Conversar con Javier Sáez Castán es un juego (porque se disfruta y se aprende) apasionante. Comenzamos una primera versión de esta conversación y a las dos preguntas podíamos rellenar seis folios. El entrevistado respondía generoso y el entrevistador no podía dejar de hablar. Pero había que someterse y tuvimos que barajar de nuevo. Nueva partida, más corta, y la misma sensación. Estos son los frutos de ese segundo intento.
Estos son los frutos, repetimos. Pasen y vean.
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—En Extraños las leyes autoimpuestas funcionan como un poderoso motor: tres historias, tres monstruos, tres colores, tres individuos solitarios en tres escenarios colectivos… ¿Es así como trabaja el artista consciente, el escritor y dibujante de nuestro tiempo?
—Tiene razón: estas leyes son una especie de tramoya que dispongo al inicio del trabajo. Es decir, que les dedico la primera parte del desarrollo de los libros, para poder convertirme en espectador de lo que suceda a partir de entonces. A veces imagino una especie de aparato de radio antiguo en el cual sintonizo distintas emisoras e introduzco ciertas variables. O pienso en un bastidor o parrilla en la que se han marcado ciertas casillas, o en las perforaciones del cilindro del organillero. Cuando la máquina está ajustada, como sea que la imaginemos, me siento a escuchar. Pero de si eso es procedimiento habitual por parte del “artista de nuestro tiempo” nada sé. Me considero más bien un polizón que viaja a su pesar en esta nave, sin billete y sin smartphone.
—El motivo común de su cómic, extensible al conjunto de su obra (novelas, álbumes, cuadros…) es “lo extraño”, lo grotesco, una mezcla poderosa de la risa y la crueldad. Esta forma de risa, en la modernidad, suele estar relacionada con la sátira, con la destrucción del mundo serio. Los monstruos suelen ser seres inútiles, desvalidos, triturados por la seriedad oficial. El personaje de la segunda historia de su cómic, sin ir más lejos, un embutido-gusano, podría ser perfectamente pariente de Gregor Samsa o de Ignatius Reilly.
—Coincido con su descripción de los monstruos de Extraños como seres “desvalidos y triturados”, sobre todo los dos primeros. Ahora bien, no estoy tan seguro de que “la seriedad y lo oficial” sean los responsables de su maltrecha condición, y más bien sospecho que la han tomado prestada del ser humano. La tragedia griega abordó esa cuestión de una manera que el hombre contemporáneo, tan dado a considerarse como una especie de dios, difícilmente puede llegar a concebir. En cuanto a la auto-destrucción del mundo, es parte integrante de la cuestión. Desde cierto punto de vista el mundo es “lo que se rompe” (recuerdo aquella exposición del Reina Sofía que se llamó “Atlas” y que insistía en eso del troceamiento del mundo). Si aceptamos ese supuesto, el mundo nunca podrá llegar a ser una patria, y lo que les toca entonces a aquellos de sus pobladores que no reconocen otra es deambular, darse porrazos por aquí y por allá en medio de patéticos esfuerzos por convertirlo en un hogar. Y eso es lo que hacen estos personajes, como los payasos del circo. Gracias a sus comentarios he comprendido que estos monstruos son “extraños” respecto al mundo.
—Llama mucho la atención la presencia física de esa “risa que asusta” en muchas de las viñetas de Extraños, el momento de la carcajada inquietante en el rostro menos esperado (por ejemplo en una encantadora niña rubia o en un ciudadano medio que mira un escaparate). Esas risas simiescas que tanto atrajeron a artistas como Franz Xaver Messerschmidt o al escultor español Juan Muñoz y que en sus dibujos afloran para ponernos en guardia ante algo. ¿Qué es ese algo?
—La verdad es que de buena gana respondería eso de “Ay, Wayne, cariño, no lo sé”. Pero de nuevo me ha hecho ver aspectos particulares de mi trabajo sobre los que me toca cavilar. Por una parte veo que esas carcajadas que menciona no invitan a la risa, sino más bien al espanto. Pero también puede ocurrir lo contrario: que nos sobrevenga la risa cuando más bien deberíamos asustarnos. La primera es la risa del autómata y la segunda la del conejo, muy bien. Pero ¿qué demonios significa eso? Que la risa no se corresponde con su representación, por una parte, sino que más bien es un fantasma que recorre la escena, entrando y saliendo por la tramoya. O una corriente de aire frío de origen desconocido que nos hiela la nuca cuando más calientes tenemos los pies. Ensayar respuestas a esta pregunta me hace pensar en esos ejecutantes del circo que lanzaban puñales con los ojos vendados. Y bien: ¿cuál es la causa de esa risa? ¿La angustia de la que hablaba Kierkegaard? Vamos a pensar que sí. ¿Y su objeto? ¿El mundo, algún agujero oculto en su centro? De eso no estoy tan seguro. Propongo una respuesta provisional pensando en su propósito: entiendo la misión o finalidad de esa risa como una manera de alertar a algunos de mis contemporáneos, de prevenirlos contra las emboscadas de la modernidad. En fin, que soy de los que piensan que las distopías son utopías llevadas a la práctica y que el progreso no es más que un espejismo urdido por algún enemigo. Pero usted ha dejado entrever algo más importante: que el objetivo de la risa que nos pone en guardia no se compadece bien con describir o nombrar el objeto de sus terrores. Le basta con que nos echemos a correr.
—Lo extraño habita en lo familiar, es la teoría antigua de lo siniestro. Uno tiene la sensación de que en su obra “la realidad” es un punto de partida y de llegada, y no un objeto estático, como suponen los más banales apóstoles del “realismo”; esa sensación mía de que le interesa “la realidad” como el más insondable misterio, ¿es real o se trata sólo de un espejismo?
—Si la “realidad real” es una tautología positivista que nada explica, entonces tiene que ser por necesidad otra cosa o descansar en otro fundamento. Esa otra cosa es el misterio, cuya abolición parece ser el objetivo oculto de la cultura contemporánea, sustituyéndolo por la noción de “problema”. A esta realidad misteriosa llegamos a través del asombro, cosa de la que ya hablaron los griegos y que el mal llamado “siglo de las luces” apartó con desdén. ¿Quiere todo esto decir que el mundo no es inteligible? ¿Se intenta con lo anterior hacer algún llamamiento al irracionalismo? No, y ocurre justamente lo contrario: que es la infinita claridad de las cosas la que se vuelve misteriosa, precisamente por infinita. En resumen, que su impresión es acertada, que concibo la realidad como ese misterio en el cual nunca acabamos de hacer pie y que confío en la imaginación como una vía de acceso para abordarlo. Cervantes lo demuestra bien a las claras, en tanto nuestro principal imaginativo a la vez que el más grande de los realistas.
—Seres regurgitados, alimentos escabrosos, monstruos que emergen de los retretes… A usted no le detiene nada. Y lo que fascina es que lo consigue con el máximo encanto, sin caer en la grosería mezquina, con la levedad de quien dibuja en estado de gracia, sin separar el alma del cuerpo, si me permite la expresión.
—De ninguna manera quisiera resultar brutal o repugnante, y la verdad es que no me había parado a pensar en lo escabroso de esas estampas. Al leer lo que ha escrito he tenido que hacer memoria para no pensar que exageraba. Pero en ningún caso se trató de escenas metidas con calzador; al contrario, pienso que surgieron “por exigencia del guion”, como declaraban aquellas actrices del destape.
—En la misma línea de la anterior pregunta, llama la atención su pluriestilismo, su capacidad para parodiar discursos (de otras épocas, de los programas televisivos, del cine de serie B, de la literatura pulp…). En la inmensa batidora cultural de su imaginación conviven lo alto y lo bajo, como entiendo sucede siempre en el gran arte, que suele ser el arte de los grandes humoristas. Algunos personajes de sus viñetas son capaces de ensayar desopilantes soliloquios calderonianos mientras son engullidos por una gigante babosa rosada, al tiempo que su pareja les da la réplica con un no menos desopilante “¡Ay, Wayne, cariño, no lo sé!”. ¿La imaginación se alimenta con imaginación?
—No sé si la imaginación será uno de esos alimentos escabrosos que mencionaba antes, pero sí veo que su pregunta introduce un término oculto: la imaginación almacenada o anterior, o sea, la memoria. Al menos así lo veo. La memoria implícita, la mía y la del que lee, es un horizonte del que soy más o menos consciente. Una vez se establece esa premisa nos asomamos a un panorama ineludible, el de una especie de playa donde corrientes procedentes de los más lejanos rincones del océano han ido depositando una enorme colección de detritus. Que el artista pueda llegar a creer que hace algo de la nada es cosa sorprendente, como si un prestidigitador se creyera sus propios trucos y se admirara de la aparición del conejo de la chistera. A partir de ahí, y en este contexto de “paisaje después de la batalla” en que se ha convertido este periodo terminal de la historia, lo alto se mide con lo bajo, sí, pero porque son “lo alto” y “lo bajo”, y no porque se los pretenda o pueda igualar. Pero volviendo a su pregunta: la imaginación se alimenta de imaginación, pero siempre que no se olvide de que más allá palpita la realidad, algo que a veces olvido, desafortunadamente.
—Quienes conocen el conjunto de su obra saben de su amor por los artificios, por construir mundos teatrales, por hacer libros como quien hace películas, por explorar los filos de lo dado y lo creado, por el ilusionismo, por los espejos, por los trampantojos… En una definición apresurada cabría decir que usted es un autor “extraño”. ¿Podría decirnos otros compañeros extraños de su cofradía de la extrañeza, autores con los que usted ha aprendido y que bien nos merecería la pena descubrir?
—¿Habrá que volver a descubrir a Cervantes y Velázquez? Bien sé de su admiración incondicional hacia esos dos maestros, así que no le voy a descubrir nada si recuerdo que Las Meninas y el Quijote están a la cabeza en materia de maquinaria teatral. En ambos casos el espejo funciona como un artificio oculto, donde los reflejos de la obra rebotan contra ella misma, contra el espectador/lector y contra todo: cuando la máquina se viene abajo como resultado de esa colisión, la obra se pone en pie. Y cuando el lector se enfrenta a ella y la ve levantarse, se le cae encima… Ya ve, nada menos que el barroco. Al lado de estos tan grandes hay otros muchos, pero me callo porque entiendo que desmerecerían.
—Conocemos su cultura lectora y su capacidad como escritor. ¿Se atrevería a definirnos con pocas palabras los siguientes conceptos?: Melancolía, Pantomima, Ilusión.
—Lo suyo es una invitación cortés a que me despeñe, pero como soy un leming obediente, salto sin mirar. Melancolía: la negrura que deja pasar luz y la convierte en tenue esperanza. Pantomima: los gestos desbordados mientras otros profieren discursos altisonantes. Ilusión: Me llama la atención la enorme distancia entre dos de los significados de esta palabra: mientras que en su sentido de “artificio” se pretende el regreso a lo real, en la acepción dominante hoy día es una invitación al autoengaño.
—Podríamos terminar, si le parece, con la pregunta que formula un personaje insignificante de la última historia de su cómic: “Reírse no es malo, ¿verdad?”.
—No, reírse no es malo, lo cual no significa que sea bueno ni regular. Hago notar que el personaje en cuestión es un obsecuente aterrorizado y servil: su risa es lo que llamé más arriba la “risa del conejo”, la risa de la víctima que intenta ocultarse a sí misma su condición. Al pedir permiso para reír hace evidente su terror. Y empuja al espectador a que se ría. Pero no de él, ni con él: simplemente le comunica la risa nerviosa como alguien que mete los dedos de una mano en el enchufe y le ofrece la otra a un amigo: “Camarada, chócala”. Los pobladores de mundos totalitarios sabrán bien de lo que hablo.
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