Fotos: ©Victoria R. Ramos.
Javier Sierra y su última novela, El fuego invisible, se suman a la larga y flamante lista de galardonados con el Premio Planeta. Nombre habitual en las quinielas de favoritos desde hace años, tan sólo unos días antes charlaba feliz en el marco de las Noches Literarias del Parador de Sigüenza sobre arte, literatura, enigmas y futuro. Allí nos hablaba sobre su próximo libro, uno que indaga en el germen de la chispa creativa, de esa fuerza que insufla vida a la inspiración y hace que prenda la llama del talento. De eso tan etéreo y fugaz que hay que captarlo casi al vuelo, antes de que se desvanezca en la nada. El fuego invisible narra la historia de un profesor de Filología afincado en Dublín que emprende un viaje a Madrid. “¿De dónde vienen las ideas?” es la frase con la que arranca una novela que nos sumerge en el románico y que viene, ya es marca de la casa, aderezada con mucha intriga.
El aragonés que se enamoró de las casetas de la cuesta de Moyano nada más llegar a Madrid en su adolescencia continúa mostrándose como un eterno aprendiz que ha sabido conservar la curiosidad y el entusiasmo infantiles ante cada misterio, no importa si hablamos de pirámides, del monte Ararat, del Big Bang, una intriga cátara o la cara oculta de una obra maestra renacentista. El niño que se sacó el carnet de la biblioteca con nueve años para empaparse de las aventuras de Tintín, Verne y Salgari sigue jugando, reconvertido en hombre que no deja de hacerse preguntas. Para él la literatura sin juego, sin intriga, sin emoción, no tiene sentido. Escribir, para el turolense, es jugar con la fascinación.
La cena secreta (2006, Plaza y Janes) le catapultó a la lista de los diez más vendidos en EE UU y ha sido editado en 42 países, algo que le consolida como el segundo autor español contemporáneo más traducido —justo por detrás de Carlos Ruiz Zafón—. Es un buen ejemplo de su estilo: cuidada documentación histórica, fascinantes enigmas sin respuesta, una pizca de fuerzas sobrenaturales, acción e investigación intelectual. El misterio es su sello personal. Periodista y colaborador de varios programas radiofónicos y televisivos, a los 18 fue uno de los fundadores de la revista Año Cero, y sus novelas reflejan sus viajes a lugares históricos marcados por oscuras profecías o misterios irresolutos. De esos que llevan siglos o milenios estimulando la imaginación del ser humano. La dama azul (1998, Martínez Roca) nos hablaba de apariciones marianas e indios de Nuevo México, Las puertas templarias (2000, Martínez Roca) mezclaba novela policiaca e histórica aderezada con astrología, catedrales góticas y satélites, y con El ángel perdido (2011, Editorial Planeta) viajamos desde la catedral de Santiago hasta las tierras de Noe, guiados por unas piedras que pertenecieron al matemático, navegante, ocultista, astrólogo y espía de Isabel I de Inglaterra John Dee.
Javier Sierra posa con soltura entre los muros del viejo castillo de Sigüenza y conversa sin parar. La sonrisa le llega a los ojos y se muestra cercano y cálido. Habla del próximo invitado de honor en estas jornadas literarias, su amigo Santiago Posteguillo, y de la tarde en que estuvieron revisando las calificaciones de delibris.org —que clasifica los libros en función de su moralidad cristiana desde la perspectiva más conservadora— y que parece ser la causante de que El maestro del Prado, un libro suyo que pretende desvelar misterios escondidos en algunas de las obras más famosas de dicha pinacoteca, no esté expuesto a la venta en la librería del propio museo madrileño.
En el salón del trono —como ya ocurriese en la jornada protagonizada por Lorenzo Silva—, no quedan asientos libres. Ramón Ongil, responsable de comunicación de Paradores, dirige una charla en la que se dejaron de lado los premios y las cifras de ventas para centrarse en cuestiones verdaderamente importantes: las panteras rosas, el verdadero valor de un bolígrafo pilot o los lugares más interesantes donde guardar libros en tu casa.
—A ver si conoces esta cita: «Lo último de lo que debe hablar un autor es de su libro».
—(Se ríe) Es de Hemingway. Y qué sabio era. Pero ahí se refería a los momentos de presentación de un libro, a los book tours que hacían los norteamericanos, y que ahora también se hacen en el mundo latino, yendo de pueblo en pueblo como los antiguos vendedores de turrón, hablando de nuestro maravilloso producto. Hemingway se dio cuenta de que hablar demasiado de un libro puede ser contraproducente, porque le quitas el factor sorpresa al lector, y entonces ¿para qué iba este a asomarse a esas páginas si ya se las sabía? Así que decidió no volver a hablar nunca más de sus libros mientras estuviera de promoción.
—Pues vamos a ir en contra de Hemingway, porque sí vamos a hablar de tu libro, en el que se dice: «Cuando leemos un libro que nos conmueve, entramos en un estado mental diferente».
—Yo creo que cualquiera de los que están aquí, que son lectores, suscribirían esa frase. Cuando uno comulga con el espíritu de un libro y logra ese momento de abstracción donde nada de lo que ocurre alrededor importa y solamente palpita lo que está entre los renglones, se convierte hasta en una especie de protagonista él mismo de esa trama. Por eso leemos: para vivir otras vidas, para estar en lugares donde no podríamos estar de manera física, sea por una cuestión temporal o de distancia o de miedo o de falta de audacia. Y esas otras vidas son tan reales como la realidad.
—Somos un país que publica más libros que ningún otro, pero lectores de verdad no hay demasiados.
—Yo ahí matizaría.
—Ya empezamos…
—Estamos en un momento histórico verdaderamente singular, porque nunca en la historia de la humanidad ha habido tanta gente con capacidad para leer y escribir. De hecho, ustedes leen hoy cotidianamente como nunca se había leído antes, en sus dispositivos móviles, con los sms, los whatsapps y todas estas cosas que nos conectan a todos, pero otra cosa es la lectura que requiere concentración. Contra eso es más difícil luchar. El hecho de tomar un libro, encontrar el momento… Ustedes tienen suerte, porque Sigüenza invita a la lectura. Incluso vivir en un pueblo frío como este, o como mi Teruel natal, es bueno para leer. Pero ahora tenemos el gran enemigo del ruido. Nunca hemos tenido tanto a nuestro alrededor. ¿No les suena a ustedes el móvil treinta veces al día? E incluso si no, uno piensa en medio de su lectura que le habrán entrado cinco mensajes desde la última vez que lo miró y que tendrá que contestarlos. Ese es el gran enemigo de la Lectura con mayúsculas. Entiendo que hay una lectura funcional, la que todos utilizamos, que es maravillosa, pero que ha de ser la puerta de entrada a la Lectura con mayúsculas, que es la que practicamos menos y que es la más necesaria de todas, porque solo la lectura y la radio permiten el desarrollo del pensamiento. Uno puede estar escuchando la radio o leyendo un libro y está pensando en un segundo canal si lo que me está diciendo el autor es correcto, o si comulga o no con mis principios, si me abre o no a otro mundo, mientras que la televisión —y yo hago televisión también de vez en cuando—, hipnotiza, atonta y te borra el sentido crítico. Lo estamos viendo continuamente.
—El maestro del Prado es un viaje a través de una de las primeras pinacotecas del mundo. En el libro se habla de que puede haber dos niños Jesús, y dos bueyes y dos mulas… Es como tener a Messi y Cristiano Ronaldo en el mismo equipo. Explícanos esto un poco.
—Si ustedes echan un vistazo a la época gloriosa del Renacimiento italiano, con su Leonardo da Vinci y otros maestros como Ghirlandaio, verán que uno de los temas que más se repetían era la Virgen con Jesús y Juanito, o sea Juan niño. Los pintores encontraron un extraño deleite en representar ese momento en el que Jesús y un joven san Juan, que en ese momento no está descrito en los Evangelios, se conocen. Sí que está en la Biblia que sus madres se conocieron estando encintas, pero ellos no. La procedencia de esa idea viene de los Evangelios Apócrifos, y eso me dio una pista muy interesante. Los grandes intelectuales de la época, que leían mucho más que sus contemporáneos, en parte debido a que sus mecenas les dejaban acceso a sus bibliotecas, aprovechaban para leer los libros más raros, y de ahí sacaban sus historias. A partir de Ghirlandaio, y Luca Giordano un poco más tarde, hay una serie de pintores que empiezan a pintar a los niños Jesús y Juan idénticos.
Leonardo no solo los pinta idénticos en la primera versión de La Virgen de las Rocas, sino sin sus atributos de costumbre para que el espectador pueda identificarlos: a san Juan siempre se lo pintaba vestido con pieles de animales y con una cruz de palo largo, y así todo el mundo sabía que ese era san Juan, pero en esa primera versión de La Virgen de las Rocas eso no está. De ese cuadro conservamos incluso el contrato que Leonardo firmó con los franciscanos de Milán con las especificaciones para un cuadro, que iba a ir en el altar mayor de San Francesco Grande, sobre la Virgen y los Profetas. Leonardo, que debía de ser un personaje muy peculiar, hace caso omiso a las instrucciones del contrato, pintando junto a la Virgen a Juan y Jesús de tal manera confundidos que no se sabe muy bien quién es quién, y los franciscanos se pillaron tal rebote que le obligaron a repetir la pintura o a devolver el dinero. Da Vinci decidió repetir el cuadro, y otra vez repitió el mismo concepto, sacado de un libro profético que le había impresionado mucho, el Apocalipsis Nova. Este año yo quería celebrar la Navidad también en agosto, porque según el Evangelio estaban los pastores durmiendo al raso cuando se produjo el Advenimiento, y eso en Tierra Santa es como dormir al raso en Sigüenza: no hay dios que aguante. [risas] La Biblia no da una fecha para el nacimiento de Jesús, y por esos datos, debía de ser un mes cálido.
—Nos está liando, ¿eh? Que no se entere El Corte Inglés.
—Es que fue cuestión de marketing que la Iglesia decidiera colocar la Natividad el 25 de diciembre, porque en época pagana, durante el Imperio Romano, cuando llegaba el solsticio de invierno lo que se celebraba era la fiesta del Sol Invicto, porque es el momento en el que los días empiezan a ser progresivamente más largos. Y en el otro solsticio, en junio, con la fiesta de san Juan, encendemos hogueras para darle fuerza y ánimo a ese sol que sabemos que empezará a apagarse.
—Hay párrafos que citas en tu libro que le hacen a uno preguntarse qué fumaban en aquella época.
—Fumaban (o no) lo mismo que ahora. Intenten, en un ejercicio de empatía sublime, ponerse en la piel de Carlos V, el hombre más poderoso de la Tierra, de todos los tiempos. Nadie había habido antes en la historia con tantos territorios a su disposición, en ninguna civilización —esto a veces hay que recordarlo, porque somos muy madrastras con nuestra propia historia—, y por encima de él solo está Dios en la concepción de la época. Pues se sentiría solo. Puede confesar sus pecados, sí, pero está muy solo. Yo solamente le he podido interpretar hoy en día gracias a Benedicto XVI, que también abdicó, en su caso como Papa, como príncipe de la Iglesia, cosa que no habíamos visto nunca antes. Ambos son de origen alemán, con una visión del cristianismo muy estricta, saben que han estado en la cúspide del poder, y por tanto se han cargado de pecado según el concepto cristiano, porque si son consecuentes saben que su alma se emponzoña con el ejercicio de ese poder: al ejercerlo siempre haces daño a otros aunque tú no quieras. Carlos V sabía eso, que su alma estaba negra, que habían muerto miles de personas en su imperio, aunque fuera precisamente para restaurar su dominio de la fe, así que decide dedicar el poco tiempo de vida que le queda a retirarse y limpiar su alma, a hacer lo que él llamaba la «meditatio mortis«, una cosa como muy severa. Se va a Yuste, prepara con minuciosidad su propio sepelio, y hasta se coloca en un catafalco en medio de la iglesia, ordenando todo el protocolo y haciendo de muerto él mismo. Cada día, durante el año y pico que estuvo en Yuste en esas circunstancias, se detenía delante de un cuadro que había encargado a Tiziano —un tipo que en aquella época tenía 76 años de edad, murió con 99—, quien le había pintado ya de joven con un mastín —este otro cuadro está en el Prado— y después como emperador a caballo, imitando a los césares romanos.
En la increíble carta en la que Carlos le hizo este último encargo a Tiziano se dice: «Yo necesito que me pintes a los grandes personajes de la Cristiandad en la boca del Cielo», boca representada por la Santísima Trinidad, rodeada de Adán, Moisés y toda la parafernalia. Y Carlos le pide que en medio de todos ellos lo pinte a él, pero no como emperador, sino como simple alma, cubierto solo por una sábana, con la corona a los pies, implorando entrar en ese Reino de los Cielos. También pide que retrate a su esposa, Isabel de Portugal, de la que estaba enamoradísimo y que había muerto años antes, también cubierta solo por una sábana y desnuda. Y también pide —punto macabro interesante— que retrate a su madre, Juana la Loca, y a su hijo, Felipe II, en la cola, esperando a completar su camino, todos ellos desnudos como almas implorando entrar en el Más Allá. Y cada día hasta su muerte iba a meditar delante de ese cuadro donde estaba él mismo, muerto. También está el ejemplo de John Dee, que fue espía para la reina Isabel I de Inglaterra, contemporánea de nuestro Felipe II. Como iba de corte en corte como astrónomo, resultaba un informador maravilloso y tomaba notas de todo. Sus informes para la reina los firmaba dibujando dos ojos, o sea, dos círculos, con la cifra mágica detrás, el número siete. O sea, Cero Cero Siete. [risas] Qué cosas, ¿eh?
—Esto de escribir sobre enigmas, ocultismo y lo paranormal te ha traído consecuencias, sobre todo en cuanto a poner en duda muchas cosas relacionadas con la religión. La abuela de tu mujer te llegó a preguntar si con todo lo que había callado y rezado ella, ahora no le iba a contar para nada. «Como sigas así, ni la borriquita de Semana Santa se salva». [risas]
—Una mujer de esa edad capaz de replantearse las cosas en ese momento de su trayectoria vital lo que demostraba era una inteligencia extraordinaria. El año pasado estaba yo en un congreso en Tenerife donde se reunieron once premios Nobel para homenajear a Stephen Hawking, y uno de ellos era uno de sus maestros, Roger Penrose, el hombre que acuñó la idea del Big Bang. Por cierto, que este hombre se presentó en la conferencia y pidió que le trajeran un retroproyector. Nada de PowerPoint. Él traía sus láminas de acetato, quería un proyector, y hubo que sacar uno del museo de La Laguna. Y entonces nos dijo: «Señores, ustedes han construido toda la física teórica actual sobre mis cálculos acerca del Big Bang. Pues bien, quiero decirles que estoy equivocado, que los he reconsiderado, y que antes del Big Bang hubo otra cosa que estoy estudiando». A mí me pareció maravilloso que alguien en la recta final de su vida todavía siga cuestionándose las cosas, como la abuela de mi mujer.
—Habrá quien piense que en el Prado solo hay cuadros, pero también está el «Arcanon».
—Bueno, es un palabro que yo me he inventado como escritor. «Arcanon» sería «el canon de los arcanos», o sea una lista secreta en mi imaginación de aquellos cuadros del museo que tienen una segunda, tercera o incluso cuarta lectura oculta. El museo del Prado tiene una capacidad expositiva de unas mil ochocientas obras, y ya son muchas, y en los peines de los sótanos deben de tener unas seis mil más sin exponer. Existe además una cosa que se llama «el Prado disperso», u obras cedidas a ayuntamientos, diputaciones, etcétera, así que en total sería un universo de unas doce o trece mil obras de gran valía, en el que hay unas cuantas que encierran esos secretos. Y estos no se limitan a los grandes maestros del Renacimiento o el Barroco: hay obras del minusvalorado siglo XIX que están llenas de simbolismos.
—¿Hasta dónde puede llegar la pasión por los libros y la documentación?
—Yo dejé mi Teruel natal y me fui a estudiar a Madrid a partir de Tercero de BUP, dos años antes de pasar a la universidad. Tenía que quedarme en una residencia de estudiantes a las afueras, y todo costaba un dineral. Para mis padres fue un esfuerzo tremendo, y yo tenía poco dinero «de mano» para ir gastando, unas mil pesetas al mes. Seis euros. En Madrid hay un sitio cerca de la plaza de Atocha, que es la cuesta de Moyano, donde se venden libros de segunda mano, libros que entonces costaban veinticinco pesetas. Así que uno podía ir allí, tomarse un pincho de tortilla, gastarse ciento cincuenta pesetas en libros y echar un domingo maravilloso. A mí esa compra de libros —secreta, porque mi madre quería que el dinero me lo gastara en necesidades básicas, no en libros viejos—, me costaba un disgusto cada vez que volvía a casa de mis padres. Para disimular, metía los libros entre la ropa sucia, y lo primero que hacía al llegar, antes incluso de darle un beso a mi madre, era irme a mi habitación, sacar esos libros y meterlos en la estantería para que pareciera que siempre habían estado allí. Claro, llegó un momento en que la habitación reventó de libros, pero todos ellos los sigo conservando hoy… para desgracia de mi mujer.
—Tu mujer, cuando llegó a la primera casa donde vivisteis juntos y quiso ponerse a cocinar, abrió el horno y se lo encontró lleno de libros y papeles. [risas] El maestro del Prado ha superado en ventas a las Sombras de Grey…
—En España sí.
—…así que la pregunta sería: ¿y qué se siente cuando tu libro vende más que una novela sobre sexo explícito?
—Pues eso demuestra que los lectores en realidad son muy inteligentes y saben que no hay mayor orgasmo que una obra de arte. Ahora habría que definir qué es arte.
—¿Nos va a dar tiempo?
—Sí. Arte es lo que conmueve. No lo que mueve, cuidado, como el dinero o los viajes, sino lo que nos toca el alma.
—Los escritores, como sabemos, tienen sus manías. ¿Ustedes en el público serían capaces de cambiar una pluma estilográfica Montblanc por varias cajas de bolígrafos Pilot?
—[Se ríe] Yo sí lo he hecho.
—A ti te gusta el riesgo pero muchísimo. ¿Pero cómo haces eso?
—Es que soy hijo de mi tiempo. A mí la pluma estilográfica me parece un artefacto maravilloso, pero siempre acabo manchado.
—Pues aquí siempre hacemos algún regalo a los escritores, y hoy tenemos, especialmente para ti, un Pilot. [risas]
—Es que con una pluma Montblanc no puedes dibujar. Viñetas, por ejemplo. Yo lo hacía mucho de joven.
—¿Cuál es tu película favorita?
—Pues la que más veces he visto es Encuentros en la tercera fase. Es del año 77, de Steven Spielberg. Ese año se estrenó La guerra de las galaxias, que fue la primera película que fui a ver al cine, con seis años. Claro, pensé que el cine era siempre eso, y cuando me llevaron a ver otras películas me decepcioné. Y no fui a ver Encuentros en la tercera fase porque el cartel me daba miedo, pero la vi de adulto en vídeo y flipé. Pero flipé porque conocía muchas cosas de las que se mencionaban en ella. Por ejemplo, en la primera escena aparecen cinco Avengers de la Segunda Guerra Mundial en el desierto, nuevecitos, porque habían desaparecido el 5 de diciembre de 1945 en el triángulo de las Bermudas —esto no lo dice la película, se lo digo yo—, y cuando vi eso reconocí inmediatamente el caso de esos aviones, que ya conocía.
—A tus hijos les has empezado a poner esa película con tres años.
—Claro, para que no les pasara lo que a mí. [risas]
—Volviendo al tema de Carlos V y sus preparativos para la muerte, ¿su hijo, Felipe II, hizo lo mismo?
—Sí, fue un rey que trató de imitar en todo a su padre, también en esos momentos postreros. Felipe II tuvo una muerte muy dura, y cuando se acercaba el final pidió que lo trasladaran a El Escorial. Tenía una infección tremenda, supuraba por todas partes, no podía casi comer, y su larga agonía le llevó a hacer cosas que el padre Sigüenza, su biógrafo, describe con cierto escrúpulo, como por ejemplo que le llevaran a la cama las reliquias de ciertos santos para intentar impregnarse de su halo de santidad —en El Escorial se conserva la mayor colección de reliquias de toda la Cristiandad, unas mil quinientas—.
También pidió que le llevaran un Bosco, aunque hay controversia sobre cuál. Algunos dicen que fue La mesa de los pecados capitales, que consiste en un gran ojo donde se ven los siete pecados capitales con unas frases que indican que Dios todo lo ve, y que si lo miras desde lejos da la impresión de que algo en verdad te está vigilando. Otros, en cambio, se inclinan por El jardín de las delicias, un tríptico con el paraíso en un lado, el infierno en el otro, y en el centro la multiplicación de los hijos de Adán y Eva. En el lado del paraíso hay una fuente redonda, rosácea, rara, casi carnal, de esas cosas que pinta El Bosco, en la que hay una mujer y un búho que ocupa el centro exacto de la tabla, o sea el punto de fuga, hacia el que la mirada se va. Yo creo que Felipe II pidió morir delante de esa tabla en particular, porque era un gran lector de obras clásicas y sabía que al búho se lo considera como un animal psicopómpico, o sea, de los que acompaña a las almas de los muertos al más allá, porque pueden ver en la oscuridad —otro ejemplo sería el chacal en el Antiguo Egipto—. Y el Bosco usó ese animal concreto en ese punto del cuadro como un guía que está esperando para acompañarte al otro lado.
—Es como una enciclopedia este hombre. ¿La pintura en aquella época era como el Instagram actual?
—No. Era mucho más. Instagram es en realidad una gigantesca «egoteca», una colección de momentos donde uno se retrata haciendo el gamba a lo largo de la vida. El arte, en cambio, era algo supremo que te conectaba con lo superior. Es lo único inmortal que es capaz de crear el hombre. Todo lo demás muere y se extingue, pero el arte verdadero, el que se transmite de generación en generación y se comprende, ese nunca muere. ¿Cómo no se iban a sentir fascinados los antepasados? ¡Si lo raro es que nosotros no estemos más fascinados y que nos entretengamos en artificios! El arte nace en el Paleolítico junto con la humanidad, cuando se empieza a pintar en las cuevas, en la parte más profunda, porque eso requiere un esfuerzo y entrar allí con fuego. Cuando se las ilumina con fuego, esas figuras que pintaron están vivas, transmiten cosas. Eso era el arte. El que entraba allí dentro entraba en una dimensión distinta, se conectaba con una cosa distinta. El arte siempre ha cumplido esa función.
Cuando empezaron los museos, comenzamos a cosificar el arte. Los cuadros importantes nunca estuvieron concebidos para estar en un museo, y ahora están colgados unos junto a otros comos piezas de carne en una charcutería. Pasas por delante de ellos, uno detrás de otro, y solamente pasas, no te quedas. Cuando llegas a la Gloria de Tiziano… Ese cuadro nunca estuvo pensado para estar en una de las entradas del museo del Prado, sino al final de unas escaleras en Yuste que daban la sensación de estar ascendiendo al Reino de los Cielos. Ahora ni escalera ni puñetas: ahí colgado en medio de otros cuarenta cuadros, porque hemos cosificado el arte. Nos interesa la cantidad y no la percepción o el tiempo que hay que dedicarle a la obra. Conviene reflexionar sobre estas cosas, porque nos perdemos mucho significado de lo que ha hecho esta especie a la que pertenecemos.
—Escribes desde muy pequeño. Editaste un periódico con su hermano, dos ejemplares, cobrabais una peseta por leerlo y luego os lo devolvían. Eso era el pay per view, ¿no? [risas]
—Bueno, lo de «editar» es mucho. Éramos mi hermano, yo y un grupito de amiguetes en una casa de verano que tenían mis padres a las afueras de Teruel. Debía de ser la época de Lou Grant, serie que alguno recordará y que a mí me fascinó. Tendría nueve años y yo solo sabía que quería contar historias. Le dije a mi padre que ya sabía lo que quería ser de mayor, periodista, y mi padre se horrorizó, porque Teruel era entonces una ciudad de treinta mil habitantes, todo el mundo se conocía, y él sabía que el director del Diario de Teruel se ganaba la vida como callista, porque el periódico no daba para vivir.
—No solo escribes, sino que además dibujas muy bien. Y me dicen que eres un loco de los cómics, sobre todo de los fumetti italianos. ¿Puede que tu hijo se llame Martín por uno de sus personajes, Martin Mystère?
—¿Esa sospecha de dónde la has sacado?
—Me protege la Constitución. [risas]
—Los fumetti son un estilo de cómic muy popular en los quioscos italianos, y ese Martin Mystère es un tipo alto, rubio, guapo, con un Maserati en la puerta, que vive en un callejón sin salida en Nueva York, y que es «detective de lo imposible», investigando misterios desde la Atlántida a cualquier otra cosa. Su compañero de aventuras es un neanderthal que él rescató en una de sus peripecias, y a mí esto me fascinó, claro. Algunos quizá serán fans míos, pero yo también soy fan a mi vez de otra gente, y yo era fan de su autor, Alfredo Castelli, al que conocí en Milán hace unos años y con el que me hice una foto como si hubiera sido el Santo Advenimiento. Y sí, cuando pensé en nombres para mi hijo, me vino el de Martin Mystère a la cabeza, pero también por la muy característica torre mudéjar de San Martín, en Teruel, que está al lado de la Biblioteca Municipal, donde yo iba a leer. Además, tanto a mi mujer como a mí nos parecía un nombre de esos perfectos, raros: no admite diminutivos —a mí me llamaban Javi, cosa que me fastidiaba—, se escribe igual en muchos idiomas importantes, y además remite al maravilloso san Martín de Tours, que según la leyenda parte su capa para compartirla con un pobre, que luego resultó ser Jesucristo. Bueno, pues era un nombre que lo tenía todo.
—¿Es cierto que ahora andas metido en temas del románico, tras el gótico de Las puertas templarias?
—Sí, mi próximo libro toca ese tema. Solo puedo decir que es una novela que empieza con una pregunta: «¿De dónde vienen las ideas?». ¿De dónde viene la chispa creativa, la inspiración, el genio, el talento? ¿Por qué unos la desarrollan y otros no? ¿Por qué es algo tan fugaz que hay que apresurarse para atraparlo como sea? Ese es el origen de la peripecia, que me lleva por el arte románico y otros lugares. Yo empecé joven a escribir y tengo diez libros publicados, pero no soy un autor de esos que llaman «prolíficos». Yo no saco un libro cada año, sino cada tres, más o menos, porque me lleva mucho tiempo investigar y también porque es un deleite aprender mientras investigo. Este libro me ha llevado tres años, y ya estoy finiquitándolo.
—¿En él vamos a tener intriga?
—Sin duda, yo no concibo la literatura sin intriga. Es lo que te hace pasar las páginas. Puede ser romántica, histórica, contemporánea, pero si no hay intriga no hay novela.
—¿Es cierto que te intercambias novelas firmadas con Dan Brown?
—Sí, lo conocí hace unos años, cuando mis libros comenzaron a publicarse en Estados Unidos, aunque tocamos los temas que nos interesan de manera distinta. En Brown la acción importa tanto que al final a veces no sabes por qué corren los personajes —y esto se lo he dicho a él—, mientras que en mis libros importa más el mensaje y el punto de vista del lector. Los maestros que más me han fascinado son los que me han mostrado más de lo que yo creía saber, o al menos a verlo desde otro punto de vista, y eso es lo que he intentado hacer yo con mis libros.
—Y ya para terminar, ¿quién compra en tu casa las Panteras Rosas y los Phoskitos?
—[se ríe] Los compro yo. Son para mí, pero mis hijos me los roban.
—Termino con una cita del libro: «Cuando lo normal se transgrede, la memoria humana es capaz de retener hasta el menor detalle asociado a ese episodio». Esto es lo que me pasa a mí con los libros de Javier Sierra. Ha sido un honor y un placer, y espero no haberte estropeado algún secreto con las preguntas.
—No pasa nada. Me has compensado con un Pilot. [risas]
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