Portada: Refugiado rohingyá en Bangladesh ©Javier Sánchez-Monge
Inconmensurable. Esa es la palabra que acude a mi mente al tratar de arrancar esta reseña, por muchas razones. Seres solitarios (Tregolam, 2022) es la más sorprendente y sobrecogedora obra de no ficción que he leído en décadas.
Sólo cabe progresar cuando se piensa en grande, sólo es posible avanzar cuando se mira lejos
José Ortega y Gasset
Mirar lejos es lo que hizo hace muchos años un niño llamado Javier Sánchez-Monge, al que le gustaba girar el globo terráqueo que había en la biblioteca de su abuela y detenerlo para escuchar una historia fascinante de cada lugar, por remoto que fuera. Pasaron los años y el joven entusiasta crecía sintiendo la asfixia de una sociedad que trataba de moldearlo, privándolo de la libertad que anhelaba. Las inercias cotidianas le habrían despojado de su espíritu de no ser por esa sabia abuela, quien sabiendo que su nieto nunca podría encasillarse en un papel predeterminado, se lo llevó a vivir a África. Esa primera experiencia grabaría a fuego su impronta aventurera y viajera, su afán por el conocimiento del mundo, en su globalidad. Un afán que le ha acompañado el resto de su vida, y que hoy le ha llevado hasta nuestro territorio zendiense con su obra Seres solitarios, la cual rinde homenaje a personas anónimas con las que se ha topado en sus periplos viajeros y que, por varias razones, ha sentido especiales.
El náufrago social ha de reinterpretarse a sí mismo para acomodarse de nuevo a la misma sociedad que abandonó un día porque nadie será capaz de hacerlo por él. Como náufrago se gana, pero también se pierde y uno se reconstruye con los retazos de todo aquello que le aportó la vida para dar con ese otro significado por el que hace que le merezca la pena vivirla.
Sánchez-Monge nos habla de ese mundo al que damos la espalda, regalándole la dimensión que se le niega de humanidad, de belleza y de verdad. El reverso que a todos nos puede acontecer lejos de toda la impostura a la que nos hemos acostumbrado. El libro reúne relatos verídicos de sus vivencias extremas en algunos de los lugares más remotos, y también más peligrosos de la Tierra. La experiencia de convivir durante un año con las tribus Huaoranis de la amazonia ecuatoriana, con los Sadhus renunciantes de la India y los aspirantes a ascetas que se perdieron en sus búsquedas. El lector se emociona con el bellísimo episodio donde se narra cómo el autor documentó la realidad de los niños recolectores de basura de Camboya, y se estremece con el testimonio de los refugiados rohingyás de Birmania y de las víctimas de ataques con ácido en algunas zonas de Asia. En otro escalofriante capítulo encontrarán la entrevista a un mercenario que describe sin tapujos su faceta de verdugo, así como el intento de asesinato que sufrió el propio Sánchez-Monge en la tétrica Bhagwati Guesthouse de Pushkar.
—¿No sabe lo que son las guerras? —preguntó como si fuera un ingenuo—. En la guerra se mata, y gana el que mejor lo hace. En la guerra no existen reglas, no es como piensan los civiles. ¿Entiende?
Viajaremos también a una aldea perdida de Uttar Pradesh, en India, para escuchar la historia de una joven repudiada por su beldad y cuyo trágico final propició uno de los momentos más terroríficos y sobrenaturales que ha vivido el autor. La vertiente solitaria del amor surge con profusa poesía en los momentos que compartió junto a una misteriosa rusa mientras él vivió en San Petersburgo, y en los trágicos silencios de una joven japonesa a la que conoció en Nueva Delhi. Hallaremos el amor eterno de un viejo extrampero aislado en una cabaña de la taiga rusa tras el fallecimiento de su esposa, o el de un anciano del Tíbet en su último adiós a su compañera de vida durante uno de los entierros más ancestrales que existen en ese lugar del mundo. Gracias a este elenco de relatos, narrados con suma exquisitez y bajo el trazo de una atmósfera absolutamente envolvente, todas esas biografías y momentos, que se hubieran perdido en el océano del tiempo, pervivirán ahora para siempre. Y quién sabe cuáles son los minúsculos resortes que, tras un instante decisivo, como pueda ser esta lectura, hacen que dirijamos nuestros pasos a ese mínimo cambio en el que algo es retornado.
Tanto el tiempo como el silencio tienen una expresión propia y también son capaces de pronunciar palabras, aunque carezcan de sonido alguno. Si se prolonga de más el silencio, y dentro del contexto de dos miradas cómplices, es cuando el tiempo y el silencio manifiestan el mensaje único que les queda por decir, y hasta son capaces de desvelar ese sentimiento de afinidad inexplicable que depara el encuentro de dos almas solitarias.
Javier Sánchez-Monge ha sabido retratar la soledad de quien se sabe rodeado de gente, pero en su mundo interno no encuentra el intercomunicador para contar su verdad, fuera de toda apariencia y compostura. Certezas que subyacen en una existencia que no es la que uno desea. La de la tristeza, la del fracaso en sus múltiples variantes, o la del éxito. La de belleza, y la de su ausencia. La del navegante que solo lee en las estrellas un camino, creyendo que nadie más lo otea, o la del náufrago que, en realidad, es un superviviente. Lo que inunda estas páginas es una inmensa comprensión del infinito mundo que late en cada uno de nosotros, la solidaridad, el respeto hacia el medioambiente. Tal vez en el diálogo sin respuesta con el universo del solitario existencial, el consuelo esté simplemente en el milagro de la misma existencia, en la que todos estamos implicados, aquí y ahora.
Me di cuenta de que en realidad no eran nuestras posesiones ni nuestras circunstancias, sino el que nos dejáramos poseer por ellas lo que marcaba la diferencia entre un hombre libre o uno cautivo.
Sobre la soledad se han escrito miles de libros, pero si alguien quiere ponerle recias palabras a ese sentimiento sin duda lo encontrará en las entrañas de este maravilloso libro. A través de él van a sentir una mezcla de todas las emociones que nos habitan, incluyendo las que tratamos de soterrar porque duelen, y las que nos subliman como especie evolucionada que somos.
Espero que Sánchez-Monge, un gran compositor del paisaje humano, nos regale mucha más literatura, porque Seres solitarios no es un libro: es un milagro.
Y es curioso que la soledad solo se sienta al cerrar su última página.
A menudo, las lecciones más elevadas que hemos podido tener en esta vida, las hemos podido recibir de estos seres humanos que sufren, esos profundos conocedores de que nada, absolutamente nada puede durar para siempre y de que todo lo que hoy con tanta fruición sostenemos puede desaparecer para siempre sin dejar vestigio.
Entrevista con Javier Sánchez-Monge Escardó
Javier Sánchez-Monge (Madrid, 1965) es licenciado en filosofía y licenciado en Ciencias Empresariales en Heidelberg (Alemania), cursó tres años de biología y habla con fluidez varios idiomas. Es conocido por su profesión como fotoperiodista, que le ha valido el reconocimiento de la comunidad internacional con numerosos premios, especialmente por su impactante cobertura del tifón Haiyán, que asoló Filipinas en 2013, y su proyecto documentando los ataques con ácido en Camboya; asimismo, ha resultado finalista en los prestigiosos International Photography Awards en 2015 por sus series Into the trance state y Portraying the children of the dumpsite, además de la medalla de plata del Prix de la Photographie Paris 2015 por el proyecto Océanos sobrepescados y El camino hacia la autodestrucción, y de obtener 20 menciones de honor entre otros certámenes, entre otros muchos galardones. Su obra ha sido expuesta en muchos países. Este nómada aventurero, defensor a ultranza de la multiculturalidad, ha vivido en los cuatro continentes, desde los lugares más desarrollados hasta en los rincones más ancestrales y aislados. Su primera obra, El arte de la fotografía documental (Anaya, 2020), es todo un referente del fotoperiodismo, y su segundo libro, Seres solitarios (Tregolam, 2022), basado en hechos verídicos, supone su primera incursión en la narrativa sin el soporte de la fotografía.
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—Querido Javier, no hay duda de que has llevado una vida fascinante. ¿Cuál consideras que es el auténtico valor de la existencia y el sentido de la vida?
—El sentido de la vida es ser protagonista de tu existencia, lo que implica creer en lo que haces, al margen de las opiniones ajenas. Por lo general el ser humano actúa en manada y la masa intenta imponerte su criterio, lo que te deja dos opciones: seguirlo y abandonarte a una inercia aborregada, u obedecer a esos ideales que laten en tu interior. En el primer caso no eres protagonista y en el segundo sí, y aunque es más arriesgado te sientes más vivo, y además disfrutas de tu libertad. Los ideales que nunca se llevaron a cabo siempre subyacen en forma de frustraciones.
—¿Cuál fue el detonante, el instante decisivo que te impulsó a escribir Seres solitarios?
—Después de haber recorrido países como India, Rusia, China, Tíbet u otros del sudeste asiático, incluyendo además África, Centroamérica o Sudamérica, me di cuenta de que, a pesar de vivir en sociedades, y a menudo en sociedades excepcionalmente “comunicadas” por las nuevas tecnologías, el ser humano experimenta una profunda soledad a raíz de verse “arrojado” a una existencia en la que nadie le da ninguna explicación de por qué estamos aquí, hacia dónde vamos o qué sentido tiene la vida. No obstante, las soledades son diferentes porque nos debemos a circunstancias diferentes, lo que supongo que es el «detonante» de mi libro. No es lo mismo sentirte solo porque eres un trampero que se ha retirado para vivir en la taiga, porque eres un mercenario que tras innumerables conflictos armados ya no puede convivir en una sociedad convencional, o porque eres un sadhu (asceta) de la India que decide retirarse a una caverna del Himalaya, o incluso porque eres un rohingyá que ha sido torturado y arrastra consigo las secuelas de la barbarie. Cada soledad es única, y mi libro es una recolección de múltiples relatos de soledad, incluyendo varios episodios autobiográficos.
—Fue tu abuela Carolina quien te animó a llevar esta vida cosmopolita que anhelabas de niño, y también quien te advirtió de los riesgos del desarraigo social cuando se elige ser un nómada. ¿Te consideras un ser solitario? ¿Cuál es el gran reto de un viajero cuando regresa?
—En alguna medida todos somos seres solitarios. Esa soledad es la que emerge cuando deja de agitarse en nosotros la inercia de lo colectivo. Termina la fiesta, y las luces se apagan, hay que recoger los vasos; vamos a un país lejano y tenemos que comenzar desde la nada y a menudo en completa soledad; o se nos muere alguien querido y rumiamos el vacío que deja. En cuanto a lo del desarraigo social del nómada al que te refieres, es una pregunta interesante de contestar. Entiende que se habla del shock cultural que experimentamos al llegar a una cultura determinada, pero el peor shock de todos es el llamado shock cultural inverso, que sobreviene cuando regresas a tu país después de mucho tiempo fuera; te cuesta muchísimo adaptarte, ya no compartes los mismos valores, y padeces terriblemente un desarraigo brutal. El nómada ha de recomponerse desde esos retazos que va abstrayendo de la vida, el nómada es un eterno náufrago que solo puede validarse y encontrar el significado desde sí mismo.
—¿Esa soledad que tratas en tu obra nace en nosotros, o es producto de nuestra vida en sociedad, aunque suene contradictorio?
—Por una parte, creo que todos padecemos de la soledad en la forma de un telón de fondo existencial, pero tu pregunta me parece muy interesante, Susana, porque tienes muchas razones para exponerlo así. Creo que más de un lector estará de acuerdo con nosotros en lo de vivir en soledad a pesar de hallarse rodeados de gente, porque es un fenómeno real. Lo cierto es que uno se siente más acompañado cuando comparte sus inquietudes más profundas, si bien el rumbo que esta tomando esta sociedad moderna, asesorada por unos medios de comunicación consumistas, frívolos y politizados es el de compartir banalidades. Por otra parte, estos mismos medios nos han usurpado la posibilidad de establecer una comunicación genuina. Por este fenómeno muchas familias se vuelven disfuncionales, e incluso han aumentado considerablemente el número de suicidios. Hay que tener en cuenta que el ser humano es un ser social por excelencia, y en los intersticios de la comunicación mediática moderna se infiltra el poder, el consumo, el adoctrinamiento… es decir, intereses ajenos a lo que debería ser una comunicación genuina, encaminada a que una generación apoye a la otra, a una unión entre los seres humanos para evolucionar en conjunto, a una transmisión cultural, etc. Una sociedad es tanto más prospera por los valores por los que se rige.
—¿Cómo describirías el envite que ha regido toda tu existencia para conocer el mundo y sus gentes?
—En mi caso una razón muy concreta: el suicidio. Durante toda mi adolescencia estuve obsesionado con esa idea, e incluso lo intenté. No podía comprender la sociedad, me sentía desarraigado, no le veía ningún sentido a la vida. Solo cuando decidí obedecer a los dictámenes de mi corazón y seguir mis ideales comencé a sentirme protagonista de una vida genuina. De los viajes, del conocimiento de otras gentes, de las aventuras y de los libros aprendí a amar la existencia.
—Hay un punto de inflexión en tu vida, el año que pasaste con los Huaoranis del río Yasuní, en la Amazonia ecuatoriana. ¿Qué te llevo hasta allí?
—Bueno, es triste exponerlo así, pero por entonces para mí suponía una alternativa a la muerte, y por la que además podía encontrar respuestas. Cuando me fui era una idea bastante loca, y no estaba seguro de que fuera a volver. De tener que morir, pensaba que mejor era hacerlo a la zaga de respuestas.
—Me gustaría que presentáramos a algunos de los protagonistas de estas vivencias extremas que tus lectores encontrarán en Seres solitarios. Empecemos con N. G., el mercenario cuya identidad no puedes revelar. No es la primera vez que conoces a un verdugo. Cuando se entrevista a una persona peligrosa, ¿cómo se ha de actuar?
—No creo que haga falta ningún valor especial para entrevistar a un asesino o a un criminal, porque se necesita establecer una relación cordial para realizar la entrevista, y lo que aparece es un ser humano. El mercenario de la entrevista no habría vacilado en deshacerse de mí, de recibir la cantidad adecuada, pero no había motivos para presuponerlo. Por otra parte (aquí estriba la complicación), para establecer esa relación cordial a la que me refiero hay que tener intuición y ser muy empático, lo que equivale a suspender tus propios principios y enjuiciamientos morales durante el tiempo en que dura la entrevista. Comprende que se trata de que el interrogado hable, y para eso hay que ponerse en un contexto de tú a tú y escuchar las atrocidades que te cuenta como si fuera lo más habitual del mundo, atento y sin alterarse. En este caso hablamos de un mercenario, no de un asesino en serie, lo que quiere decir que ha estado conversando acerca de sus crímenes con compañeros como él, por lo que si yo me comporto como si me pareciera normal, es muy posible que inconscientemente me trate como a un compañero. Lo cierto es que mientras un asesino se mueve dentro del ámbito de lo proscrito, y por tanto le sería más difícil confiar sus crímenes a los demás para no parecer deplorable, un mercenario pertenece a un grupo en que lo normal es asesinar por dinero, por lo que él considera sus acciones como legítimas. Por lo demás, he conocido a gente bastante peligrosa, así que esa entrevista no me inquietaba particularmente, si bien sí hay que ser buen intérprete de las señales no verbales y gestos que se perciben durante la entrevista, para saber si se ha transgredido alguna regla. Por ejemplo, si se toca un crimen que al interrogado le avergüenza particularmente (como el de la muerte de niños), es posible que se sienta acorralado y se enfurezca, y para eso lo mejor es continuar imperturbable, aunque cambiando de tema. Otro asunto complicado es el de empatizar demasiado para extraer mayor información; puede suceder que esa persona cuente detalles que te trasladen a un universo de inimaginable maldad que podría afectarte o incluso traumarte, y que fue lo que me sucedió en Camboya cuando entrevistaba por primera vez a perpetradores de ataques con ácido, que comentaban su barbarie con absoluta tranquilidad.
—»La más cruenta de las soledades, y que es la que deja tras de sí la tortura». Así presentas a Yassir, víctima de tortura de la etnia rohingyá, con el que pudiste conversar en Bangladesh durante tres días. Reproduzco aquí lo que te dijo: «Permaneceré siempre a la espera de una nota aclaratoria, de un mínimo rasgo de coherencia, o simplemente de algo que me permita habitar en este mismo mundo moral en donde habitan los que no vivieron lo que vivimos nosotros». ¿Qué le respondiste?
—Buena pregunta, pero nada. Hay veces que mostrar tu condolencia es todo lo que puedes hacer; una mirada compasiva, un abrazo o una palmada en la espalda a veces transmiten mucho más de todo lo que puedas decir. Hazte cargo de que, aunque a menudo se ignore, en este mundo existen víctimas de una maldad tan espantosa que ni le pueden encontrar el sentido ni tampoco aspiran a ser comprendidas, y para poder expresar lo que sienten solo puedo alegar que viven en una dimensión diferente a la de los demás. En mi libro figura la entrevista a un refugiado rohingyá torturado, y el tormento es lo más inconcebible que le puede suceder a un ser humano; incluso la propia víctima entra en un estado de desfragmentación total de su personalidad, llegando a padecer una regresión infantil. El trauma de la tortura, independientemente de sus consecuencias físicas, deja otras psíquicas imposibles de superar, tal vez sí de atenuar, pero la obsesiva regresión a los momentos del trauma es una pauta recurrente en todas las víctimas, normalmente a lo largo de toda su vida. Por otra parte, no pueden comunicar lo que sienten, pues tal es la destrucción que padecen. Su carácter puede oscilar entre estados de euforia, de depresión, de terror o de furia, y cuando perciben el más mínimo estímulo que les afectó cuando estaban siendo martirizados, reviven el episodio tal y como si sucediera en el presente. Un olor, unas palabras, una determinada luz, puede desencadenar ese síndrome de estrés postraumático; refiero estos aspectos en mi libro.
—Es entrañable también la historia de Míjail Mijailovich, un viudo anciano de la taiga siberiana. Él conoció el amor eterno, igual que Jampa, un longevo tibetano del altiplano del Qinghai…
—Es interesante que hayas sabido ver esa similitud; la soledad de ambos se debe al fallecimiento de esas mujeres con las que habían vivido una historia de amor definitiva, de por vida, y que, en el caso de los dos, va más allá de la muerte. Me conmueven profundamente esas parejas que se aman tanto que en la vejez se asemejan tanto como dos gotas de agua, y además aquí hablamos de un amor sublime, elevado, que va más allá de la muerte, como en el caso de las parejas de delfines, en que si muere el uno muere el otro de tristeza.
—Estuviste mucho tiempo viviendo en Rusia. En los inviernos que pasaste allí percibiste una clase de nostalgia contagiosa, especial, que antaño impregnaba el alma soviética. ¿Podrías describírnosla?
—Viví en la Rusia postsoviética de Yeltsin (que aún seguía siendo de perestroika), y a la sazón era como trasladarse cincuenta años atrás en el tiempo. La gente vestía a lo soviético, las tiendas, los mercados, las calles parecían escenas de un documental de los años treinta, y en San Petersburgo, donde pasé casi tres años, se podía palpar una atmósfera casi de Dostoievski. Además, los inviernos de San Petersburgo cubrían todo de nieve, la temperatura descendía a los 35 grados bajo cero y las noches parecían interminables, todo lo contrario que la primavera, cuyas noches blancas hacían que siempre fuera de día. ¿Nostalgia? Desde luego, la ciudad entera es como un museo, y en los inviernos nevados y oscuros se transforma en una escenografía casi en blanco y negro, donde las figuras de los transeúntes se recortan anónimas entre la neblina, sobresaliendo de la oscuridad (aquí hablo como fotógrafo).
—En Rusia, precisamente, relatas un episodio casi místico con una enigmática joven llamada Svetlana con la que apenas intercambiaste palabras.
—Yo era muy joven, y estaba absolutamente extasiado por todo lo que me rodeaba. Svetlana fue de las primeras chicas que conocí, era extremadamente bella, y a su exotismo se añadía la profundidad de sus ojos intensamente azules que destacaban en esa cabeza suya envuelta en un enorme gorro de piel con orejeras también de piel. Como sabes, en los episodios amorosos de la juventud, uno es capaz de atribuir y de leer todo tipo de sentimientos en los ojos de la persona de quien se enamora, y que más tarde se amustian al tamizarse por el filtro de la realidad, pero en el caso de mi escueto encuentro con Svetlana nunca hubo ocasión de que actuara ese filtro, por lo que siempre la recordaré tal y como cuando la vi durante la primera vez. Pero prefiero dejarlo ahí, no puedo anticipar lo que sucedió.
—Conociste a un renunciante sadhu, Baba Jiva, que habitaba en una cueva de Haridwar Rishikesh, en el Ganges del Himalaya. ¿Qué aprendiste de él?
—Baba Jiva encarna un sadhu, es decir, a alguien que se rige por su renuncia a lo material y la observación de su mente mediante una continua práctica de meditación y yoga. De esos renunciantes hay muchos en la India, pero dar con uno verdadero es muy difícil, porque muchos son solo mendigos con apariencia de renunciantes. En la India y Nepal, un verdadero sadhu se considera un santo, y son seres que viven semidesnudos y exentos de pertenencias. Como consecuencia de su estado de vida algunos llegan a adquirir una gran sabiduría y se aíslan a zonas remotas, como a cuevas en el Himalaya (es el caso de Baba Jiva). De Baba Jiva y de otros muchos sadhus que entrevisté aprendí a reafirmarme en la meditación, que practico desde hace muchos años, y en el estudio de la filosofía Vedanta Advaita.
—No todos los aspirantes a ascetas que habitan en este libro lograron esa paz mental. Tal vez no sea algo asequible desde la desesperación, como le sucedió a tu amigo Jon, del cual hablas también en el libro. ¿Por qué crees que se puede fracasar en esa búsqueda?
—Me gusta mucho que hagas esa pregunta, porque “el Jon” (personaje de mi libro) encarna la sociedad de las apariencias, es decir, él intenta imitar a una especie de sadhu o asceta sin serlo, para que la gente se sienta atraída hacia su persona. Por eso “el Jon”, antes que recorrer el camino de la sabiduría, prefiere actuar y comportarse como un sabio, y sus atolondrados admiradores contribuyen inconscientemente a corroborarle su ilusión de serlo. Existen muchos falsos maestros que solo por vestirse de monje y hacerse fotos meditando delante de una puesta de sol o llevar un turbante y largas barbas logran muchísimos seguidores, ya que con frecuencia la masa se seduce por las apariencias, no por el contenido de las enseñanzas de estos falsos maestros. En el caso del Jon, lo que sucedió es que un día tuvo que darse de bruces con la realidad, lo que lo llevó a la desesperación.
—Un relato que me dejó impactada es el de la joven Sudarshana, repudiada por su belleza en una remota aldea india de Uttar Pradesh. ¿Qué te sucedió aquella noche bajo la lluvia? Reconoces que pasaste miedo.
—El miedo a lo sobrenatural es algo atávico, que arrastramos en nuestra psique desde tiempos inmemoriales, y surge cuando no podemos hallar una explicación racional para ciertas experiencias. En este relato refiero algo que me sucedió en la India profunda, concretamente en una minúscula aldea del Himalaya de Uttar Pradesh, y que nos infundió miedo a los que estábamos allí. Entretanto que los presentes le atribuían una explicación sobrenatural, en el libro expongo los hechos tal y como sucedieron, para que el lector juzgue por sí mismo; eso no quiere decir que interprete lo que testimoniamos en un sentido u otro, pero sí puedo afirmar que nunca pude dar con una explicación racional de los hechos.
—¿Cómo controlas tus emociones en situaciones que a cualquier ser humano le desbordarían? Recuerdo, por ejemplo, tu entrevista con Ibrahim en el campo de refugiados de Kutupalong, o con el antaño apuesto Reaksmey, cuyo rostro quedó devastado tras un ataque con ácido. Háblanos de ello.
—En el primer caso te refieres a mi libro El arte de la fotografia documental, donde cuento que en 2017 acompañé a un equipo de paramédicos australiano que trabajaba en los campos de refugiados de Bangladesh, y dimos con un caso (de los muchos) particularmente insólito; el de Ibrahim. Eran momentos en que, como resultado de la barbarie genocida que se estaba perpetrando contra los de su etnia en Myanmar, persistentemente afluían futuros refugiados hacia los campos de Bangladesh y arribaban víctimas de violaciones, de torturas, heridos de bala, testigos de atrocidades, enfermos etc. Ibrahim yacía en el suelo de su chabola improvisada en el campo de Kutupalong, acompañado de su mujer y de sus dos hijas pequeñas, que dependían de él para todo. Anteriormente había sido frutero, y los comandos birmanos, al invadir su aldea, golpearon a todos los hombres con la culata de sus fusiles, intentando fracturarles la columna vertebral. A él le propinaron un golpe terrible en la columna lumbar, y lo dejaron inconsciente, pero sus amigos lo llevaron hasta el Kutupalong en camilla. Simpatizamos con él al instante, y fuimos a visitarlo varias veces con un intérprete rohingyá, en la esperanza de que el paramédico más capacitado para determinar su diagnóstico viniera con nosotros, y cuando por fin vino, su diagnóstico fue firme: Ibrahim no volvería a andar. Todo el equipo de paramédicos, su mujer, sus dos hijas y yo teníamos gran esperanza en lo contrario, pero cuando nuestro intérprete de rohingyá lloraba mientras le traducía el diagnóstico a la familia, nos contagió, y todos terminamos llorando. Aquí, como ves, no pude controlar mis emociones, porque uno es fuerte hasta un límite. En el caso del relato de Reaksmey, una víctima terriblemente deformada por un ataque con ácido, hay que tener en cuenta que por entonces documentaba once casos de víctimas de este tipo de sucesos en el sudeste asiático, por lo que ya estaba un poco más curtido en ello. Aunque espantoso, el ataque perpetrado contra Reaksmey era uno más de los que seguía, y tenía que controlar mis emociones (al menos delante de las víctimas), porque de lo contrario no habría podido seguir realizando ese trabajo.
—En relación al capítulo «Mis amigos del basurero», considero que no se puede narrar mejor la belleza de la ruina. ¿Qué recuerdas de aquellos días en los que, mientras escuchabas a Bach, Chopin y Schubert, participabas en las infernales jornadas en busca de comida en Camboya? ¿Qué pensabas al ver esa confrontación de dos mundos?
—Precisamente de la naturaleza de tu pregunta se percibe la confrontación de dos mundos: cuestionas cómo alguien que percibe esa situación desde la mentalidad occidental, y por ello, y cuando describo la enorme pobreza en la que vivían estas gentes, consideras que sus jornadas en busca de comida hayan de ser infernales, pero no lo eran: para ellos simplemente eran jornadas en busca de comida. ¿Comprendes? Lo que quiero explicar es que percibimos los modos de vivir ajenos en relación a nosotros, y en el caso de Occidente normalmente no existe ese grado de pobreza. Ellos tenían asimilado que se vivía así, y su alegría o desdicha solo dependía de que encontraran comida entre la basura o no, o de que vendieran los suficientes productos reciclables como para costearse verdura en el mercado. Cuando daban con ratas, serpientes o ranas, lo consideraban una gran suerte.
—A lo largo de tu intensa vida te has implicado en muchos proyectos de ayuda humanitaria y apoyo a afectados por catástrofes medioambientales y conflictos. ¿Cómo has aprendido a manejarte en estas situaciones?
—En primer lugar, como te dije antes, hay que tener un gran tacto y empatía y, si es posible, estar familiarizado con el trauma que han padecido y saber si aún lo tienen muy fresco en su psique, porque en relación a ello hemos de modelar nuestra entrevista. Por ejemplo, en el caso de Yassir, víctima reciente de tortura, de la que hablo en Seres solitarios, antes de entrevistarlo estaba familiarizado con las condiciones bajo las que fue torturado, por lo que dispuse la entrevista de forma que no reviviéramos ninguna de ellas. Por ejemplo, no dispuse una luz que lo enfocara directamente, ya que le podía hacer revivir ese contexto en el que fue interrogado de esa manera, y también organicé la entrevista en una habitación a donde no llegaran demasiados sonidos procedentes de la calle que le pudieran rememorar a la aldea de donde fue secuestrado, etc. Por otro lado, en el caso de las víctimas de un ataque de ácido, si aún no han superado el trauma hay que entrevistarlas en un emplazamiento donde no se den los estímulos que estuvieron presentes durante el ataque, esto es: líquidos que caen, olores determinados, ruido ambiente parecido, olores relacionados, etc. En referencia a la conversación, es importante hacerse consciente del momento en que esa persona revive el trauma de forma que escapa a su control. En realidad, el error del entrevistador es haber llegado a esa situación, ya que puede llevar a un desenlace incómodo para ambos, y lo que hay que hacer es cambiar al instante de tema cuando se tocan esas fibras sensibles.
—Las imágenes que tomaste en las islas Filipinas tras el paso del tifón Haiyan, y que aparecen en tu libro El arte de la fotografía documental, son apocalípticas. ¿Cómo superaste el trauma de haber visto y documentado todo aquello? ¿O acaso nunca se acaba de salir de esos lugares y situaciones?
—Tú lo has dicho; de esos lugares y situaciones nunca se regresa. Hay que tener en cuenta que las experiencias extremas modelan extremadamente el cerebro. Mucho de lo vivido se repite continuamente en la mente de una manera obsesiva, a no ser que se supere el trauma, y eso requiere un fuerte trabajo interior. A mí me ha ayudado la meditación, y en su momento el yoga.
—¿Qué puedes aportar en momentos así, ante un ser humano derrotado? ¿Dejas la cámara, o te acercas a esas personas?
—Ambas cosas, o ninguna. Hay que tener en cuenta que lo primero es auxiliar, pero no siempre es posible, y si no lo es, al menos se puede registrar la gravedad de la situación con la cámara, lo que podría servir para documentar la tragedia y atraer ayuda para esa causa. Uno tiene que ser consciente de las limitaciones de su papel, y atenerse a lo que se puede hacer. Por otra parte, he ayudado a algunas personas profundamente derrotadas, pero también aprendí que hay que enseñarles a que breguen con la vida por su cuenta, porque no siempre pueden depender de alguien para restablecerse en este mundo.
—Lo mismo sucede con ciertos tabúes, pues lo que a nosotros pudiera sernos insignificante, en algunas culturas resultaría un sacrilegio. ¿Puedes citarnos algún momento en que el conocimiento haya sido clave para obtener la confianza necesaria para hacer tus reportajes?
—Para todo es necesario empatizar, conocer previamente la cultura, evitar juzgarla según nuestros subjetivos parámetros culturales y tener muy claro qué conducta es respetuosa o no lo es. En Tailandia, por ejemplo, es una ofensa tocarle la cabeza a un niño, porque según el budismo es dónde se asienta el alma, y en Tíbet no se señala con un dedo a alguien, porque es una gran falta de respeto, se señala con la palma de la mano vuelta hacia arriba. No obstante, suelo valerme de la fórmula del “donde fueres haz lo que vieres”. Luego hay otras conductas que no son correctas, pero son difíciles de intuir. Por ejemplo, puede ocurrir que estés en una aldea lejana de Nepal y que le pidas a una familia de etnia Tamang que te cocine un pollo que vas a pagar, pero de repente te das cuenta de que los niños de la familia lloran, porque aunque los padres estén gustosos de vendértelo, los niños saben que como su familia es muy pobre, no tendrán más ocasión de probar el pollo. Esto es triste, pero no lo sabes, y por eso es esencial familiarizarse profundamente con cada cultura.
—A pesar de lo desgarrador de algunas de las historias, lo que impregna esta obra es una poderosa dinámica vital. Una reconciliación donde ya no cabía esperar nada. Pero creo que brota de ti mismo, como si al recordar estas vivencias hubieras completado alguna clase de camino. ¿Es posible?
—Cierto que en Seres solitarios hay una dinámica vital que intento mostrar, o si quieres una especie de desenlace positivo pero realista. La vida, o tu propia iniciativa, te “colocan” en una serie de situaciones de dificultad variable, y algunos nos quedamos estancados en ellas o evolucionamos a partir de ellas. En mi caso, hice lo posible por superar esas circunstancias que en su día tanto me conmocionaron. Todos encarnamos un resumen de los episodios que experimentamos en el pasado.
—Muchas de tus fotografías parecen obtenidas sin que hayas estado presente. ¿En qué consiste el arte de hacerse invisible en tu oficio para obtener un relato visual óptimo? ¿Imaginas previamente cómo va a ser el guion de la historia que vas a retratar?
—Sí, es curiosa esa facultad por la que tarde o temprano los que hacemos fotografía documental aprendemos el arte de la invisibilidad. No es fácil, y no todos lo logran, pero esto surge cuando ya has asimilado aquello en lo que consiste tu cometido; estás con la gente a la que fotografías, pero tienes que conseguir que olviden tu presencia… ¡Fíjate qué complicado! Normalmente al principio pasas tiempo con esas personas sin sacar la cámara, y para cuando la sacas ya se han acostumbrado a tu presencia. Por otro lado aprendes cuándo utilizarla sin ser demasiado intrusivo, porque podrías provocar rechazo. El ideal es anticipar mentalmente una situación y sacar dos o tres imágenes en el momento preciso. Además, aunque la gente que te rodea te acepte, hay que evitar hablar demasiado, porque no podríamos hacer fotos, y eso hay que hacerlo saber mediante nuestro comportamiento. En cuanto a si imagino el guion de la historia que voy a documentar, te diré que es como echarse a navegar por aguas desconocidas: uno empieza, pero no sabe dónde acaba, o quizá se imagina dónde puede acabar, para lo que le orienta ese guion que tiene en la cabeza. A menudo es preciso valorar si es viable seguir esa historia a lo largo del tiempo o si podría verse interrumpida por cualquier evento, y tanto mejor si tenemos varias ideas de cómo podrá concluir en la cabeza. Comprende que estamos en la realidad, no en el cine o el teatro.
—En tus muchas aventuras has aprendido bien cómo usar técnicas de supervivencia, cómo encontrar alimentos en la selva y en otros lugares inhóspitos, cómo salir airoso de situaciones peligrosas… pero yo te quiero preguntar cómo se sobrevive y se lucha contra la estupidez en la que estamos inmersos buena parte de Occidente, donde empieza a estar comprometida, paradójicamente, nuestra libertad.
—La dinámica de la historia de la humanidad siempre ha sido parecida: fases de ascenso del poder, apogeo del poder, abusos del poder y la caída de esos imperios, y todo ello en asociación a una masa manipulada. El poder excesivo corrompe excesivamente y ahora confrontamos una fase en que los ciudadanos del mundo creen que votan a las políticas de sus gobiernos, pero en realidad solo votan a una única política, la promulgada por el Foro Económico de Davos, con su famosa “Agenda 2030”. Esta agenda, determinada por los multimillonarios del planeta, tiene por objeto crear un gobierno mundial que solucione los problemas del mundo, pero en realidad solo busca exterminar por completo las clases medias para que todos dependamos de la élite que la conforma. Si estudias el contenido de la agenda, verás la política que se está implementando en casi todo el planeta. Tienen poder económico para comprar a políticos, sanitarios, medios de comunicación, parte de las fuerzas del orden, crear inflación, censurar, manipular la banca, crear odio social, etc, y en cuanto a su moral, solo podría decirte que los mismos que nos suben la electricidad y dejan a las ancianas sin calefacción, supuestamente por el cambio climático, son los mismos que contaminan con sus jets privados, o que llevan un altísimo tren de vida. Son tan astutos que hasta han logrado convencer a algunos de que intentan impartir un comunismo… ¡Un comunismo regido por los multimillonarios del planeta, a quienes nadie ha elegido! Para lograr una cierta igualdad, nada sería mejor que repartieran sus fortunas, que en muchos casos superan al producto interior anual bruto de algunos países. Pero bueno, me preguntas qué cabe hacer, y te contestaría desde la filosofía estoica: tal vez hay cosas que nuestras acciones no puedan cambiar, pero sí podemos cambiar nuestra actitud ante los acontecimientos. En mi caso eso implica practicar la meditación, no tener televisión ni ver las noticias de los medios de comunicación, leer, hacer ejercicio, no agitar la mente con estreses innecesarios, etc.
—Mencionas a menudo que esta cultura tecnológica y “del progreso” es causa de la destrucción de los recursos naturales del planeta, una visión reforzada por tu conocimiento de diversas culturas ancestrales que aún conviven en armonía con su medio. ¿Somos nosotros tan sabios como nos creemos?
—No, pero el fallo no radica en que la humanidad pueda actuar sabiamente (que sí podría), sino en que, en vez de estar regida por personas sabias, está gobernada por gente que ha llegado a amasar excesivo poder. ¿Comprendes? Esta gente, que solo se mueve por sus propios intereses, afirma actuar en beneficio de la humanidad, cuando su única ambición es la de someterla. Vivimos un momento en que mientras un científico premio Nobel puede ser censurado por no atenerse a las doctrinas médicas oficiales, un informático multimillonario con apenas estudios puede salir en todos los medios para explicar a la ciencia y a la humanidad lo que tenemos que hacer. Lo que me gustaría explicar es algo muy sencillo: ¿en qué dirección investiga la tecnología? Ciertamente en la de donde hay dinero y subvenciones, porque si no, no se investigaría. ¿Quién posee el poder económico para financiar grandes proyectos científicos? Los grandes magnates. ¿Qué buscan los grandes magnates? Desde luego no buscan el beneficio de la humanidad, sino perpetuar un estilo de vida que les permita sostener ese altísimo estatus económico que les mantenga en su burbuja paradisiaca, totalmente ajena a cómo viven los demás habitantes del planeta. Esto quiere decir que a la cabeza de las tecnologías que rigen nuestra dirección evolutiva no se persigue el beneficio de la humanidad, sino su esclavitud. El planeta no esta gobernado por sabios que quieran lo mejor para el planeta, sino por plutócratas que quieren mantener su estatus, y el futuro que pretenden implantarnos es el que ellos desean, ese que falsamente pregonan como “resultado de una nueva normalidad” o como producto de “una evolución natural”; si evolucionamos en su dirección es porque ellos quieren.
—Aludes varias veces al “estoicismo” como forma de entender y moverse en el mundo. ¿Dónde has encontrado tu refugio espiritual, o como prefieras llamarlo?
—En la meditación y la filosofía Vedanta Advaita, que tal vez sea algo compleja para exponerla aquí. Por abreviar, podría decir que solo habito en el presente, sin cargar con el fardo del pasado ni inquietarme por los anhelos del futuro; pertenezco exclusivamente al aquí y al ahora, y estoy firmemente establecido en ese estado. Por otra parte, el estoicismo nos asesora en que la vida se divide en aquello que podemos cambiar y en aquello otro que no podemos; por tanto, hemos de centrar nuestros esfuerzos en lo que sí podemos cambiar.
—Seres solitarios es tu primera incursión en la narrativa, sin el apoyo de la fotografía. ¿Quieres seguir en por este terreno literario? ¿Cuáles serán tus próximos proyectos?
—Sí, de hecho siempre me ha gustado escribir, la fotografía surgiría después. Ahora tengo la intención de sacar una novela basada en no ficción y que trata sobre los ataques con ácido. Para ello me he basado en varios casos de víctimas de ataques con ácido y a las que estuve siguiendo sus vidas durante varios años. En la novela he recogido estos casos en un solo personaje principal, y que además crece en un basurero, lo que aprovecho para exponer todas esas experiencias que supuso el seguir también las vidas de esas familias que vivían en el basurero. La obra también toca el mundo de la cirugía estética en Corea del Sur y el impacto que ejerce en la sociedad moderna. Como está basada en la realidad es bastante dura, pero refiere un trasfondo de esperanza.
—Permíteme que cite las palabras entrañables que te brindó la persona tan especial a la que dedicas este magnífico libro: «No olvides que cuando ya no esté podrás pedirme ayuda y si me es posible te la daré, pero nunca cambies nada por mí: permanece fiel a tu destino». ¿Qué crees que te diría hoy tu abuela Carolina? ¿Y qué te gustaría contarle ahora?
—Creo que estaría contenta de saber que, en lugar de dejarme llevar por el qué dirán, preferí optar por protagonizar mi vida, obedeciendo a esos ideales que latían en mi interior. Y por otra parte, no tendría nada que contarle, porque a ella le hubiera bastado con verme feliz.
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Autor: Javier Sánchez-Monge. Título: Seres solitarios. Editorial: Tregolam. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Fantastica introducción al maravilloso y singular libro Seres Solitarios. Lo recomiendo encarecidamente.