Cuando era un niño chico, a Javier Rioyo le expulsaron de la OJE (Organización Juvenil Española) por negarse a gritar “viva Franco” en un campamento. Alérgico al fanatismo, apologeta escéptico, el periodista, escritor y cineasta apuesta en Zenda por “pensar y ampliar el foco”: “Estoy, de manera libre y sin servidumbres, diciendo lo que pienso. Y es que pienso lo que digo”. Formó parte de la tripulación de la Radio 3 de los ochenta, fue guionista de Jesús Quintero y de Lola Flores, y reportero y columnista de El País —ahora, estampa su firma en The Objective—. Ha presentado programas de libros que, contra todo pronóstico, congregaron a una inmensa minoría fiel. Ha dirigido y escrito una pila de documentales imprescindibles –Asaltar los cielos, Extranjeros de sí mismos, Un cineasta en La Codorniz, por citar sólo algunos–, y ha dirigido el Instituto Cervantes de Nueva York, el de Lisboa y el de Tánger. Conversamos en el Café Varela, el reino de Melquiades Álvarez, con un gran tipo que, como Rimbaud, nació un 20 de octubre.
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—Señor Rioyo, ¿cuál es su palabra favorita?
—“Duda”. Porque me he pasado la vida dudando. Me ha venido bien no tener tantas certezas y tener dudas. Es como tener cuestiones pendientes. Cuando dudas de algo, quieres saber más de algo; cuando tienes la seguridad de algo, quizá te estás pasando de listo. Me gusta más sembrar dudas.
—El que no tiene dudas…
—El que no tiene dudas quiere imponerte tus seguridades, y a mí no me gustan mucho las imposiciones. Cuando alguien se fanatiza, no tiene dudas, y yo no quiero fanatizarme. De pequeño, te quieren fanatizar con la religión; luego, con la religión política; luego, con el pensamiento correcto… Quien dice fanatizar dice imponer. A mí siempre me ha gustado dudar.
—¿Cuál es la palabra que más detesta?
—A lo mejor, “fanático”. No soporto a los fanáticos. No quiero ser fanático, no quiero estar con fanáticos, no quiero dejarme engañar por fanatismos. Quiero sentirme un ciudadano capaz de pensar, aunque tenga inseguridades, aunque tenga no certezas, pero no quiero fanatizarme. He luchado contra eso siempre. De hecho, he sido muy mal militante en casi todo porque he sido descreído. Siempre me ha costado tener fe. Se me cayó ese jarrón, se rompió en mil trozos y no quise recomponerlo.
—¿Y cuál es la palabra que, en su opinión, está más sobrevalorada?
—Lo políticamente correcto: la “corrección”. La corrección me parece una sobrevaloración de un comportamiento. Creo que debemos ser gentilmente incorrectos, o amablemente incorrectos. La corrección no me la creo mucho, es una especie de disimulo, de máscara que te pones, de sometimiento.
—Hablemos de libros. ¿Recuerda cuál fue el primer libro que leyó?
—No. Mis padres, por suerte, eran lectores. Compraban los libros de Bruguera que adaptaban los grandes clásicos. Eran unas adaptaciones infantiles y juveniles, y recuerdo, con pasión absoluta, La isla del tesoro. Me encantaban los tebeos: El capitán Trueno, el Tío Vivo, el TBO, Rompetechos… Luego, llegó muy pronto a mi vida, a los nueve años o por ahí, Tintín. Y Tintín me marca. El otro día lo hablaba con Luis Alberto de Cuenca y con Juaristi: Tintín era una especie de periodista-detective, mundano, cosmopolita, siempre joven, siempre curioso… Luego me empezó a extrañar que no saliera con una chica, y pensé: “Yo no quiero ser Tintín” (risas).
—¿Prefería al capitán Haddock?
—Empiezas por Tintín, pero acabas siendo del capitán Haddock. Además de divertirme, me sentía cercano a ese carácter impulsivo y exagerado. Y a su afición por el whisky (risas).
—¿Un hombre que lee es mejor que uno que no lo hace?
—Creo que algunos seres pueden ser muy felices sin haber acudido a la lectura, pero tienen que estar en un mundo muy distinto del nuestro, en un territorio con otra cultura, otra tranquilidad… Una vez, en la selva de Senegal, vi a gente que, seguramente, no leyó un libro nunca, ni lo iba a leer, y los veía felices: cómo cantaban, jugaban, amaban… Y pensaba: “Se puede ser feliz sin haber leído”. La lectura no te asegura felicidad, sino inquietud. Te da dudas y te permite buscar respuestas. Y te lleva a la ensoñación, al deseo, a la posibilidad de ser otro que no eres. Además, bucea en aspectos de nosotros mismos que a veces no hemos contado o no hemos querido contar. Ahora estoy inmerso en el mundo kafkiano, que me ha interesado desde muy joven; desde que Alianza Editorial, en su colección de bolsillo, al final de los sesenta, publica a Kafka. Y no sólo publica La metamorfosis: publica El proceso, América… Yo ya era lector, llega Kafka y, desde entonces, no me ha abandonado nunca.
—Benditos los escritores que no te abandonan.
—No le he vuelto a leer mucho, pero su impacto no me ha abandonado. Ahora lo he vuelto a leer y estoy gozando y sufriendo: Kafka no te da muchas alegrías. Te pone en un lugar incómodo, duro.
—Pocas novelas tan asfixiantes como El proceso.
—Fíjate: yo, muchas veces, me he sentido en un proceso. Cuando te salen mal las cosas, cuando no te entienden, cuando te descolocan, te sientes un personaje kafkiano, alguien que no ha hecho nada y al que no se le entiende. Habrá quien no sufra, pero, en general, los seres humanos sufren, la vida es un proceso incómodo.
—Un escéptico como usted, ¿ha sacado alguna verdad absoluta de sus lecturas?
—Absoluta, no. He sacado el dar sentido a que no se tiene por qué estar seguro de casi nada. Esto tiene que ver con la reivindicación de la duda. He sacado la posibilidad de que la discrepancia es también un elemento bueno para la convivencia. He sacado la capacidad de entender a los que no son como yo y no piensan como yo. He sacado el deseo de escaparme y de vivir otras vidas. He sacado el deseo de traicionar las ideas que había tenido como muy seguras. Borges, por ejemplo, era muy conservador, pensaba que no me iba a pillar tan cerca; luego, de repente, te metes en su mundo y dices: “¡Hostias! ¿Cómo esto puede ser así?”. ¿Conoces a Nicolás González Dávila?
—No tengo el gusto, lamentablemente.
—Te lo recomiendo mucho, mucho. Es uno de los grandes reaccionarios de la historia de la literatura. Es un escritor colombiano, creo que lo publicó Siruela.
—¿De qué salva la cultura, si es que salva de algo?
—Salva de muchas cosas. Salva de algo muy obvio, que es la ignorancia. La cultura nunca se da por terminada. Hay personas cultísimas, conozco a algunas, y todas quieren saber más. La cultura nos salva del prejuicio, de estar más limitados, de ser más autoritarios.
—Pero la cultura también se puede utilizar para atacar, machacar…
—La cultura puede ser un arma arrojadiza muy jodida. Hay gente muy culta que la ha utilizado mal. Mucha gente culta secuestró el relato, lo utilizó y lo manipuló. La cultura es un arma cargada de futuro, de pasado y de presente. El ser culto no te exime de ser un hijo de puta. Puedes ser culto y un hijo de puta. Puede parecer una contradicción, pero no lo es tanto. Vamos a ver, la cultura tiene muchas vías de acceso y muchas alternativas a la hora de ver las cosas de manera culta, digamos. Marcelino Menéndez Pelayo era un hombre cultísimo, un católico integrista que hace un libro fundamental: la Historia de los heterodoxos españoles. Ahí nos indica lo que era malo, lo que no podíamos leer, y nos hace un favor de la leche…
—…indicándonos los libros que hay que leer.
—No le puedo estar más agradecido. Hablaba hace años con Rosa Regàs, una mujer culta. Cuando la nombraron directora de la Biblioteca Nacional, una de las primeras cosas que dijo, aunque luego se arrepintió, fue: “Voy a quitar la estatua del facha ese”. Le pregunto: “¿Quién es el facha?”. Me dice: “Menéndez Pelayo”. Y le digo: “¿Cómo va a ser facha? Era un conservador integrista, católico, pero facha no. Primero, ni existía el fascismo; segundo, el bien que nos hizo con la Historia de los heterodoxos hay que agradecérselo”. Se puede ser culto y no tener mucho que ver con un pensamiento abierto. Se puede ser culto y tener un pensamiento más cerrado, como Menéndez Pelayo. Aunque yo creo que debía tener alguna trampa: el hecho de leer a tantos heterodoxos…, algo le interesaban.
—La mano izquierda está secretamente enamorada de la derecha, y viceversa.
—Exactamente. Algo te pasa cuando estás tantos años trabajando con autores a los que denigras, a los que dices que no hay que leer porque te hacen mal.
—¿Qué opina de la gestión política del ministro Urtasun?
—Creo que no ha hecho nada. Dice cosas que no me interesan y que me irritan. He reflexionado sobre la dejación de ese ministerio, para mí, tan importante, necesario y sensible. La cosa no viene de ahora: con el Ministerio de Cultura, salvo muy pocas excepciones, como Jorge Semprún o Javier Solana, que eligió muy bien a los directores generales, no hemos tenido suerte. Ni a izquierdas ni a derechas. Por hablar de los últimos: a Máximo Huerta le nombran ministro de Cultura sin haber contrastado un poquito por dónde iban los tiros. José Manuel Rodríguez Uribes me caía bien. Era un ateo por la gracia de Dios, grandote, más dedicado al deporte que a la cultura. Iceta es muy simpático, pero culturalmente…
—Mejor opinión tiene de Guirao.
—Podría haber hecho cosas geniales. Venía del mundo del arte, era cercano a Carmen Alborch, que tenía una apertura de cabeza extraordinaria, socialdemócrata, pero capaz de hablar con casi todos.
—Urtasun.
—Vengo ahora de Gerona, de un pueblo muy interesante, pequeñito, en la frontera con Francia. Fue el último pueblo de la salida de los exiliados: Agullana. En ese pueblo, está la memoria de lo que había pasado allí con el exilio: estaba la casa del general Rojo, había estado Negrín, los hospitales en los que se cuidaba a los que se exiliaban… Guardan esa memoria pero, de alguna manera, han catalanizado un mundo republicano que era más general. Escuché con mucha atención a gente de allí, les pregunté por Urtasun y no conseguí que alguien me hablara bien de él. Igual no encontré a la persona adecuada, pero eran catalanes que dudaban de lo que hacía ese catalán. Urtasun lleva como bandera primera la prohibición de la tauromaquia y, como segunda, la “descolonización” de los museos. No sé si sabe de lo que está hablando: destruiríamos la idea de museo. Eso es un disparate para buscar titulares o para contentar a sus electores. Mira, el otro día, paseando al perro, pasé por la plaza del Conde de Barajas. De repente, veo que llega un grupo de gente, había montada una tarima y eran los de Sumar. Celebraban un acto por el inicio de campaña de las elecciones europeas. Llegan tres ministros, Yolanda Díaz, Mónica García y Urtasun, y sus adláteres. Habría ochenta o cien personas, muy cercanas a ellos. Oí un poco y no me gustó.
—¿Por qué?
—Me parecía una parodia de los Monty Python. Se estaban peleando entre ellos: “A ver si se enteran los de IU a quien hay que votar…”. No me gustó nada lo que dijeron. Entonces, si los criticas, te dicen: “Te estás derechizando, te estás haciendo facha”. ¡No! Estoy siendo lo mismo que yo era y estoy, de manera libre y sin servidumbres, diciendo lo que pienso. Y es que pienso lo que digo. No hay que seguir el dictado, coño, sino intentar pensar y ampliar el foco. Yo, felizmente, Jesús, he ido cambiando en mi vida muchos pensamientos, creencias, cercanías y afinidades. Te lo digo con toda sinceridad: nunca cambié de voto. Fue, quizá, un error. Siempre voté socialdemocracia. Primero, con poca fe; segundo, con alguna fe, cuando Felipe; después, con la fe diluyéndose, y, finalmente, tapándome. Siempre he creído, y lo sigo creyendo para algunas cosas, que era mejor solución que la derecha; ahora, ni de eso estoy seguro. Me gustaría que hubiera un diálogo a la alemana. Que los dos partidos mayoritarios, en vez de estar en un gallinero continuo, en una pelea estéril, dialogaran. Lo que no consiento es que me descalifiquen y me llamen facha. Ni siquiera soy de derechas. Ahora, me he dado cuenta de que tengo muchos amigos que son, entre comillas, de derechas, y son más cercanos, cultos e interesantes que los que oficialmente son la reserva espiritual de la izquierda, que casi todos están bien colocados ahora, tienen prebendas y ventajas.
—Leo en El Mundo, 28 de abril de este año: “El mundo de la cultura se moviliza en apoyo a Sánchez”. Ergo, como, por ejemplo, nuestro admirado Luis Alberto de Cuenca no apoya a Sánchez, ¿no pertenece al “mundo de la cultura”?
—Mira: Juaristi, Savater, Trapiello, Ovejero, Félix de Azúa…, ¿son de la derechona? No. Luis Alberto tuvo un cargo político, secretario de Estado del Ministerio de Cultura, propició hacer muchas cosas, igual que mi amigo Juan Manuel Bonet, al que quitaron de la noche a la mañana de la dirección del Cervantes porque, simplemente, le puso el PP. Llegó Carmen Calvo, dijo “¡¡FUERA!!”, y puso a Luis García Montero, que es un hombre en un púlpito, dando discursos y un control ideológico al Cervantes. No me importa decirlo: estaba en el Cervantes antes de que llegara García Montero. Lo llevé invitado como poeta a Lisboa y a Nueva York, le he tenido aprecio, algunas cosas suyas me han gustado, otras no me han gustado nada. Se puede ser constructor de buenas intenciones y, a la vez, controlador hasta el exceso. Porque ha controlado ideológicamente un sitio que no tenía que ser ideológico.
—Usted fue muy amigo de Ángel González.
—Fui muy amigo suyo y soy muy amigo de la viuda, que es una de las personas peor tratadas de este país. Ángel González, que era un ser extraordinario, que había sido militante del PCE, que había acogido en su casa a Jorge Semprún cuando venía a esconderse y tal, tenía una capacidad notable de ser un hombre abierto. Él, Caballero Bonald, los mayores… nos acogieron porque les gustaba beber, la noche, estar con gente más joven, y éramos amigos y cómplices. Hubo discrepancias. A Ángel tuve que hacerle un puente para que no pensara que Raúl del Pozo era de derechas.
—Cuénteme más.
—Raúl siguió siempre siendo amigo mío. Casi me echan de Prisa por mi relación con Raúl y Pablo Sebastián.
—¿En los tiempos del “sindicato del crimen”?
—Hubo una columna que hicieron varios y es verdad que aporté algunas cosas (risas). Aquí todo se sabe y mi jefe me dijo: “Si estás ahí, no estás aquí”. Joder, con el frío que hace fuera… Y Ángel me llamaba: “¿Tú crees que Raúl se ha vuelto tal o cual…?”. “No, Raúl sigue siendo razonable, puede ser crítico con los socialdemócratas, con nosotros, y le gusta jugar al golf y la buena vida, pero a nosotros también nos gusta, y no pasa nada”.
—Antes me decía que su viuda ha sido una de las personas peor tratadas de España.
—Durante un momento, hay una gente que arropa mucho a Ángel. Tiene un amigo de verdad, del que se fía, que es Chus Visor, y otros que, bueno, quieren hacer cosas apoyándose en el nombre de Ángel, como antes se apoyaron en otros nombres, como el de Alberti. Entonces, horas antes de que muriera Ángel, le iban a dar el alta. Estaba Susana (Rivera, su esposa) con él. Fuimos Chus Visor y yo al hospital, en Puente de los Franceses. Estaba muy contento porque le iban a dar el alta al día siguiente, hacía planes, le dimos unos cuantos cigarrillos que escondía… Pensamos: “Este tío está destrozado, pero va a durar un poco más”. A las dos y media/tres me llama Chus Visor: “Ha muerto Ángel”. Susana, Chus, su mujer, mi mujer y yo llevamos las cenizas de Ángel a Oviedo. Ángel bebía y bien. Y Susana y nosotros (risas). En el camino, Susana quiso parar a tomar una copa. Cogimos un whisky en un vaso de plástico de un bar de carretera y tiramos. Susana puso el vaso, sin yo darme cuenta, en el tablero, entre el volante y el cristal. Arranco y cae parte del vaso, no todo, en la urna que tenía las cenizas de Ángel.
—Pidió el trago y se le sirvió.
—Después de eso, que es a lo que iba, se quiere hacer una fundación. Me invitan a la reunión y estaba un poco extrañado: veía muy tensa a la mujer de Ángel. Se fue, volvió a Alburquerque, y estos amigos, uno sobre todo, me decía: “Se ha vuelto loca, tal y cual”. Enfrié mi relación con ella, y estaba muy triste, hasta hace un tiempo, que me dijo: “Oye, Javier. Te queríamos mucho, ¿dónde estás?”. Yo: “Con vosotros y contigo”. Y entonces me dice: “Me tienes que ayudar. Quiero contar lo que nos ha pasado”. Porque le pasaron cosas muy raras. Yo le he animado para que lo cuente, como hizo María Asunción Mateo (viuda de Alberti). Creo que tiene que hacer lo mismo. Hemos visto cosas muy jodidas, de verdad.
—¿Y tenía razón Ángel González cuando escribió que la Historia de nuestra tierra, como la morcilla, “se hacen las dos con sangre, se repiten”?
—Y Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España”. Ángel era libre, liberal en su cabeza, vivía contento en EEUU, tenía una inteligencia y un olfato para la supervivencia notable. Ese poema, cuando lo escribe, pertenece a su propia historia, que ha sido dura: muertes en la guerra, detenciones, separación por razones políticas… Quería construir un país distinto, estoy convencido.
—Disculpe el volantazo: hábleme, por favor, de Sabor a Lolas.
—Raúl me llama y me dice: “¿Qué te parece un programa con Lola Flores?”. ¡Qué maravilla! “Hay que hacer entrevistas, llevar a gente de todo tipo: a la España real y a la irreal”. Lola Flores y el clan de los Flores se encargaban de la parte, digamos, artística. Ellos mandaban en las actuaciones. Y fueron geniales. Vinieron María Jiménez, Carmen Sevilla, Amalia Rodríguez… Yo metí a Albert Pla.
—¿Qué me dice?
—Se quedaron alucinados. Y, como personaje, a Leopoldo María Panero. Fueron Fraga, Antoñete, José Luis Aranguren, Cabrera Infante me pidió ir, Vázquez Montalbán, los conocidos de Raúl… Lola nunca ponía vetos.
—Pero acabó “hasta el coño de psicólogos”.
—Lola pregunta quién viene y Raúl, a su estilo, me dice: “Venga, éntrale a la fiera”. Yo me encargaba de eso: con el mandato de Raúl, reivindicaba a los invitados. E, insisto, con Lola no había problemas. Aquel día teníamos a Javier Sádaba. “¿Y ese quién es?”. “Un sociólogo, interesante”, etcétera. Y me dice: “¡¡Estoy hasta el coño de psicólogos!!”. “Vale, le pongo una excusa y hacemos la entrevista otro día”. Lolita: “Venga, mamá…”. Y dice Lola: “¿Quién es?”. “Es aquel”. “¡Uy, parece el Pájaro Espino! ¡Que venga, que venga!”. Así era Lola. Hicimos un programa surrealista e increíble. Rodamos algún programa en el Casino de Madrid. Era como meter a un zorro en un gallinero: ¡Raúl y Lola Flores! ¡Dos enganchados al juego! (Risas)
—Me gustaría acabar reivindicando a un amigo común: Julio Valdeón.
—Se lo he dicho a Julio muchas veces: está condenado a salir por el mundo literario y por el mundo de la escritura periodística. Lo hace muy bien, escribe muy bien, tiene esa pulsión y ese don.
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