Basta un somero estudio de su pintura para advertir que Auguste Renoir, el impresionista francés, sintió una notabilísima debilidad por las mujeres desnudas: “Sea Venus o Nini, uno no puede concebir nada mejor”, decía. En otras ocasiones señalaba: “Desconfiad siempre del hombre que no se sienta excitado ante la vista de un hermoso pecho femenino”.
Si entrar en consideraciones sobre las lideresas que se cambian el color del pelo no fuera machismo, podríamos decir que hay algo de racismo en esas heroínas de la clase trabajadora y los pueblos oprimidos que, siendo morenas, se tiñen de rubias, como las burguesas, a las que incluso imitan en sus fabulosos atuendos. Hará ahora algo más de medio siglo, cuando los afroamericanos comenzaron a sentirse orgullosos de sus características, a los primeros que denostaron fue a los brothers que se desrizaban el pelo para parecerse a los caucásicos. Todas las cabelleras son igual de dignas. Huelga decirlo. Lo malo, lo que sería susceptible de crítica si no fuera una abominación debatir sobre ello, es cambiarse la tonalidad —o alisar el rizo— por arribismo. Una cosa eran las punkis, que llevaban el pelo naranja —y una cresta— para escándalo del personal, y otra, muy diferente, las rubias de bote, que estaban en la idea de que era mejor ser rubia que ser morena. Ergo puede hablarse de aquellas rubias que lo eran por arribismo.
Quedémonos de momento con las rubias platino. Más concretamente, quedémonos con las rubias platino en el Technicolor de antaño, el de los años 50 y primeros 60: Carroll Baker, Anita Ekberg, Mamie Van Doren… Ya habrá tiempo para estimar si se teñían o no se teñían. Marilyn Monroe, modelo de todas ellas, lo hizo. Siempre entre la sensualidad y la inocencia, el deseo que despertó, tanto en príncipes y presidentes como en espectadores del planeta entero —sin olvidar los padecimientos que sufrió desde niña—, están por encima de cualquier otra consideración. “Para convertirse en Marilyn Monroe hace falta más que un vaso de agua oxigenada. Los hombres quieren lo auténtico”, señaló a sus imitadoras la rubia platino por excelencia.
De todas ellas, Jayne Mansfield fue la que tuvo menos suerte. Que se tiñera de rubia platino, siendo castaña, fue lo de menos. Su perdición, como la de tantos diletantes, fue su afán de fama. Ante el fracaso de sus primeras películas no dudó en ir en bikini a las fiestas de obligada etiqueta. En otro de sus montajes publicitarios fue capaz de pasarse ocho horas en bañador, encaramada en lo alto de una antena. Una jornada laboral completa alegrando la visión de los varones; para las damas la cosa era muy diferente. “A su juicio, la interpretación consiste en saber llevar un jersey”, decía Bette Davis de Jayne Mansfield. Se refería a lo bien que lucía en ella el punto ajustado, el que insinuaba con tal fuerza que lo latente encendía a los hombres tanto como lo evidente (Renoir dixit).
Nacida en Pensilvania en 1933 con el nombre de Vera Jayne Palmer, aún era estudiante en Dallas —el trabajo del segundo marido de su madre llevó a la familia a Texas— cuando un grupo de fotógrafos le otorgó el título de miss Lámpara de Magnesio. De su primer marido, Paul Mansfield —quien la desposó con 17 años—, tomó el apellido con el que, como un mito erótico de segunda categoría —el modelo era Marilyn—, acabaría entrando en la Historia del cine. Eso fue ya contratada por la Twentieth Century Fox, en un filme del gran Frank Tashlin: La chica no puede remediarlo (1956). Jayne, que también cantaba —Shakespeare, Tchaikovsky & Me (1964) es su álbum más señalado— compartía el reparto con Fats Domino, Little Richard, The Platters, Gene Vincent and His Blue Caps y alguna que otra figura del rock & roll seminal, que recién despuntaba en aquellos días. Y entonces sí, su creación de Jerri Jordan, el personaje de Jayne en aquellas secuencias, le valió el Globo de Oro a la Mejor Actriz Revelación del año. Atrás habían quedado los números publicitarios, los personajes episódicos —poco más que figurantes—, y los espectáculos de striptease en Las Vegas.
Ni el premio ni el tinte del pelo consiguieron que la industria fílmica estadounidense cambiase la percepción que tenía de ella. Para Hollywood, Jayne Mansfield nunca fue otra cosa que la clásica rubia tonta solo apta para interpretar comedias. Para ellos no contaba que, en 1953, la actriz hubiese incorporado en los escenarios Muerte de un viajante, de Arthur Miller. Hasta ese prestigio, que los cineastas que no atienden a lo pernicioso que ha sido siempre el teatro para el cine, dispensan a los actores procedentes de la escena, a Jayne Mansfield le fue negado. En octubre de 1955, incluso había conocido el éxito en Broadway con un montaje de George Axelrod, Will Success Spoil Rock Hunter? Pero para Hollywood, antes que una persona, Jayne Mansfield solo era un cuerpo. Para quienes no la consideraban más que la clásica rubia tonta, la actividad profesional de la actriz arrancaba con sus primeros desnudos para la revista Playboy, de la que fue playmate en febrero de ese mismo año 55.
“Nunca estaré satisfecha. La vida es una búsqueda constante de crecimiento personal”, aseguraba cuando dejar atrás la comedia y convertirse en una actriz dramática pasó a ser el nuevo objetivo de su carrera. Trabajó en cintas dignas del mejor recuerdo: Una mujer de cuidado (Frank Tashlin, 1957), Bésalas por mí (Stanley Donen, 1957), La rubia y el sheriff (Raoul Walsh, 1958)… El 58 precisamente fue el año en el que se casó, en segundas nupcias, con Míster Universo, el actor húngaro Miklós Hargitay. “Mucho músculo y poco cerebro”, debieron de pensar los realizadores y guionistas, esos que realizaban los grandes dramas que nuestra actriz estaba deseando interpretar. Nunca habría de hacerlo.
El de las rubias platino y el Technicolor de antaño también fue el tiempo de las maggiorate, término, este último, acuñado por el cineasta italiano Alessandro Blasetti para referirse a Gina Lollobrigida. Por extensión, también había empezado a designar a Silvana Mangano, Silvana Pampanini, Rossana Podestà e, incluso, a Sophia Loren. Las maggiorate eran esas actrices sensuales, de cuerpos gloriosos, especialmente líricos en el escote, reinas del cine italiano de la época. Habida cuenta de las características de aquellas mujeres de bandera, Jayne Mansfield tenía mucho que decir entre ellas. Una de las fotos más conocidas de la estadounidense nos la muestra en una cena junto a Sophia Loren. La italiana le mira al escote —que, una vez más, resulta insuficiente para contener todo el lirismo de Jayne—, con una expresión que se diría próxima a la envidia.
Con su filmografía americana ya en franca decadencia, nuestra actriz fue una de las primeras intérpretes que participaron en la diáspora italiana de Hollywood. De ahí que cultivase el peplum en Las aventuras de Hércules (Carlo Ludovico Bragaglia, 1960). Cinecittà fue su pórtico de entrada a Europa. En el Viejo Continente protagonizó títulos del inglés John Gilling —El reto (1960)— y el húngaro Andrew Marton —Sucedió en Atenas (1962)—. El más sonado de sus regresos a Hollywood fue para protagonizar uno de los primeros topless del cine comercial estadounidense en Promises… Promises! (King Donovan, 1963). Lo que hasta entonces había sugerido —y mostrado en todas las fiestas en la que se caía vestida a la piscina y al salir llevaba un pecho al aire, porque merced a la caída se le había salido del famoso escote— quedó por fin al aire. Pero el tiempo de Jayne Mansfield había pasado.
Alternando entre la televisión, el cine italiano de géneros y la serie B su actividad laboral se fue acabando. Puso fin a su carrera una realización de Gene Kelly: Guía para el hombre casado. El resto fue el brutal accidente automovilístico en el que la actriz murió decapitada, junto a su último amante, cuando el coche en el que viajaban se estrelló a gran velocidad contra el remolque de un camión. Solo tenía 34 años. A raíz de aquella catástrofe, los responsables del tráfico en Estados Unidos obligaron a todos los remolques a llevar un parachoques al que se dio el nombre de Jayne Mansfield. Fue una chica sin suerte con una historia triste.
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