Estos tiempos tan abruptos y cambiantes, donde todo adquiere el valor mediatizado del momento, propio de la modernidad líquida, como diría Zygmunt Bauman, son propicios para escritores huecos, llenos de premios y de libros invisibles. Por eso sorprende que, en este incesante patio de Monipodio promocional, en esta sofocante hoguera de las vanidades en que se ha transformado la divulgación editorial, en donde la fama de escritor no siempre asegura que el pretendido o promocionado lo sea, haya podido crearse y recrearse la solvente escritura de Javier Marías. Un escritor lleno de libros memorables y de premios invisibles o, mejor dicho, invisibilizados por la incontrovertible irradiación de sus páginas. A Javier Marías no lo representan sus numerosos premios, sino, como sucede con todo autor verdadero, sus eximios libros.
Si seguimos las indicaciones de su padre, Julián Marías, dilecto discípulo de Ortega y Gasset, en su libro Generaciones y constelaciones (1989), podemos constatar que su hijo pertenece generacionalmente a lo que en poesía se conoce como Novísimos y en narrativa como generación del 68; es decir, a los nacidos entre 1939 y 1953, entre los que encontramos a autores como Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), Eduardo Mendoza (1943), Félix de Azúa (1944), Juan José Millás (1946), Vicente Molina Foix (1946), Soledad Puértolas (1947), Enrique Vilas-Matas (1948), Arturo Pérez Reverte (1951)…
Este marco generacional ya nos puede ofrecer una idea general sobre su aversión a la prosa nacional esgrimida por sus precursores —característica bastante común en los incipientes escritores de los años 60—, así como sobre su declarada anglofilia, bien asentada en su devoción por Juan Benet y en sus afanes como traductor. Conocidas y reputadas son sus traducciones sobre Thomas Hardy, Laurence Sterne (La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1978), Premio de traducción Fray Luis de León), Robert Louis Stevenson y Joseph Conrad, entre otros, además de William Butler Yeats, W. H. Audem, Wallace Stevens y su admirado William Faulkner. Pero curiosamente, y yo diría que paradójicamente, Javier Marías se acabó convirtiendo en uno de los máximos defensores del acervo sociocultural español, aunque solo sea en su constante contraposición a su fabulado universo oxoniense. Ello no le ha impedido mostrar su animadversión hacia los escritores colaboracionistas con el régimen franquista (los Fernández Flórez, los Cela, los Torrente Ballester y los Cunqueiros), a los que achacaba —en algunos casos con injusta terquedad— muchas de las penalidades padecidas por su padre. Todavía en el primer volumen de Tu rostro mañana, 1 Fiebre y lanza, publicado en 2002, encontramos un directo y acerado reproche hacia estos escritores, a través de la crítica que su alter ego, Jacobo (Jacques) Deza, hace a las ridículas pretensiones eruditas del no menos ridículo personaje De la Garza:
«los nada pobres escritores fascistas de la preguerra, la posguerra y la intermedia guerra, que en todo caso eran los mismos (sufrieron pocas bajas durante la contienda, mala suerte) y a los que él no dedicó desde luego ese epíteto, le parecían gente honorable y desinteresada aquella pandilla de delatores y chulos mayúsculos».
El lector de Javier Marías ya se habrá dado cuenta, antes de haber llegado hasta aquí, que he tomado el título que encabeza este texto modificando el de su tercera novela, El monarca del tiempo (1978). Una novela escrita en alternancia con su avalada traducción del Tristram Shandy de Sterne, y sobre la que Marías tenía ciertos reparos, a tenor de lo atestiguado en su personal prólogo de la reedición del año 2003 en el Reino de Redonda: «Y probablemente esté ya lo bastante lejos de aquel joven [tenía veintiséis años cuando la escribió] para mantener en el ostracismo lo que él escribió, más allá de un cuarto de siglo. Veinticinco años son condena suficiente para cualquier posible delito literario».
En este título he sustituido la palabra «tiempo» por la más genettiana de «palimpsesto», al considerar que la literatura, siguiendo al teórico francés, no deja de ser un palimpsesto. Un texto sobre el que se reescribe una y otra vez nuestra realidad, por lo que todo escritor debe ser un profundo conocedor de sus códigos y de sus diversas tradiciones literarias. Cuestión que siempre tuvo presente en su quehacer creativo Javier Marías. En realidad, esta idea del palimpsesto fue desarrollada ficcionalmente por autores como Jorge Luis Borges en La biblioteca de Babel; planteamiento que llevado a su extremo acabaría por sustantivarse, no en los paneles innumerables de una biblioteca, sino en las páginas incontables de un libro de arena, como metáfora del libro que contiene y compendia a todos los libros; es decir, de un palimpsesto. Idea que vicariamente ha desarrollado Internet con sus vínculos y superposiciones codificables. Esta sorprendente intuición, toda una analogía de la propia naturaleza, también entronca con la leyenda esgrimida por T. S. Eliot de El bosque sagrado, donde la literatura se transforma en un universal templo del saber, salvaguardado por un rey o guardián insomne que custodia las acepciones —y floraciones— de sus páginas.
Pero lo que resulta todavía hoy sorprendente, es que estas fabulaciones y leyendas surgidas de diferentes tradiciones literarias, con sus correspondientes derivaciones hermenéuticas y pragmáticas, se hayan reencarnado de una manera tan veraz y vivencial en Javier Marías. El escritor madrileño fue coronado como Xavier I de Redonda, cuarto rey de una curiosa dinastía a la que accedió por una sorpresiva abdicación del singular John Wynne-Tyson en su nombre; al parecer, gratamente sorprendido por el capítulo que en Todas las almas (1989) le dedica a John Gawsworth (una de las eruditas obsesiones del joven Marías—, de quien trata de recomponer su oscuro final a través de los raros ejemplares de su obra, como Backwater de 1932). Lectura que le llevó a considerar a Javier Marías como el mejor candidato para ocupar su trono, por ver en él un verdadero escritor. Sobre John Gawsworth, vuelve a escribir Javier Marías en Negra espalda del tiempo (1998), esbozando otra vez la triste historia de Juan I, King of Redonda.
Consecuencias “reales”, desencadenadas por la lectura de una extraordinaria novela, para mayor gloria patria y escándalo de numerosos candidatos y de anglosajones en general. Por primera vez en las genealogías dinásticas un rey inglés decide abdicar en favor de un monarca español, algo digno de pasar a los anales de la historia. Javier Marías no solo se tomó este hecho con cierta ironía, sino que supo encontrar en la quijotesca responsabilidad de ser el monarca de una inesperada ínsula Barataria, un medio creativo para ahondar en el venero de sus ricas implicaciones. Durante sus años de reinado formó una corte de duques (o de caballeros de la Tabla Redonda), al servicio de las más nobles causas librescas. Creó un sello editorial con Carme López Mercader, el Reino de Redonda, dedicado especialmente a «publicar cosas descatalogadas hacía tiempo y que valía la pena recuperar». Una colección cuyo catálogo conviene revisar, al recogerse en él buena parte del canon literario, como homo aestheticus, de Javier Marías. Xavier Marías I (con grafía del castellano antiguo) fue todo un rey, un monarca, pero más que de una isla perdida entre las islas Antillanas de Monserrat y Antigua, del palimpsesto ubicuo de nuestra realidad.
Javier Marías siempre tuvo, le venía de casta, un prurito erudito que puede rastrearse no solo a lo largo de sus numerosas novelas, de su registro ficcional, sino de todas sus acciones, tanto como editor, traductor y articulista. Esa vocación indagadora en la que vuelve a entremezclarse la ficción con la realidad puede contemplarse en su plenitud en su edición de Cuentos únicos (1998), donde Javier Marías recoge un elenco de autores del género del terror o fantástico de la prosa inglesa que «no han pasado a la historia porque solo acertaron en una ocasión, a lo largo de un solo cuento, de unas pocas páginas, y no repitieron». Entre estos autores —además del mencionado John Gawsworthm, con su How It happened (1934)— se encuentra el premio Nobel de literatura Winston Churchill, con un cuento titulado «Hombre al agua» —«Man Overboard» (1898)—, que si bien, como premio Nobel, sus méritos literarios son más que dudosos, no es menos cierto que su cuento lo firmaría gustoso cualquier verdadero escritor, Premio Nobel o no. El propio Javier Marías se adueña de uno de sus símiles para expresar uno de sus supuestos literarios, dentro de uno de sus cuentos más autobiográficos «Todo mal vuelve»: «¿cómo contentarse con atunes cuando se tiene aparejo para tiburón?» Pero, donde se ve con viva intensidad la pasión dilucidadora de Javier Marías, como erudito en acción, es en su introspección en la vida, mejor en la muerte, de Wilfrid Eward, a través del relato «Los bajíos» —«The Flats» (1937)— que recoge en Cuentos únicos. Este escritor al parecer tuvo cierta notoriedad antes de su muerte, para pasar posteriormente al mayor de los olvidos. Javier Marías entra como un investigador del cuarto cerrado en la habitación del Hotel Isabel de Ciudad de México, donde, según las sumarias conclusiones, el malogrado escritor encontró la muerte incidentalmente por una bala perdida que le perforó el ojo con «el que nunca había podido ver». En «El ojo sin párpado», publicado en Literatura y fantasma (1993), Javier Marías no solo nos narra la fatídica noche del festivo tiroteo con el que los mexicanos tenían costumbre de celebrar la Nochevieja, sino que nos reabre el caso, dejando flotar la sospecha de otro móvil más oscuro, de un posible asesinato. La realidad y la ficción otra vez entreverada entre las páginas y el calendario vital de Javier Marías.
El autor de Todas las almas escribía de una manera casi artesanal, tecleando pacientemente su máquina de escribir, sin plegarse a las comodidades que ofrecen los ordenadores portátiles. Su obra, como el mismo señala en el prólogo de Cuando fui mortal (1996), es mecanoscrita. Tallada, me imagino, primero sobre el papel, como el mismo narra en El hombre sentimental (1994):
«la pluma con la que ahora mismo estoy escribiendo tiene la plumilla negra y mate como todas las mías, porque una que la tuviera dorada y brillante —lo más corriente— me dañaría la vista, que queda fijada, mientras uno escribe, a tan solo un milímetro de la plumilla llena de reflejos que rasga la hoja».
Todo un trabajo artesanal para un escritor que emprende su tarea con la ayuda de su brújula creativa, sin una idea completa de la trama y del material lingüístico por el que se adentra. Él lo ha señalado en la novela anteriormente citada:
«No conozco, así, el final de mis sueños, y puede ser desconsiderado relatarlos sin estar en condiciones de ofrecer una conclusión y una enseñanza. Lo único que puedo añadir en mi descargo es que escribo desde esa forma de duración —ese lugar de mi eternidad— que me ha elegido».
Por lo que aquello que acontece mientras la novela se va escribiendo:
«pertenece al reino de la invención en su sentido etimológico de descubrimiento, hallazgo; e incluso hay momentos en que uno se detiene y ve abiertas dos posibilidades de continuación, totalmente opuestas. Una vez concluido el libro —es decir, una vez concluido el descubrimiento, una vez que el libro es de una manera determinada, que la publicación convierte en inmutable—, parece imposible que pudiera haber sido distinto de cómo es».
Para más adelante explicarnos este proceso creativo como una forma de conocimiento y, por lo tanto, de introspección y autoconocimiento:
«del mismo modo que un hombre que escribe puede empezar a entender lo que escribe a partir de una frase casual que le hace saber —no de golpe, sino paulatinamente— por qué todas las anteriores fueron así, por qué fueron escritas de aquella manera (que aún no verá intencionada pero ya tampoco casual) cuando él creía estar tanteando tan solo con tinta y papel por matar el tiempo, por un encargo o sentido del deber que sienten los que no tienen ningún deber».
Son muchos los supuestos que, sobre su modo de entender la escritura, Javier Marías traslada al lector en sus novelas. Reflexiones que amplifica en sucesivas páginas y a las que vuelve en otras novelas, en un recurso circular con el que va profundizando y reordenado sus planteamientos. Otra de sus características es el juego soterrado o hermenéutico que mantiene con su lector ideal. No me resisto a señalar uno de ellos, que puede servir como sentido homenaje a Carme López Mercader, y que representa el ideal del lector atento al que aspiraba llegar Javier Marías como escritor. En el primer volumen de Tu rostro mañana, 1 Fiebre y lanza (2002), leemos en la dedicatoria: «Para Carmen López M, que ojalá me quiera seguir oyendo». En el segundo volumen de Tu rostro mañana, 2 Baile y sueño (2004), leemos una ligera variación en su dedicatoria, apenas la adición de un adverbio: «Para Carmen López M, que ojalá aún me quiera seguir oyendo». Y en el tercer volumen de Tu rostro mañana, 3 Veneno y sombra y adiós (2007), el autor vuelve a reformularnos su dedicatoria: «Para Carmen López M, que ha tenido la gentileza de quererme seguir oyendo pacientemente hasta el final», planteando explícitamente el vínculo que debe darse entre el escritor y el lector para que la obra encuentre su realización y su sentido final. Juego paratextual que no concluye con esta trilogía, sino que Javier Marías continuará en Los enamoramientos (2011): «Y para Carme López Mercader, por seguir riendo a mi oído y escuchándome», y en Así empieza lo malo (2014): «Y para Carme López Mercader, que inverosímilmente no se ha cansado de escucharme. Aún no». Para incrementarlo intensivamente en sus dos últimas novelas: en Berta isla (2017) volvemos a leer amplificada la reiterada dedicatoria, con todas las cualidades que debe tener un buen lector: «Para Carme López Mercader, los ojos atentos que ven, los oídos atentos que escuchan y la voz que aconseja mejor»; para finalizar con la dedicatoria de su última novela Tomás Nevinson (2021), desde los acentos premonitorios de una despedida en la que rinde homenaje definitivo a su amor y, posiblemente, a su mejor lectora: «Para Carme López Mercader, que, lejos o cerca, confinados o no, alegres o menos —ella siempre más alegre que yo—, me ha acompañado sonriente en este libro desde el principio hasta el final».
No resulta extraña la conmoción que ha desencadenado su prematura muerte entre sus amigos, colegas y lectores, así como que todos nos condoliésemos con Pérez Reverte y Vila-Matas —teniendo presente la fecunda y enjundiosa trayectoria escritural de Javier Marías—, porque no le hubieran concedido el Premio Nobel. No obstante, tal vez deba servirnos de consuelo el pensar que el Premio Nobel ya ha nacido aquejado de miopía, y que suelen escapárseles con relativa frecuencia los escritores verdaderos. Démonos cuenta de que el primer Premio Nobel se lo dieron a un poeta menor, Sully Prudhomme, una pequeña colina literaria, y no a la descomunal cadena montañosa que sobrepujaba por encima de los Urales, a León Tolstoi. Además, y, por otra parte, nadie recibió más Premios Nobel que el rey de Suecia.
El monarca del palimpsesto se ha ido, no solo dejándonos un excepcional legado literario, sino dándole una vuelta genial al tradicional cuento, porque todos sus lectores nos hemos sentido desnudos.
Ha transcurrido casi un mes desde el fallecimiento de Javier Marías y aún siguen apareciendo multitud de artículos sobre su obra. Y estoy convencido de que seguirá así durante mucho tiempo.
No veo mejor prueba de la grandeza de su obra y de la influencia que ha tenido y seguirá teniendo en otros escritores y en sus lectores.