Tuve la suerte de conocer a Javier Reverte, aunque por un muy breve lapso de tiempo, el suficiente para que no lo olvidara nunca, y para que estos días, primeros días que nos falta el escritor, rememore con mucho placer y no poca nostalgia aquellos momentos.
Era 2008. David Trías, el editor de mi libro Pedro J.: Tinta en las venas, me invitó a una fiesta literaria organizada por la editorial, Plaza & Janés, y ahí coincidí con él. Era una fiesta en Madrid, creo recordar que fue cerca de la Plaza de Colón, tal vez en la calle Serrano. David Trías también era editor de Javier Reverte, y no mucho antes me había regalado su libro La aventura de viajar. Se veía que era un autor que le gustaba mucho. Y a mí también me gustaba.
Había mucha gente, era un ambiente como de discoteca, o de bar de copas, lúdico pero también literario, por los invitados, escritores, editores, periodistas, gente de pluma fundamentalmente, que recuerde
Entablé este pequeño diálogo con él:
—Señor Reverte, soy un joven escritor, acabo de publicar un libro en Plaza & Janés, Pedro J.: Tinta en las venas. He leído algunas de sus obras de viajes y me han encantado. Quería darle las gracias por ellas.
No olvidaré nunca lo que me contestó, con una sonrisa:
—Escribir y viajar es juntar dos grandes placeres.
Y doy fe de que esto es así. Lo digo no sólo como lector, sino también como escritor.
Javier Reverte también decía que escribir viajes era la forma más “rentable” de viajar, porque antes del viaje te documentabas sobre él, luego lo realizabas y por fin lo escribías, con lo que lo volvías a vivir. A eso se añade las fotos. Él hacía muchas fotos en sus viajes, y algunas las publicaba en sus libros. Yo me aficioné tremendamente a la fotografía gracias a mis viajes literarios; descubrí que haciendo fotos podías disfrutar tanto como escribiendo.
No he leído, ni mucho menos, todos sus libros, pero he gozado con los que he leído y tengo otros esperándome. Disfruté mucho con Corazón de Ulises y con El sueño de África. Ahora me está esperando Vagabundo en África y he leído partes de Un otoño romano. También me apetece leer mucho su viaje por Irlanda. En realidad pienso que todos sus libros serán una maravilla, que en todos podemos aprender y disfrutar mucho, y que pueden constituir además un poderoso acicate para nuestros propios viajes y nuestras propias lecturas. Al fin y al cabo, ¿qué es leer sino viajar y que es viajar sino leer en la realidad? Por supuesto escribir, que es un viaje y una aventura por el exterior y por el interior, por el cosmos y por nuestro propio laberinto. Es más, yo pienso que la escritura y la lectura, en este caso mucho más la escritura, en mi opinión, nos lleva a salir de nuestro propio laberinto, y mientras salimos de él —gran viaje— aprender en el camino, enriquecernos por el camino.
Los libros de Reverte tienen tanto contenido, están tan cuidados, y están hechos con tanto amor —o así se me antoja— que tienen todas las garantías para perdurar en el tiempo. O por lo menos en el tiempo que tenga por delante este lector, este humilde escritor que soy yo.
Javier Reverte dijo que él siempre tuvo claro que quería ser escritor, pero que en cambio ser narrador de viajes no entraba dentro de sus planes. No sé si a todos los autores les ocurre lo mismo. Yo me aficioné al género con el maravilloso Viaje a la Alcarria, de Cela, que todavía leo y releo. Pero no fue como lector de este libro que quise escribir mis propios viajes. Puede que a Javier Reverte le ocurriera lo mismo que a mí. Reverte decía que él tenía que viajar debido a su oficio de periodista, pero que el viaje fue significando cada vez más para él, hasta el punto de llegar a ser un escritor de viajes, algo que llega a su máxima expresión con su magnífico El sueño de África, primer libro de su trilogía sobre África.
Tengo la sensación de que el escritor, lleno de lecturas, lleno de la mitología de la literatura y de los que en el mundo han sido escritores, cuando prueba a escribir sobre sus propios viajes, cuando lo hace para alguna publicación interesada —como fue en mi caso—, se enamora de la experiencia.
También es cierto que uno a veces sospecha que todos los géneros literarios son el mismo género, y que incluso todos los libros son el mismo libro. Y también que todos leemos a lo largo de nuestra vida un único libro, un gran libro, compuesto por muchos libros. Y que si somos escritores, por supuesto, escribimos un único libro, un único y gran libro. Largo y profundo como nuestra vida.
VÁZQUEZ-FIGUEROA SOBRE JAVIER REVERTE
Hace unos días se me ocurrió llamar a Alberto Vázquez-Figueroa y preguntarle sobre Javier Reverte. Seguro que se conocieron y que tenía algo interesante que contarme.
Y efectivamente, me lo contó:
—Coincidí con él en un Hotel de La Palma. Estaba solo y le invité a cenar conmigo. Era un gran periodista y un gran autor de libros de viajes. Conocía muy bien África; eso yo lo puedo reconocer bien porque me crié en África y he escrito varios libros sobre África, o ambientados allí. Yo empecé escribiendo libros de viajes. Escribí muchos antes de publicar novelas: Largo viaje al paraíso, Galápagos, La ruta de Orellana… He leído algunos libros de Javier Reverte.
UN ARTÍCULO DE VIAJES
Fui a Valdepeñas en 2005, en el IV centenario del Quijote, a un Congreso muy interesante sobre la novela cervantina, “en clave de mujer” (El Quijote en clave de mujer/es era el título del Congreso y del libro que hicieron con las ponencias, volumen que guardo como un tesoro). Escribí un artículo sobre Valdepeñas, un pueblo que me pareció muy agradable, pero no lo publiqué en su día.
Ahora he releído dicho texto, lo he revisado, y le hecho algunas correcciones. Creo que lo he mejorado bastante; debo confesar, sin embargo, que me he llevado la sorpresa de quien se reencuentra con un texto grato y con un tiempo grato. Recuerdo aquellas jornadas con felicidad. Recuerdo al que fue mi director de tesis, el hoy catedrático J. Ignacio Díez, que realizó una ponencia magistral sobre el Quijote, o a Fanny Rubio, la directora del Congreso, siempre sugestiva escritora, profesora y articulista, de la que siempre aprendo algo. También recuerdo a la profesora Isabel Colón y algunos compañeros que conocí en Valdepeñas y que me hicieron muy feliz durante ese tiempo.
Recuerdo también al profesor Manuel Fernández Nieto, gran experto en el Quijote y en Cervantes, y nuestros pasos y conversaciones por Valdepeñas, ese lugar que hoy recuerdo tan vivazmente gracias a la escritura.
Hice este artículo aprovechando mi viaje a Valdepeñas, y por esas cosas que tienen las letras no lo publiqué en su momento. Ahora se lo dedico a la memoria de Javier Reverte.
Él viajaba por todos los rincones del ancho mundo. Mi artículo versa sobre un lugar muy cercano, o muy cercano para mí ahora y entonces, pero no por ello deja de ser, en mi sentir, un bello, pequeño, homenaje a nuestro escritor.
Valdepeñas, un lugar para descansar
Para Javier Reverte, in memoriam
“Tierra de nadie”, frontera ambigua, fluctuante, durante la Reconquista, de repoblación difícil, clima duro, paraíso de la vid y de las ovejas, La Mancha no parece haber cambiado mucho desde los tiempos de don Quijote. Ya lo decía Azorín. Pero se ha modernizado. Las bodegas juntan los métodos más arcaicos, e infalibles, de los romanos, “fermentación grafítica”, con la tecnología más avanzada. La industria se despereza y los manchegos quieren hacer cosas.
Nos imaginamos a don Quijote y Sancho cabalgando por esta llanura eterna, platicando. Ahora hay más cultivos, pero lo esencial está conservado. Anchas distancias, mucho vino, queso, molinos… y sobre todo el campo, plano con algún pequeño cerro.
Cervantes dejó caer a sus personajes en La Mancha por razones literarias y vitales. ¡Cuántas veces no atravesó estos caminos como alcabalero, recaudador de impuestos! ¡Cuántas veces no se admiró de estos campos, un desierto engañoso que espera ser convertido en vino! ¡Cuántas veces no escuchó la historia del pueblo, que anda y no se para en busca de sustento, de ese algo tan discutible y escurridizo que llamamos futuro!
Pero es que además las aventuras de los caballeros andantes que tanto leyó nuestro don Quijote, y antes nuestro Cervantes, se desarrollaban en lugares fabulosos, existentes sólo en las leyendas. La Mancha, que ahora visitamos, la conocía todo el mundo; sólo la realidad podía protagonizar una aventura en la Mancha —nadie creería una invención, una exageración—, y la realidad, fusionada con la literatura, acaba convirtiéndose en parodia. La Mancha, que hoy recorre mi autobús con vídeo y aire acondicionado (¡cómo lo hubiera soñado Azorín!), ya entonces era el escenario perfecto para la vida.
En todo ello piensa este viajero mientras deja que le trasladen a la tierra de los molinos. Provincia de Ciudad Real, Valdepeñas, a algo más de dos horas de Madrid, carretera de Andalucía, A-4.
Valdepeñas es un pueblo grande, o muy grande. Algunas cifras hablan de 30.000 habitantes, pero ahora serán más. Es un pueblo cálido, de los más prósperos de Ciudad Real, central vinícola por excelencia. Todos hemos tenido el nombre de Valdepeñas en forma de botella encima de la mesa. Cuenta con un museo del vino que es una delicia —no hay pérdida, está indicado por todas partes—, levantado sobre una antigua bodega. Nosotros, que no conocemos estos lugares, nos sentimos como en un núcleo de la tierra: aquí trabajaron hombres de campo y de industria. Quizá eso signifique la palabra “cultura”, al menos en parte, en buena parte. En Valdepeñas, tranquilo y riguroso, las casas y las calles forman líneas cuadriculadas, unas paralelas a las otras, como en esos cuadernos de disciplina en los que hemos estudiado.
La Plaza de España es un ejemplo muy típico de las plazas de Castilla La Mancha. Hablo con una señora: “Sí, el Ayuntamiento es neoclásico —me dice—. Ahora lo están ampliando. Pero no es tan antiguo como parece.” Y me cuenta, ya metida en conversación, ante la mirada aprobadora de una amiga, que ella es de Vitoria, que vivía allí, que ya no trabaja y que ahora está encantada en Valdepeñas. Parece un pueblo para descansar, para estar a gusto, y quizá esto se pueda extender a toda La Mancha.
Los colores de la plaza son el blanco y el añil. Destaca la piedra alta de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción. El ayuntamiento está como escondido, asomándose muy tímido en una esquina de la plaza. Cerca está el convento de los trinitarios y el de las monjas de San Agustín.
Las fachadas del pueblo son muy variadas, aunque acaba imponiéndose el blanco manchego. Ese blanco que no sabemos de dónde viene, si de la leche de las ovejas, de su lana, o de la claridad que todo lo inunda por aquí, menos cuando no lo inunda… Hoy hace frío en Valdepeñas. Por las calles sorprendemos los primeros adornos de Navidad. Calles levemente en cuesta, camino de la plaza, con abundantes comercios a ambos lados de la calzada. Prosperidad y movimiento, paz. Los coches son excepción. Hace unas horas hemos disfrutado de la entrada de los niños al colegio, con sus mochilas con ruedas.
Es muy recomendable la visita a la Fundación Gregorio Prieto (calle Pintor Mendoza, 57). Aparte de sus obras, que exploraron todos los estilos artísticos, cambiantes e insatisfechos, el museo de Gregorio Prieto custodia su colección privada de grandes artistas de su tiempo, como Picasso, sus famosos retratos de García Lorca, y la correspondencia que mantuvo con ellos. Sólo por ver la casa, enorme en su patio, blanca, muy blanca, ya merece la pena acercarse.
Va siendo tarde. Es hora de tomarse un vino. Sería ingenuo recomendar dónde. Aquí el que no hace vino lo bebe, y todos lo acaban bebiendo y haciendo para alimentar la barrica del corazón.
Hace sol, pero también fresco. Por las mañanas se levanta la niebla y la luz madrugadora deslumbra. Por las noches es menos poético, quizá, pero no menos hermoso, no menos reconfortante, ahora que lo piensa este viajero. Las mañanas de Valdepeñas animan a escribir, mientras que las noches invitan a leer, a pasear entre recuerdos, entre interesantes edificios y acogedoras gentes.
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