A Javier Marías hacía tiempo que le tentaba dedicarle una novela a la historia de un desaparecido y de quien se pasa años aguardando su regreso, un tema “antiguo como la literatura”, desde Ulises y Penélope, y que ahora recrea en Berta Isla, una obra sobre la espera y lo difícil que es a veces escapar al destino que otros han trazado para algunos de nosotros. Y una novela en la que este gran escritor, uno de los mejores de Europa, en opinión de J. M. Coetzee, muestra el lado oscuro de la labor de los servicios secretos en tiempos de aparente paz y reflexiona acerca de asuntos muy presentes en otros títulos suyos como la necesidad del amor, la fragilidad de las relaciones de pareja, la imposibilidad de conocer bien al otro, incluso al más cercano; el secreto, “forma suprema de intervención en el mundo”, dice uno de los personajes; la traición, el engaño, la lealtad y el ansia de saber, “una maldición y la fuente mayor de desgracias”, afirma en algún momento la protagonista de esta novela, la decimoquinta de Marías, si se cuentan como tres diferentes cada uno de los tomos de Tu rostro mañana, trilogía con la que Berta Isla guarda una estrecha relación.
Publicada por Alfaguara, Berta Isla llega tres años después de Así empieza lo malo (Marías comenzó a publicar muy joven, a los 19 años, pero siempre se ha tomado su tiempo entre libro y libro) y se suma a títulos que han conquistado a millones de lectores como Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo, Los enamoramientos o los ya citados. Sus obras se han editado en cuarenta y cuatro lenguas y en cincuenta siete países. El escritor ha merecido una lista casi interminable de premios, entre ellos el Ciudad de Barcelona, el de la Crítica, el IMPAC Dublin Literary Award, el Rómulo Gallego, el Prix Femina Étranger, el Tomasi de Lampedusa, el America Award, el de Literatura Europea de Austria y el Formentor. En 2017 ha ganado el Premio Liber.
La escasa o nula influencia que la inmensa mayoría de la gente tiene en la marcha del mundo (“en realidad somos desterrados del universo”) sobrevuela también la nueva novela de Javier Marías (Madrid, 1951), ambientada en Madrid y Oxford, entre las décadas de los sesenta y los noventa, y protagonizada por la mujer que da título al libro y cuya vida está marcada por la espera y la incertidumbre. El otro protagonista es Tom o Tomás Nevinson, cuya increíble facilidad para los idiomas y para la imitación de acentos hace que los servicios secretos británicos quieran reclutarlo. Y, como todos los espías, no consta en ninguna parte, “ni oficial ni oficiosamente. Somos alguien y no somos nadie. Estamos pero no existimos, o existimos pero no estamos… Podemos cambiar las cosas, pero de nosotros no hay rastro”, asegura el inquietante Bertram Tupra, uno de los personajes que Marías rescata de Tu rostro mañana. El otro es sir Peter Wheeler, el ilustre hispanista.
Pero que nadie espere una novela típica de espías, llena de “aventurillas” y “peripecias” –»de eso ya hay demasiado hoy en día», afirma el autor en una entrevista con Zenda–. No sería ése el estilo de Marías, siempre envolvente y sugerente, y cuyas famosas digresiones hacen pensar al lector sobre temas que le conciernen. El poeta T.S. Eliot, una de las “mayores influencias” del novelista, guía el pensamiento de los personajes a lo largo del libro y le inspira al escritor español fragmentos de gran belleza lírica.
Javier Marías responde por escrito el cuestionario que le envió Zenda a finales de agosto:
–En más de una ocasión ha dicho que, cuando comienza una novela, apenas sabe cómo se va a desarrollar porque, si lo supiera, no habría “invención, descubrimiento” y resultaría “aburrido”. Pero supongo que Berta Isla partió de algo: ¿cuál fue el germen de esta novela?
–Hay un asunto que había tratado algo de pasada en un viejo cuento, La canción de Lord Rendall, y en Los enamoramientos, cuando en esta novela los personajes hablan de El Coronel Chabert, de Balzac. Es el de la desaparición y reaparición de alguien al cabo de los años, sobre todo de un hombre, porque a lo largo de la historia solían ser los varones los que se iban (al mar, a la guerra, a la exploración, a la aventura) y las mujeres las que aguardaban. Ahora ya no es así, pero la tradición es esa. La lectura, hace unos años, de la novela de Janet Lewis La mujer de Martín Guerre (que he publicado en español en Reino de Redonda), que cuenta esa historia de un desaparecido, acontecida realmente en el siglo XVI, me estimuló a tratar ese asunto por extenso, en una novela mía. Así que esos son los gérmenes en parte. Luego, claro está, uno va desarrollando e improvisando, y configurando su propia historia. Pero es un tema antiguo como la literatura (Ulises es quizá el primer gran «desaparecido») y hacía tiempo que me tentaba.
–¿Cuáles serían, a grandes rasgos, los ejes principales de Berta Isla?
–No me toca a mí decirlo. Uno está tuerto respecto a lo que escribe. Supongo que uno de ellos es en el fondo »la maldición de haber nacido». (También es una bendición, claro está, o no habría nada.) Como se dice en la novela, en el momento en que está uno en el mundo, es divisable, ya no puede esconderse, y está expuesto a ser utilizado, y a que se le pidan cosas, o se lo obligue a ellas en el peor de los casos. Uno es ya «un bulto» que será «avistado» por otros, y esos otros se acercarán a ese bulto, probablemente, sobre todo si uno tiene algunas dotes o resulta útil. Y, lamentablemente, nadie es del todo 1nútil. Hay muchos otros temas, pero sin duda este sobrevuela Berta Isla.
–Usted prefiere la narración en primera persona, pero en Berta Isla hay capítulos contados en tercera. ¿Por qué las ha alternado en esta novela?
–Por variar, en parte, aunque un poco más de la mitad de la novela está narrada en primera persona, es Berta Isla quien cuenta. También porque consideré que convenía a la historia que el personaje de Tomás Nevinson no fuera enteramente nebuloso, como acaba por serlo para su mujer, Berta. Es bastante nebuloso, pero menos, al haber una tercera persona que habla de él y que cuenta con arbitrariedad, como suele hacerlo la tercera persona. De haber utilizado durante todo el libro la primera persona, de Berta, habríamos dependido en exceso de sus conjeturas. Eso sí, hacía tanto que no narraba en tercera (desde 1983, en El siglo, y ahí sólo parcialmente) que al principio dudé si sabría hacerlo. Pero en seguida me sentí cómodo. Uno se toma sus propias libertades, lo mismo en la primera que en la tercera.
–La vida de Berta Isla estuvo siempre marcada por la espera, hasta el punto de que la incertidumbre y la duda propias de ese estado le parecían mucho más interesante que “vivir en la certeza absoluta”. “Quien se acostumbra a vivir en la espera nunca consiente del todo su término, es como si le quitaran la mitad del aire”, dice el narrador: ¿la incertidumbre propia de las esperas prolongadas puede llegar a ser mejor que determinadas certezas?
–Creo yo que sí. Mientras todo está abierto, los días son más llevaderos. Cuando todo está cerrado y contestado, es como cuando se termina de escribir (o de leer) una novela. Ya no hay más, la historia es la que es, no hay posibilidades de cambio. En todo caso, quien se acostumbra a la espera se puede volver «adicto» a ella, aunque en un principio no la haya querido en absoluto. Es a eso a lo que hace referencia la cita que menciona. Me parece que todos lo hemos experimentado. A menudo anhelamos la llegada de algo o de alguien, y cuando eso ha llegado, no es raro añorar los tiempos en los que teníamos esa ilusión o esa esperanza en el horizonte.
–En Berta Isla rescata a uno de los personajes más interesantes de Tu rostro mañana, sir Peter Wheeler, importante hispanista de Oxford que había pertenecido a los Servicios Secretos durante la II Guerra Mundial y que luego había colaborado con el MI5 o con el MI6. Se nota que admira a Wheeler, personaje inspirado en sir Peter Russell, al que conoció en Oxford: ¿tanto le impactó la personalidad de Russell que vuelve a sacarlo en su nueva novela?
–Yo rescato a muchos personajes de anteriores novelas, sin necesidad de que estén inspirados en alguien real ni de mi admiración. En todo caso, sí, Russell era alguien extraordinario, por su personalidad, sus saberes y su pasado misterioso y aventurero, del que poco hablaba. A mí me habló bastante, tuve esa suerte, y a través de él y de otros he llegado a saber bastante del MI6, del del pasado e incluso del del presente relativo. Russell era un hombre muy clarividente y que se engañaba poco respecto a la condición humana. Yo he procurado reflejar eso en el personaje de Wheeler (que no es exactamente Russell, sino una especie de transposición ficticia). Wheeler, por ejemplo, es alguien que en esta novela niega la posibilidad de la justicia (aunque sea un hombre de orden) y sabe que todos somos «desterrados del universo», incluso los actores principales.
–También rescata a Bertram Tupra, el reclutador, un hombre duro e implacable cuando tiene que serlo: ¿ese personaje está inspirado en alguien concreto?
–No. O si lo estuviera, no estaría autorizado a decirlo. O no sería elegante decirlo. Así que no, es un producto de mi imaginación. Y algo tiene de mí, ahora que lo pienso.
–En sus novelas suele haber una cierta relación entre unas y otras. ¿Cuál sería la existente entre Berta Isla y Tu rostro mañana? Esa trilogía suya, de unas 1.500 páginas en total, entrañó un enorme esfuerzo creador y supongo que le siguen rondando personajes y temas de la misma.
–Hay mucha relación entre unas y otras novelas. Berta Isla tiene que ver con Los enamoramientos y con Todas las almas, y por supuesto con Tu rostro mañana, aunque sólo sea por los personajes que las dos comparten y por el mundo de espías muy particulares, muy raros, no son los que suelen encontrarse en las llamadas «novelas de espías». El tercer y último volumen de TRM se publicó en 2007, hace ya diez años. Así que ya «tocaba» revisitar un poco ese mundo, aunque de manera muy distinta. Pero con esos tres volúmenes estuve ocho años y medio de mi vida. Es normal que su mundo siga en mi cabeza. Seguirá para siempre. Son muchos años en la vida de cualquiera.
–El título de la novela no es una cita de Shakespeare, como en otras obras suyas, sino que lleva el nombre de la protagonista. ¿El apellido Isla es fiel reflejo de lo aislada que se sentía Berta al no poder compartir con nadie lo poquito que iba sabiendo sobre la extraña vida que llevaba su marido? Y, relacionado también con el título, ¿le gustaría que su novela figurase algún día en la galería de excelentes obras protagonizadas por mujeres, como, por ejemplo, Madame Bovary o Anna Karenina?
–No, es tentador pensarlo, pero es una coincidencia. Isla es un buen apellido, y no raro (hay unos cincuenta Isla en Madrid, y yo he conocido a alguno). A posteriori será inevitable que muchos lectores lo vean como algo simbólico, pero no lo es, porque detesto bastante el simbolismo. No tanto como las alegorías, las utopías y las insoportables «distopías» que ahora nos asuelan, pero bastante. Respecto a la segunda parte de la pregunta, a quién no le gustaría, pero no se dará el caso, descuide. Menciona obras consolidadas de la literatura, aunque a mí Anna Karenina me parezca bastante floja y latosa. Pero sin duda está consagrada. Ya me doy con un canto en los dientes con que Tu rostro mañana haya aparecido en una publicación inglesa entre las veinte mejores novelas de espías de todos los tiempos, junto a Le Carré, Greene o Ambler. Es sólo la opinión de esa publicación, pero que sea inglesa y tenga en cuenta una obra española me parece ya un honor inesperado.
–El poeta T.S. Eliot desempeña un papel importante en esta novela y guía con frecuencia el pensamiento de los personajes: ¿ha querido en cierto modo rendirle homenaje a Eliot en su novela?
–Yo tengo presente a Eliot en todas mis novelas, y la propia Tu rostro mañana incluye, sin decirse que son suyas, citas de Eliot, o de Rilke. Eliot es una de mis mayores influencias, pero casi nadie lo percibe, porque a un novelista se lo emparenta con otros novelistas, no con poetas. Pero, más que querer homenajearlo, las citas que rondan a los personajes me parecieron adecuadas para sus circunstancias, y, por así decir, acaban formando parte del texto tanto como mis propias palabras. Bueno, eso creo, o eso quisiera, que hayan quedado bien ensambladas en el conjunto de la novela.
–¿Diría que esta novela es más sombría quizá que otras suyas, en las que las digresiones sobre cuestiones profundas no impedían que hubiera capítulos llenos de humor? Aquí sólo hay pinceladas humorísticas.
–No, no la veo más sombría que Los enamoramientos (quizá la más pesimista, y por eso estaba convencido de que no tendría éxito: me sorprende que sea la que sin embargo ha tenido mayor fortuna comercial después de Corazón tan blanco). De hecho no la veo muy sombría, aunque sí es cierto que hay menos escenas de humor. Tal vez sea porque en Berta Isla no aparece el Profesor Rico, que llevaba colándose y abusando en unas cuantas seguidas. Como es norma en él, dicho sea de paso. Pero tal vez la razón es más bien esta: en la tercera persona las bromas no salen tan fácilmente como en la primera; y en las partes en primera, no pegaba mucho que Berta Isla tuviera una voz parecida a la de mis narradores masculinos, que son los que predominan en mi obra. Quizá tampoco hacían falta, esta vez, las escenas «locas».
–Cuenta muy poco de la vida de Tomás Nevinson, en parte porque su trabajo está rodeado de secretos o quizá también porque “las mejores historias son las que no se relatan completas, no de cabo a rabo”, como dijo usted en un artículo cuando terminó la novela. ¿Sería así?
–Contar más de él habría supuesto contar «aventurillas», y de eso ya hay demasiado hoy en día. Algunos autores las cuentan muy bien y otros lo hacen ridículamente, uno no se cree nada. Pero en todo caso hay demasiado de eso, y no me interesaba abordarlo y contribuir al auge de lo que antiguamente se llamaban «peripecias» y que hoy invaden demasiada literatura. La vida de Nevinson es opaca para su mujer, en gran medida, y también para el lector, por tanto. Este puede adivinarla o imaginársela, porque referencias no le faltan. Si yo me hubiera dedicado a contarla con pormenor, la habría despojado de misterio y la habría vulgarizado, creo.
–El ansia de saber, “una maldición y la fuente mayor de desgracias”, dominaba a veces a Berta: ¿es ese también un tema que se repite en sus novelas, el querer saber, las consecuencias de callar o de no callar?
–Sí, sin duda es uno de mis temas predilectos (la palabra «obsesiones» no me gusta). – La mayor parte de la gente quiere saberlo todo, hasta lo que no le interesa ni le concierne. Yo soy de los que creen que sólo hay que saber lo justo, que hay que renunciar a menudo a preguntar y a contar; que el mundo sería algo más llevadero si no se repitieran las cosas hasta el infinito, impidiéndonos salir de ellas. No es que abogue por el olvido, tampoco es eso, y el olvido excesivo es injusto y es cruel. Pero no le veo sentido a que los yihadistas, por ejemplo, se remonten al siglo VII continuamente, y los españoles a una guerra que terminó hace casi ochenta años, ni los americanos a otra de hace siglo y medio. Es como si se necesitara estar en un bucle permanente, y además la tendencia actual no es la curiosidad, sino la búsqueda de agravios remotos y de banderías «prestadas». Creo que en la novela también se dice que no estaría mal que las cosas horribles sólo pasaran una vez y no se perpetuaran con su relato interminable y con discusiones artificiales por parte de gente que ni siquiera las ha sufrido. Hoy hay demasiada gente buscando una «causa», y las «causas» suelen ser nefastas y las que justifican las mayores atrocidades. Una cosa es no olvidar y saber, otra escarbar y rascar hasta la saturación. Y, claro, creo que hay cosas que es mejor no contar. No contarlas nunca. Hace décadas era normal que los soldados no dijeran ni palabra de lo que habían vivido en el frente, y que las víctimas callaran por pudor. Hoy hay un elemento de exhibicionismo, y la discreción y el pudor son conceptos que ni siquiera entiende buena parte de la humanidad actual.
–A Tom Nevinson lo reclamaron en el Reino Unido porque se dieron cuenta de sus magníficas facultades. En España nadie lo reclamó, “lo propio de este país, que siempre desaprovecha lo útil que tiene, cuando no lo expulsa o lo persigue”, se dice en la novela: ¿es esa una constante de España, el despreciar a la gente valiosa que tiene y el no darle oportunidades?
–Sí, es una característica española, me temo que de todos los tiempos, y lo grave es que pervive. Nuestros contemporáneos se hacen cruces de cómo se trató a Goya, a Jovellanos, a Machado, a Chaves Nogales o a Lorca, o también a Cervantes. Pero a la vez hacen lo mismo —o parecido, en tiempos de paz— con las personas actuales más valiosas. España es un país raro y rastrero, en el que cuesta admirar y sentirse orgulloso de alguien. Es más bien al revés: si hay alguien valioso, se intenta hacer caso omiso de él o ella, se finge que no existe, o directamente se procura descabezarlo y acabar con él. ¿Cómo se atreve a destacar, cómo osa rebajar nuestro nivel con el suyo elevado? Castiguémoslo, obliguémoslo a meter la cabeza debajo del agua, corno la tenernos la mayoría. Esa parece ser la reacción frecuente (no general, por fortuna). España es mucho mejor que en la mayoría de sus diferentes épocas, pero siempre surge un fondo de inquina y brutalidad, de sentirnos ofendidos porque alguien sea motivo de orgullo y de emulación. A demasiados españoles les da gran pereza emular lo bueno, o están convencidos de antemano de que no lo conseguirán. No sé cómo se puede cambiar eso. Probablemente no se pueda, y es una maldición.
–En la novela hay reflexiones muy interesantes sobre lo que hacen los gobiernos y los servicios secretos en los períodos de aparente paz: ¿por qué le interesa tanto la labor de los servicios secretos? Ya le dedicó a ese tema, o a una de las variantes del mismo, nada menos que la trilogía de Tu rostro mañana.
–Porque el Estado nunca descansa, ni siquiera en tiempos de aparente paz. El Estado utiliza sin cesar a la gente, la recluta de un modo u otro (a todos nos recluta fiscalmente, por ejemplo), y también en democracia puede cambiar las leyes más o menos a su conveniencia y hacer lo que le plazca, o casi. En una dictadura, qué le voy a contar. Los servicios secretos suelen estar por encima de casi todas las demás fuerzas; hasta cierto punto tienen manos libres (aunque disimuladas), y eso es algo con lo que la ciudadanía no cuenta. Ni siquiera piensa en ello, ni se lo plantea. Por eso me interesa, porque estamos regidos en cierta medida por individuos que ni siquiera sabemos quiénes son. Y, aun sin saberlo, les otorgamos grandes libertades y gran poder decisorio sobre nuestras vidas y nuestras fortunas. Probablemente aceptamos que eso sea así. Es llamativa esa aceptación, y ese no querer saber mucho en realidad, sobre todo porque, como dije antes, es una actitud disonante con la tendencia general a saberlo todo. Ahí intuimos que es mejor no saber demasiado, que conviene no saber. Como excepción, aceptamos la penumbra y aun la oscuridad y la opacidad. Es tan llamativo que no es extraño que me interese, ¿no?
–Tomás estaba convencido de que el espionaje era necesario para averiguar y desbaratar los planes de los que quieren perjudicarnos, de los atentados que cometen y de sus asesinatos premeditados: ¿No cree, Javier, que en la época actual, marcada por los atentados yihadistas (el de Barcelona está aún muy reciente) habría que reforzar la labor de esos servicios secretos, de la inteligencia militar?
–Militar o civil, sí, supongo. En la novela se pone en cuestión la índole misma del espionaje, se apunta a su inmoralidad intrínseca (engañar, ganarse la confianza de alguien para traicionarlo y acabar con él). Pero es una actividad tan antigua como el mundo, y seguramente necesaria por ello. Hay veces, en la historia, en que no cabe sino aplastar. E1 caso más claro es el del nazismo, con el que el resto del mundo se jugaba la supervivencia, y entonces hay que mancharse por fuerza. El actual yihadismo pertenece a ese género. Es grotesco que todavía haya bobos (alguna que otra alcaldesa) que hablan de “dialogar» con sus militantes, terroristas totalitarios y genocidas, cuando a lo último a lo que éstos estarían dispuestos es a dialogar con nadie. Me imagino que los servicios secretos, con todas sus suciedades, con su falta de ética y sus métodos expeditivos, son una suciedad necesaria. Eso cree Tupra al menos. La prueba de eso es que de momento nadie ha protestado de que a los terroristas de Barcelona y Cambrils se los haya cargado la policía sin más. La gente es hoy ridículamente «virtuosa’, pero sabe ver el peligro y sabe cuándo hay que aniquilar para no ser ella aniquilada. Eso sí, casi nadie lo reconoce porque vivimos una época de hipocresía absoluta, en la que todo el mundo (es un decir) quiere quedar bien, ante sí mismo y ante los demás. Incluidos los malasangres que tanto abundan en nuestro país.
–El pueblo, “que a menudo es vil, cobarde e insensato”, nunca se siente culpable de nada, ni del nazismo, ni del franquismo o del estalinismo, se afirma en la novela : ¿cree que no deberíamos hacer recaer toda la responsabilidad de nuestros males en los políticos y que deberíamos asumir la que nos corresponda?
–Cuando la tenemos sí, pero eso es como pedirle peras al olmo. «El pueblo’ siempre se escabulle y queda impune. En Alemania no había habido nazis, ni en Italia fascistas, ni en España franquistas. Y habrá un día en el que no habrá habido nadie proetarra en el País Vasco, ni nadie embarcado en la actual deriva autoritaria, en el golpe de Estado que se pretende dar en Cataluña. Me hacen gracia esos periodistas que afirman que «el pueblo nunca se equivoca». Ha tenido aciertos, desde luego, pero la historia está plagada de sus monstruosas equivocaciones. Trump, el Brexit, las elecciones polacas y húngaras, Venezuela, son ejemplos de hoy en los que la gente ha votado y ha elegido. Nada de eso le ha sido impuesto. A nosotros nos impusieron por la fuerza el franquismo y nadie lo votó, pero casi toda la sociedad lo aclamó, también en Cataluña y en el País Vasco, donde, según la versión de los falsos historiadores, jamás hubo un franquista. Puede que también haya un día en el que nadie haya votado jamás a Putin en Rusia, a Duterte en las Filipinas o a Erdogan en Turquía.
–Usted lleva unos 50 años como escritor, dado que su novela Los dominios del lobo apareció en 1971 y ya antes había publicado algún cuento: ¿Esa larga experiencia le da seguridad a la hora de empezar una nueva novela o no hay nada de eso?
–Ninguna seguridad. Al contrario. Cuantas más novelas llevo escritas, menos sé cómo se hacen y menos entiendo el proceso. Mientras las escribo me digo: »Pero si ni siquiera sé hacerlas». Y siempre pienso que , si llego a terminarla, la presente será la última. Que seré incapaz de inventar y escribir otra . Ahora mismo estoy en esa fase , claro .
–Javier, usted siempre dice lo que piensa en sus artículos semanales, aunque sabe que, a veces, suscitan fuertes polémicas, como le ha pasado recientemente con sus opiniones sobre Gloria Fuertes o sobre el teatro: ¿a qué atribuye esas reacciones exageradas que causan de vez en cuando sus artículos?
–Yo no he opinado nada sobre Gloria Fuertes, sólo dije que me costaba suscribir que fuera una grandísima poeta, como anda media España empeñada en asegurar ahora por razones me temo que espurias. En esta entrevista digo que Anna Karenina me parece una lata, y verá cómo eso no solivianta a nadie. Hoy hay unos dogmas tan inamovibles como eran antaño los de la Iglesia, y si alguien se sale de ellos o los niega, se reacciona como se reaccionaba en siglos pasados contra el blasfemo o el hereje. La sociedad actual es tan intolerante como la que más, y ya no consiente ni que se le lleve la contraria. Una parte de la sociedad, claro. También hay muchos que no leen lo que uno dice, y simplemente se indignan porque les cuentan que uno ha dicho . .. lo que a menudo no ha dicho. Las redes son una peste, en este aspecto. A lo que desde luego no ayudan es a razonar, a reflexionar ni a argumentar. Es el reino del exabrupto , con las excepciones de rigor. Pero bueno, son gajes del oficio, y al fin y al cabo esas reacciones furiosas indican que mis columnas no resultan indiferentes. Ya hay demasiados articulistas y periodistas autocensurándose por temor a un partido político, lo cual es muy grave. Yo ya padecí la censura franquista y 1a autocensura de aquellos tiempos. No voy a volver a plegarme a una censura semifascista, por mucho que quienes la ejercen a menudo se proclamen «de izquierdas». No lo son, son todo lo contrario.
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