Una joven periodista recibe un encargo: escribir una biografía del escritor de moda, el que todos conocen, pero del que realmente nada saben. Agnes se enfrenta a uno de los mayores retos profesionales de su carrera, descubrir para el mundo entero el enigma que se esconde tras el popular Luis Foret. Esta es la premisa sobre la que Javier Peña escribe su novela, Agnes, una novela que exprime secretos y casualidades, una novela que se bifurca en muchas vidas.
Tras el éxito de Infelices, su primera ficción, Javier Peña volvió a visitar sus fantasmas en esta novela que acaba de presentar. Agnes es una novela matrioshka, un rompecabezas literario inusual, un desternillante envite al lector, y, sobre todo, una historia de fantasmas.
Quienes sean ávidos lectores de literatura contemporánea, entenderán que Peña es algo más que el espíritu regurgitado de Tabucchi o de Auster, aunque el azar haya tenido mucho que ver con su trayectoria literaria y se haya convertido en el timón gracias al que navegan sus tramas.
Javier Peña se encuentra con Zenda en una reciente visita a Madrid. Agnes está a punto de vestirse de largo y su progenitor nos desvela algunos de sus secretos. Hablamos con Javier Peña de escritura y de azar, de comienzos y finales, de vampiros literarios y casualidades.
—¿Qué van a encontrar los lectores que se acerquen a Agnes?
—En primer lugar, una historia, que parece muy de Perogrullo, pero al final tiene más significado de lo que podría parecer, porque me interesa mucho en Agnes la idea de contar historias, la idea del cuentacuentos, la idea de este escritor, al que nadie conoce, que cuenta su vida a alguien que luego la reescribe. Se la cuenta como un cuentacuentos, un embaucador. Intenta de alguna forma llevársela a su terreno y contarle lo que él quiere contarle. Me gusta mucho ese juego de hasta qué punto podemos creer a un narrador, en este caso a Luis Foret, que es el escritor, pero igual también a Javier Peña. ¿Hasta qué punto podemos creerle? Me gusta esa idea de reivindicar el oficio de escribir, de contar cuentos, contar historias. Creo que estamos en un momento en el que la novela se basa mucho en la introspección, en la autoficción, en el yo. Vivimos en una sociedad muy del yo. A veces, incluso también en las novelas. No digo que esté mal, también me gustan las novelas con introspección, las novelas que pueden tener un mensaje… pero creo que es una parte de la literatura. Hay otra parte, una parte muy natural de la literatura, que es la de contar historias. En ese sentido me gusta pensar en Las mil y una noches, a la que se hace referencia en el libro, o El Decamerón, Los cuentos de Canterbury… este tipo de novelas, o protonovelas, que se basan mucho en las historias, en unir historias que no tienen mucho que ver entre sí.
—¿Cómo surgió la historia de esta novela?
—Se juntaron varias ideas. Por un lado, tenía la idea de que quería contar la historia de una persona, en este caso de un hombre, a través de sus mujeres, de las mujeres de su vida (no me gusta el posesivo), porque ahí están todas las formas de amor posible: amigas, esposas, amantes, hija… Por otro lado, me interesaba mucho la idea de ese escritor que nadie conoce. Ese escritor que tiene éxito por casualidad, que mantiene su anonimato y disfruta con eso, y que exactamente tiene éxito por eso. Siempre he pensado que Luis Foret no es un gran escritor, sino que realmente es el típico producto editorial en el que la clave es que no sea conocido.
También me interesaba mucho la idea de esa persona que, como mínimo, es gafe y toda la gente que se acerca a él acaba mal. Mi mejor amiga, que inspiró al personaje de Marga de Infelices, Paula, falleció de cáncer con 31 años. Cuando escribí primero Infelices y luego Agnes, ella estaba en ese proceso, en ese proceso de lucha contra la enfermedad. En el caso de esta novela estaba ya en una etapa dura, en una etapa avanzada y difícil. De alguna manera, no recuerdo muy bien qué paso a otra persona cercana, creo que a mi mujer, que tuvo unas pruebas… ese día me asusté y pensé: ¿Y si le pasa también? ¿Y si resulta que de alguna forma la gente que tiene relación conmigo, las mujeres, enferman y acaban mal? ¿Y si soy yo el gafe? Esa idea también me interesó, para crear un personaje al que le pasara esto. En ese sentido, cuando planeé Agnes Luis Foret era un personaje con el que yo era amable, que me daba una cierta pena al ser un gafe de ese estilo. Pero después me di cuenta, a medida que el personaje fue creciendo, de que le faltaba toda la empatía posible con esas personas tan desgraciadas, así que le fui cogiendo cada vez más manía. Creo que la manía que le fue cogiendo Agnes en la novela es el reflejo de la manía que le iba cogiendo yo al personaje. Todas esas ideas juntas fueron creando esta novela.
—Parece que varios escritores se han puesto de acuerdo para escribir novelas con nombre de mujer. ¿Quién es Agnes?
—Nunca pensé si había o no otras novelas con nombre de mujer. Creo que a lo largo de la historia hay novelas con nombre de mujer, con nombre de hombre… Me gustaba la idea de que fuera un solo nombre, una sola palabra. Me gustó mucho con Infelices, que al principio se iba a llamar Los infelices, pero por separarlo un poco de Los asquerosos, que había salido un año antes con Blackie, decidimos quitarle el artículo. Me parece que fue un acierto: Infelices es un nombre que tiene más fuerza. A pesar de que yo manejaba un título distinto (El hombre que sería Luis Foret), que es, después, el título que tiene la biografía que está dentro, por temas de la trama —que no voy a desvelar ahora— y por la fuerza que tiene un título con una sola palabra imaginaba la portada de Blackie con ese Agnes y me gustaba así. En cuanto a quién es Agnes: Agnes es una periodista precaria —como gran parte de los periodistas de este país (esta es una profesión bastante dura, que también he ejercido yo durante muchos años)— que se ve obligada a investigar a este Luis Foret, a este escritor tan famoso al que nadie conoce porque escribe con pseudónimo. Agnes es un personaje al que tengo cariño. Me parece que dentro de los miles de defectos que tiene (quizá por eso le tengo cariño), es desastrosa, desorganizada, tiene cierto problema con el alcohol… Es un personaje muy humano. Los defectos humanizan a los personajes y los hacen (siempre que sean perdonables) más queribles. Creo que es una persona con la que el lector puede empatizar en su búsqueda de respuestas, que creo que tiene que ver con una búsqueda de respuestas sobre su propia vida y sobre sus problemas para sociabilizar y para vivir en sociedad. Agnes es un poco… no sé si antisistema, pero no encaja mucho en el sistema.
—¿Quién es Javier Peña?
—¡Qué difícil ésta! Javier Peña no tengo muy claro quién es. Con los personajes de ficción podemos tenerlo más claro, pero me cuesta mucho más saber quiénes son las personas. Este es un tema que estaba presente en Infelices, la coherencia. Lo difícil, casi imposible, que es ser coherente. Vamos cambiando a lo largo del tiempo y el Javier Peña de hace veinte años que acabó de estudiar periodismo y el Javier Peña que entró en la Xunta o el Javier Peña que vivió la enfermedad de Paula, o el Javier Peña que publicó Infelices, incluso ahora, creo que son la misma persona, pero al tiempo son personas distintas. El Javier Peña de ahora es una persona que está intentando cumplir su sueño, el sueño que siempre tuvo, que era escribir y publicar. En ese sentido es el Javier Peña más satisfecho y feliz que haya existido en estos 42 años. En ese aspecto creo que no vamos mal encaminados.
—Antes trabajaba en prensa y en política. ¿Cómo llegó a publicar con Blackie Books?
—Por casualidad. En mis novelas me interesa mucho el azar porque me he dado cuenta de que en la vida las cosas que suceden, las cosas que más nos cambian, son las cosas que llegan por azar. Normalmente cuando nos empeñamos en perseguir algo no lo conseguimos. Cuando nos cansamos y pasamos es cuando llega. Eso es un poco lo que me pasó a mí con la literatura. Estudié periodismo para escribir, ¡error mayúsculo! Pocas cosas hay más diferentes de la ficción literaria que el periodismo.
Siempre me gustó escribir y leer. Cuando comencé a escribir Infelices tenía 35 o 36 años, casi había tirado la toalla, ya no pensé que me llegara esa oportunidad. La escribí porque lo necesitaba, porque era como un grito dentro de mi situación de infelicidad: en el trabajo, en lo personal por la enfermedad de Paula… Necesitaba escribirla, simplemente. Se la di a leer a tres personas: a Paula, a mi mujer y a una amiga. Dio la casualidad de que esa amiga un día unos amigos de ella le propusieron: “Vente a cenar con nosotros, que vienen unos primos de Barcelona”. Ella contestó que no le apetecía, pero al final fue. La sentaron con la prima de Barcelona, y la prima de Barcelona resultó que era agente literaria y se convirtió en mi agente literaria. Mi amiga le contó que tenía un amigo que había escrito una novela y la agente le pidió que se la mandara. Al leer mi novela dijo: “Me encanta y sé quién quiero que la publique, Blackie Books”. Y así fue, llegó a Blackie Books, a Blackie le gustó. Esto fue una autentica casualidad, una chiripa. Si mi amiga hubiese decidido, como era su primera intención, quedarse en casa y no ir a esa cena, yo ahora estaría… en la Xunta no, porque la iba a dejar de todas formas, pero sabe Dios qué habría hecho. Tampoco tenía intención de darle demasiadas vueltas a Infelices ni mandarla a demasiadas editoriales, porque era una cosa que había hecho porque lo necesitaba más que pensando en publicar.
—¿Qué es más fácil: hacer crónica de fútbol, información política o escribir novela?
—Para mí escribir novelas. No hacía información política, hacía discursos, era más bien un escritor fantasma que se ponía en la voz del conselleiro o conselleira. Eso significa escribir poniéndote el traje de otra persona con la que no tienes absolutamente nada que ver, y eso es horrible. Me llegó a minar mucho el pasarme tantos años tratando de meterme en la mente de otra persona. El fútbol como entretenimiento está muy bien, pero para escribir no da mucho de sí. Cuando llevas seis meses haciendo crónicas, estás escribiendo siempre lo mismo. Siempre. Y en la política también. Mientras que ser escritor es escribir lo que te preocupa en cada momento y además tienes todo el universo a tu alcance para escribir, no es tan limitado. Para mí es más fácil y desde luego mucho más placentero.
—¿A qué reto se enfrentó con la escritura de Agnes?
—La verdad es que fue una novela que me salió de una forma muy natural y sencilla, al menos el primer borrador. Soy una persona muy perfeccionista, muy obsesivo. Hice muchas revisiones y reescrituras, pero el primer borrador salió en unos 4 o 5 meses. No hubo ningún reto que me pareciera insuperable. Lo más importante era que todos esos cuentos albergaran una coherencia y darle interés, dotar de vida a ese duelo dialéctico que tiene Agnes y Foret. Creo que una de mis principales virtudes como escritor es conectar distintos episodios y ser capaz de generar un continuum con relatos distintos. El ritmo, el enfrentamiento, ese toma y daca entre Agnes y Foret salió de una forma muy natural. Quizá esos fueron los retos y no me costaron demasiado. Eso se trasluce en la novela, y por las primeras opiniones que me llegan de los lectores [en el momento de la entrevista la novela de Javier Peña lleva una semana a la venta] se percibe que se lee con mucha fluidez porque surgió así, fue una novela sencilla de escribir.
—¿Qué papel juega el humor en su literatura?
—Muy grande, como en mi vida. No soy capaz de tomarme las cosas de otra forma. Es un humor muy gallego, es este humor que decimos “con cara de palo”, como Buster Keaton, muy serios. Es el humor que me gusta. Me llama la atención —ya me pasó con Infelices y ahora me pasa con Agnes— que me contactan por redes sociales para decirme que se están partiendo de risa con alguna cosa, y yo pienso: “Pero si no tiene tanta gracia”. A la gente le hace mucha gracia esa forma de ver la vida. Es un humor que no intenta ser gracioso, sino que es el reflejo de una forma de ver la vida. Creo que es también un humor defensivo, es un humor contra la tragedia, es lo que hace que Agnes (con todas las tragedias que hay ahí dentro) no sea un libro que te deje hecho polvo. Lo podía orientar hacia el drama y sería un libro terrible. Recuerdo que Óscar López me comentaba sobre Infelices que “si no llega a ser por el humor, Infelices habría sido un libro durísimo”. Creo que el humor de alguna forma me salva la vida y también salva a mis novelas de ser tragedias de difícil lectura y asimilación.
—Esta novela es una matrioshka literaria: dentro de sí misma hay una biografía, hay fragmentos de diario, hay intercambio epistolar. ¿Por qué decidió que Agnes fuera este puzle literario? ¿Cómo hizo para que su estructura no le saltara por los aires?
—Realmente me he dado cuenta de que lo que más fácil me sale a la hora de escribir es ese tipo de puzles, esas estructuras un tanto especiales. Ya no es que me salgan, es que es lo que me atrae. Me cuesta imaginar estructuras lineales. Tal vez algún día tenga que ponerme a escribir una novela puramente lineal, pero me encanta ir saltando de aquí a allá, ir conectando cosas… Disfruto conectando las distintas historias. También me gusta mucho, sobre todo en Agnes, jugar con la idea de los narradores poco fiables. Una de las características de un narrador poco fiable es ir contando las cosas fuera del orden cronológico para, de alguna forma, engañar más fácilmente al lector (en este caso, también a Agnes, como primera lectora de Luis Foret). Realmente me salen estas estructuras de manera natural. Tengo una formación —autodidacta—muy cinematográfica. Creo que se trata de pensar las novelas en escenas y jugar con las escenas como si fueran piezas de ajedrez (también he sido ajedrecista). Me encanta jugar con las piezas, ir colocándolas como en un tablero de ajedrez. La clave para que esto funcione es que encajen bien, pero también ser capaces de darle ritmo. En este caso el ritmo funciona porque el duelo de los dos personajes funciona muy bien, están en una constante guerra fría, y también creo que el hecho de incluir de vez en cuando esos intercambios de emails que parecen diálogos también le da fluidez. Creo que el ritmo de la novela funciona bien por eso.
—Dice Agnes que “el autor siempre se ficciona a sí mismo”. ¿A qué o a quiénes ficciona Javier Peña en esta novela?
—A mí, claro, por supuesto. A todo lo que me rodea, a todas mis obsesiones. Estoy convencido de eso que dice Agnes. Hay muchas cosas que dice Agnes que podría afirmar yo. Pero es distinto decir que el autor siempre se ficciona a sí mismo que pensar en la autoficción. Para crear ficción yo, y creo que la mayor parte de los escritores, nos basamos en algo real y desde ahí empiezas a moldear una novela entera. Las personas que me conocen pueden encontrar pequeños rasgos que identifiquen, pero creo que nos pasaría con cualquier escritor del mundo, y es algo de lo que se pueden dar cuenta 5 o 10 personas que me conocen, no todos los lectores. La realidad es la gasolina o el combustible básico del escritor, una realidad que luego vas deformando.
—Luis Foret es un vampiro que utiliza a las mujeres de su vida para hacer literatura. ¿Qué utiliza Javier Peña para hacer literatura?
—Me gusta esa idea del vampiro, porque siempre he pensado que chupa la sangre, les absorbe hasta la vida, y él es quien se hace famoso y se hace rico y ellas acaban como acaban. Me parece que hay un simbolismo bastante claro: hay nueve mujeres en el relato y un hombre, y el que triunfa —triunfa entre comillas— a ojos de la sociedad absorbiendo la energía, la vida y las historias de las mujeres es él. Yo espero no ser así realmente, pero sí utilizo mucho la realidad, lo que me rodea. Intento estar alerta. Muchas veces utilizo el símil del instante decisivo de Cartier-Bresson, que cuando el mundo le ofrece al fotógrafo ese segundo de magia tiene que estar atento para captarlo. Creo que el ojo del escritor tiene que estar atento para ser capaz de captar esas realidades que pueden acabar en una novela. Es una de las cosas que más me gusta de escribir: ser una auténtica esponja de todo lo que pasa alrededor.
—Es muy importante el papel del narrador en la novela, va situando tanto los hechos como a los personajes. Muchas veces amenaza con desvelar hechos futuros. Gracias a estas intervenciones la novela parece que está en todo momento a punto de dispararse en cualquier dirección. Cuéntenos si tenia clara la dirección de la novela desde que se la planteó. Es decir, ¿es usted un autor brújula o un autor mapa?
—Normalmente siempre tengo un esquema básico. Sé dónde empiezo, dónde acabo y tengo un pequeño itinerario para llegar allí. Luego las ramificaciones van surgiendo. Siempre digo que, si tuviera todo claro a la hora de escribir me aburriría. Para escribir un borrador necesito cuatro o cinco meses que son muy intensos, y si ya lo sé todo cuando me voy a poner a escribir me parece agotador y deja de interesarme y acabo odiando la novela. Sí que creo que la novela debería poder sorprender hasta cierto punto, sin desviarme de ese itinerario inicial. En este caso tenía una idea de un Luis Foret quizá menos hijo de puta, por así decirlo, menos sociópata. No sé si llamarle sociópata, psicópata… Tenía una mirada más benévola hacia Foret, y cuando fui escribiéndolo se me desveló peor de lo que pensaba al principio. Ese tipo de sorpresas sí que me las llevo, pero la idea final sí que la tenía clara. Y creo que en una novela como esta, que tiene un final cerrado —abierto de alguna forma, pero cerrado a nivel de trama— es imprescindible tener el final pensado, no puedes improvisarlo.
—Su anterior novela, Infelices, fue muy aplaudida por los lectores. ¿Ha sentido algún tipo de presión o de vértigo a la hora de escribir Agnes?
—A la hora de escribirla, ninguna. A la hora de publicarla ya es otra cosa. El borrador de Agnes lo escribí en 2017. Acababa de firmar el contrato de Infelices con Blackie y acababa de dejar la Xunta. Claro, entonces no había publicado Infelices, no sabía el resultado, y realmente escribí lo que me apeteció, que es lo que creo que debe hacer un escritor en todo momento: escribir lo que tiene dentro, lo que le sale, lo que necesita escribir. No pensaba en ningún momento en «si funciona Infelices…». Ahora, cuando Agnes estaba a punto de ser publicada, sí que pensaba que es una novela que mantiene mi voz, que es reconocible el Javier Peña de Infelices en Agnes y a la vez es completamente distinto, lo cual es algo positivo. No me gusta pensar en un escritor que se repite constantemente, pero tampoco me gusta un escritor en el que una novela no tiene absolutamente nada que ver con la otra, porque creo que está traicionando su voz. Sí que es cierto que también pienso que a quien le gustó mucho Infelices por su lado generacional, igual en Agnes ve algo completamente distinto y le puede decepcionar. Eso sí que lo pienso, pero creo que un escritor tiene que escribir lo que le apetece, debe ser honesto, no adaptarse a lo que piensa que puede gustar. Por supuesto que lo que más me gusta es que guste a los lectores, pero creo que les va a gustar más si soy yo mismo.
—Es, además de escritor, profesor de escritura con la editorial Blackie Books, y también en una residencia literaria. ¿Escribe más para sus alumnos o para sus lectores?
—Para mis lectores. Para mis alumnos no escribo: espero que mis alumnos sean mis lectores también (risas). De hecho, en las clases les comento cosas de mi práctica y detalles porque creo que les pueden ser de ayuda, pero generalmente procuro que mis novelas no entren en los talleres. En las lecturas recomendadas nunca incluyo mis novelas porque no se trata de eso, no son talleres pensados para que la gente lea mis novelas. Muchas de las cosas que les explico, o que comparto con ellos, no tienen nada que ver conmigo. No se trata de “escribe como Javier Peña”, sino “vamos a hablar de escritura”. Hay muchas cosas que me encanta leer que después no llevo a las novelas. Escribo en primer lugar para mí, pero evidentemente que les guste a los lectores, porque si no, no voy a ningún lado.
—En Agnes hay varias alusiones literarias. Además de Paul Auster, ¿qué escritores o qué libros tiene Javier Peña sobre la mesilla?
—Va variando. El Javier Peña lector también va cambiando con los años. Por ejemplo, Paul Auster fue, es, un referente para mí, pero hace unos años. Sigue estando ahí pero no tiene el mismo peso en mis lecturas que tuvo. Ahora, por ejemplo, estoy entusiasmado con Sara Mesa, con Valeria Luiselli. Ahora estoy leyendo muchos libros de autoras, me parece que son las que están haciendo mejor literatura, en general. También hay muchos autores brillantes, pero creo que, en su mayoría, las autoras contemporáneas son apasionantes. También, por ejemplo, Emmanuel Carrère me fascina. Realmente Carrère hace una obra que es única, que sólo puede escribir Carrère, es un tipo de autoficción que supera la autoficción. Me gusta mucho esa voz. Intento leer de todo, y la verdad es que cada día descubro autores nuevos. Antes leía de manera más encasillada: leía 25 libros de Paul Auster… Ahora, por el hecho de dar los talleres, estoy más al día de las novedades, me gusta comentarlos con los alumnos. Pero no se puede leer todo tampoco. Van variando las influencias y los amores literarios.
—¿Quiénes han sido sus referentes literarios a la hora de escribir Agnes?
—Realmente no hay un referente concreto. Es una novela que me salió muy natural, pero sí que hay pequeñas cosas que he ido cogiendo de aquí y de allá. Seguramente muchos referentes son inconscientes, pero hay cosas… Por ejemplo, en Libertad, de Franzen, hay un prólogo y después empieza una novela dentro de la novela. Eso es algo que me encantó cuando lo leí hace años y que, de alguna forma, homenajeo aquí. Me encantaba la idea de empezar con un prólogo y empezar con otra novela. Esos giros tan iniciales me gustan mucho. Agnes, para separarse de vez en cuando de lo que dice Foret, utiliza el truco este: “Afirma Foret”, y eso —es bastante obvio, e incluso algún lector me lo ha comentado— es una referencia a Sostiene Pereira. Está explícitamente Catedral, de Carver, que es un relato y un escritor que me han influido bastante. Lo que hablábamos antes, de Auster, de Murakami. Hay cosas de Foster Wallace. Incluso, en un momento dado, Urgulanila, una de las mujeres de la vida de Foret, le dice: “Todas las historias de amor son historias de fantasmas”. Ése es el título de una biografía sobre Foster Wallace. Está también Sylvia Plath, en concreto la relación entre ella y Ted Hughes. Me influyó mucho un ensayo de Janet Malcolm que se llama La mujer en silencio, sobre su historia, que me parece fascinante, y creo que esa forma de relacionar y de minimizar que tuvo Hughes con Plath, incluso destruyendo una parte de sus diarios y privándonos al mundo de conocer esa parte de los diarios, también tiene que ver, de alguna forma, con ese Foret que se aprovecha de las mujeres. Hay un montón de referencias, porque soy incapaz de escribir sin referencias culturales. Lo que pasa que algunas están explícitas, otras están implícitas, y algunas probablemente ya ni las descubra yo mismo.
—¿Nos puede desvelar qué está escribiendo ahora? ¿Qué proyectos de ficción tiene entre manos?
—Ahora mismo no estoy escribiendo. Realmente he tenido un par de intentos fallidos, porque, como te decía, el borrador de Agnes lo terminé en 2017, así que llevo cuatro años sin terminar un borrador. La verdad es que estado ocupado. No es bloqueo del escritor, sino no tener tiempo para escribir. Hubo un par de proyectos que dejé, ya que no me gustaba a dónde iban. Esto me pasa a menudo. De cada cinco novelas que empiezo, acabo una. Esto es algo que no me preocupa. Pero tengo ganas de ponerme, tengo ideas que prefiero guardarme para mí, una idea en concreto que me apetece muchísimo. Tengo ganas de ponerme con tiempo, pero necesito relajar un poco el tema de los talleres, de la residencia, este tipo de cosas, para centrarme en escribir, porque ahora mismo lo que hice con Infelices, escribir mientras trabajaba en la Xunta, de eso sí que ya no soy capaz. No sé si es cuestión de la edad, que me falta la energía que tenía entonces, pero me cuesta mucho estar todo el día con talleres, analizando las novelas de otras personas y después ponerme con la mía.
—¿Para qué sirve escribir?
—No es una utilidad, sino una necesidad, aunque sea un poco cliché. En el caso de Infelices fue clarísimo: me sirvió para salvarme de la infelicidad, para demostrarme que tenía algo dentro y que tenía algo que decir y no sólo podía hablar con las palabras de un conselleiro o de una conselleira, que podía hablar como Javier Peña, y también para conocerme más y para psicoanalizarme yo, aunque creo que necesito ir al psicólogo. Esto es algo que siempre voy aplazando y algún día lo dejaré de aplazar. Lo que utilizo como alternativa es la escritura, y creo que, al final, cuando le das características a los personajes —la envidia, la ambición— al final estás reflejando las tuyas propias, porque es imposible conocer la envidia de otras personas. Por mucho que nos lo transmitan, nunca conoces la envidia de otras personas como la tuya propia, o tu ambición. Entonces, por esa incapacidad de conocer al otro, creo que todos los personajes representan al autor. Para no repetirte y para crear un universo rico tienes que intentar conocerte muy bien. Creo que la escritura me está ayudando a conocerme más a mí mismo, a aceptarme y a quererme más a mí mismo, que es una asignatura pendiente y una lucha a lo largo de toda mi vida.
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