. Todos eran el pueblo. A los cuatro años, cuando me trajeron a Cataluña, el sitio al que mis padres emigraron, no conocía a nadie. Y, desde entonces, he sido un desarraigado. De niño era muy lector, pero claro: uno inocente e indocumentado. A los catorce años, creo, o al menos así lo recuerdo, me fui a ese pueblo de vacaciones, a Ibahernando, y me enamoré. Fue el momento en que besé a una chica por primera vez. Volví a casa, a Cataluña, con ganas de colgarme del cimborrio de la catedral de Gerona. La situación era muy seria, tanto, que fui a buscar el libro más serio que encontré en casa. Con tan mala suerte que resultó ser San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno, que como recordarás trata de un cura que pierde la Fe. Yo, que hasta ese momento era un chico católico, muy bien formado y deportista, perdí la Fe. Entré en un frenesí. Comencé a leer a Unamuno, que es un escritor que lo que quiere provocar es la confusión. Me agarré a la literatura como un sustituto de la religión. Aunque el verdadero origen está en el desarraigo. La literatura —a estas alturas de la respuesta hay tres intentos de repregunta— y perdona que te interrumpa… La literatura, como dice Cesare Pavese, el escritor italiano— las acotaciones, aunque deferencias, a veces afean— es una defensa contra las ofensas de la vida. De haberme quedado en mi pueblo, hubiese sido veterinario como mi papá pero… ¿escritor? Mi madre siempre me dice: ‘¿Escritor, tú? No habrías sido nunca’. Pero creo que si soy escritor es porque en el fondo soy un desencajado, alguien que nunca encontró su sitio y que fue a buscar en la literatura una seguridad, un lugar al que aferrarse. Y bueno, sí: el sustituto de una religión. Pero mira, aquí sigo ahí … je, je, je.
Las risas de Javier Cercas espolvorean ceniza, dan paladas amables de tierra a un asunto que debería llegar a su fin. Esta conversación, claro. Hace rato que el día llegó a su mitad. En el rostro de Javier Cercas hasta los poros de la piel todavía prometen combate. Pero el tiempo se agota, la tala también. Aún queda el bosque, encuadernado en las páginas de esta novela. De esta historia.
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