Jean-Baptiste Andrea (Saint-Germain-en-Laye, 1971) es uno de los mejores escritores franceses contemporáneos. Fue guionista y director de cine, antes de dedicarse por completo a la literatura. Con su cuarta novela, Cuidar de ella (publicada por AdN, con traducción de María Dolores Torres París), obtuvo el premio Goncourt 2023. En esta obra extraordinaria, ambientada en la Italia que asiste al auge del fascismo, se cruzan los caminos de Mimo, un escultor de origen humilde dotado de un gran talento, y de Viola, cuyas aspiraciones desbordan los estrechos límites en que su poderosa familia pretende confinarla.
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—¿Eres consciente de que has escrito una obra maestra?
—(Risas) No puedo responder a esa pregunta. A mí este libro me sobrepasó. Cuando lo acabé tenía la impresión de que no lo había escrito yo, por lo orgulloso que me sentía de él y por todas las resonancias posibles que tenía. Hubo un momento en que pensé que nadie lo comprendería, por todas esas resonancias, así que me conmueve que me digas que te ha gustado tanto. Para mí este libro era mi obra maestra. ¿Es una obra maestra para los demás? Eso es algo que evidentemente no puedo decir.
—¿Cuál es el origen de esta historia?
—Fue una visión que tuve cuando veía la película Silvio (y los otros), de Paolo Sorrentino, que para mí es uno de los mejores directores del mundo. Cuando me emociono se me ocurren ideas. No siempre, pero tengo que emocionarme para tener ideas. Estaba suspendido ante una escena muy lenta y me decía: “Es genial, es muy bonito”. De repente apareció un crucifijo en la pantalla y, por asociación de ideas, en una fracción de segundo, vi la estatua con todo su misterio y su secreto. Vi el final del libro, el penúltimo capítulo. Me pareció que era la mejor idea que había tenido jamás, la más fina y la más hermosa, y la más potente al mismo tiempo. Era delicada y también como un tsunami para mí, y me dije: “¿Y ahora cómo escribo yo esto?”. Me pasé diez meses construyendo el libro sin escribir el texto, de lo ambicioso que era, para asegurarme de que encontraba la mejor forma de contar esta historia. Es algo que nunca me había pasado. Era complejo y a la vez debía ser sencillo, y tenía que poner todo lo que yo soy: mi visión del mundo, mi espiritualidad, mi sentido del humor, mi amor a los seres vivos y a la naturaleza… Hay muchos niveles, pero todo está conectado, como cuando Mimo le dice a Viola: “Puedes transformarte en osa y ahora quieres volar. ¿No es suficiente?”, y ella le responde: “Es lo mismo. Todo está conectado. Un día lo comprenderás”. Y este libro es igual. Tiene mil cosas dentro, pero al final no hay más que una, que es la extraordinaria belleza de la que el hombre es capaz.
—¿Por qué has ambientado la novela en Italia?
—Tal vez lo intelectualice demasiado, pero no es que me dijese: “Tengo que escribir un libro sobre Italia”. Como a mucha gente, me atrae ese país, y además mi abuela llegó de Italia a Francia cuando tenía tres años en los años veinte. La zona en la que me crie no queda lejos de Italia, y fue uno de los primeros países a los que viajé, con quince años. Ahí descubrí el arte, un mundo más grande y más hermoso. Ahora vivo en Cannes, que tampoco queda lejos de Italia, así que es un país que siempre me ha atraído y al que me siento muy próximo. Es como si fuese la casa de mis antepasados y lo adoro, así que me apetecía vivir un tiempo en él virtualmente. No iba a irme a vivir allí físicamente, porque estoy muy bien en Cannes, pero este libro era una forma de vivir en Italia, porque pasas mucho tiempo en el lugar sobre el que escribes, tienes la impresión de estar allí. Aparte de esto, Italia estaba contenida en la idea de obra de arte. No es el único país del arte, evidentemente, pero la noción de obra de tema religioso, la Pietà… La propia palabra Pietà. No es una palabra alemana. Así que todo esto me atraía hacia Italia, hacia algo muy latino.
—¿Por qué todas tus historias están situadas en el pasado? ¿Piensas que la época actual no es lo suficientemente novelesca?
—Totalmente. La época actual no es novelesca porque de entrada es actual. No es una época de fantasía, porque estamos inmersos en ella y porque estamos sobrexpuestos permanentemente a la omnipresencia de la actualidad, de las noticias, de las imágenes y, sobre todo, de la negrura. Yo quiero hablar de la negrura, pero también me apetece hablar de la luz, y no la veo en esta época. Está ahí, pero nadie la mira, y temo que si escribo un libro sobre el mundo de ahora, la gente solo pensará en lo que va mal. Nuestra época no es novelesca porque es instantánea. No hay silencio, ni secreto, ni misterio. Y tampoco hay lentitud. Un escritor no puede abstraerse del teléfono móvil. Mi primera novela cuenta la historia de dos chavales que se pierden en una meseta de Provenza. Hoy en día se habrían ido con sus móviles y los encontrarían en dos días con las antenas 4G o con los satélites. No habría libro. Mis historias requieren silencio y misterio, eso está claro, pero además, cuando abres un libro, debería ser como en los aeropuertos hace cincuenta años. ¿Has visto Atrápame si puedes, de Spielberg? Es una atmósfera que hace que el viaje sea algo romántico. Entrabas en el aeropuerto y había una invitación a viajar, con esos letreros que anunciaban los destinos y que hacían girar las letras, no como los letreros electrónicos actuales. Hoy, cuando entras en el aeropuerto, no hay una invitación a viajar. Se ha convertido en algo banal. Para mí el libro, como viaje al pasado, tiene esa función de decir: “Te invito a viajar. Olvida tus problemas. Y no te vas a dar cuenta, pero te voy a hablar del presente, solo que no te voy a hablar del ahora, te voy a hablar de forma diferente”. Con esa invitación a viajar, yo llevo al lector al pasado, pero en realidad le hablo del presente.
—¿Consideras Cuidar de ella una novela histórica?
—No. La Historia juega un papel en el libro, pero cuando yo oigo hablar de novela histórica, me imagino a un autor que ha hecho un montón de investigaciones o que es especialista de la época y que me suelta una cantinela de detalles sobre ella, y la historia con minúscula se diluye en la Historia con mayúscula. En cambio, en mi libro la Historia con mayúscula es un telón de fondo, al igual que hoy en día también forma parte de nuestras vidas, pero en el fondo nuestras vidas son nuestros problemas, nuestras alegrías cotidianas y nuestras relaciones con los demás. Yo lo que quería de verdad era hablar de la historia con minúscula y que en algunos momentos, especialmente en esa época en la que hay grandes desafíos políticos, la Historia con mayúscula irrumpiese en la vida de los personajes, como cuando Mimo tiene que tomar ciertas decisiones profesionales, pero no era algo muy importante. El libro podría haber estado ambientado en otra época, pero teniendo en cuenta que a mí me gusta viajar en el tiempo pero no demasiado lejos porque, como te decía, el libro tiene que hablarnos del ahora, debe tener esa actualidad. Tengo la teoría de que cuando hablas a la gente de una época en la que sus abuelos estaban vivos, para ellos es algo que todavía existe. Pero si los llevas al Renacimiento, eso ya es ficción, no existe, es capa y espada. Hay épocas que adoro, especialmente por el arte, pero no me veo escribiendo un libro sobre el Renacimiento. Tendría la impresión de que estaría demasiado desconectado de los desafíos contemporáneos.
—Cuando ganaste el premio Goncourt, se señaló que tu novela representaba el triunfo de la imaginación frente a otras obras candidatas en las que primaba la autoficción. En tu novela, al principio de su amistad, Viola le presta libros a Mimo para que aumente sus conocimientos, y dice Mimo: «Viola tenía la habilidad de alternar obras fáciles y difíciles tanto con ilustraciones como sin ellas. A veces incluso me dejaba una novela, ya que me había diagnosticado un “déficit agudo de imaginación”». ¿Qué opinas de la autoficción? ¿Crees que los escritores que la practican tienen un déficit agudo de imaginación?
—(Risas) Menos mal que no estoy en Francia, así no me haré tantos enemigos. Creo que hay lugar para la autoficción, pero lo que me irritó con el Goncourt es que, de repente, el hecho de escribir una novela novelesca y de contar una historia era casi un insulto a la literatura. Hay una dictadura de la autoficción, y con eso sí que tengo un problema, pero no son tanto los autores de autoficción los que mantienen esta dictadura como sus amigos, los pequeños círculos de periodistas parisinos, que son casi los únicos que leen sus libros. ¿Carece de imaginación un autor de autoficción? Sin duda. ¿Es eso un defecto? No necesariamente. Se puede hacer un libro muy bueno con autoficción. El problema con la autoficción es que una vez, vale. Pero dos veces, ya está bien, ya lo hemos comprendido. A mí me podría ir un autor que fuese alternando ficción y autoficción. En realidad, detesto los dogmas y los preceptos, así que no te voy a decir que la única literatura es la novelesca. Hay muchas formas de literatura. Hay una cosa que me molestó mucho, aunque más que molestarme fue gracioso por toda la mala fe que pusieron. Siempre que hay un bando que no gana el Goncourt, van a buscar lo que sea contra el ganador. Tú has empezado tu entrevista diciendo que mi novela era una obra maestra, pero la revista francesa Les Inrockuptibles dijo que era una novela de quiosco, y ahí me dije: “Un momento, puede no gustarte lo que he escrito, pero no vengas a decirme que es una novela de quiosco solo porque piensas que la literatura se define por su forma, cuando se define por su fondo”. Yo, sin duda, tengo el culto de la ficción. Los escritores tenemos a nuestra disposición el color, la materia, el infinito y la imaginación, que es nuestra herramienta. Así que me parece una lástima que un escritor no tenga imaginación. Vamos a formular la pregunta de otra forma. Si yo te digo: “Soy artista y no tengo imaginación”. Tú me dirás: “Olvídate de la escritura, cambia de trabajo”. No tengo nada más que decir. Bueno, sí, te diré algo más: si un escritor escribe buena autoficción, en realidad es porque tiene imaginación y consigue convertir su texto en universal. No tengo nada contra la autoficción, pero sí contra la autoficción que solo habla del autor. Yo en mi libro hablo de gente que no eres tú, pero creo que cuando lo lees dices: “Habla de mí en cierta forma”. Una buena autoficción debe hablar del otro, del lector, y convertirse en universal, pero hay pocas autoficciones que lo consigan.
—Uno de los aspectos más destacables de tu novela es precisamente que está llena de sorpresas. Cada tres o cuatro páginas consigues sorprender al lector.
—Es algo que no había calculado, aunque había estado preparando la estructura. Me di cuenta, por ejemplo, de que la estatura de Mimo podía ser una sorpresa. Por eso me gusta que la gente no sepa nada sobre el libro, aunque es bastante difícil, porque se ha hablado mucho de él. Intento decir lo menos posible porque me gustaría que los lectores lo viviesen como yo lo escribí, porque yo mismo no tenía previsto revelar así esta característica de Mimo. Podría haberlo dicho en la primera página. Sí que sabía cuáles eran los primeros capítulos: en el capítulo uno se muere en la abadía, en el capítulo dos es él quien habla… y podría haber dicho en cualquier momento que era enano. Pero lo hago más tarde, y de esta forma es algo que llega, como me llegó a mí, como una sorpresa. Yo iba descubriendo estas sorpresas, que es algo que adoro, y también es fantástico para el lector. Para mí un libro tiene que ser como la vida. Y la vida son sorpresas. Buenas o malas.
—¿Por qué el personaje de Mimo es un enano? ¿Es un recurso literario para que no pudiese ser llamado a filas?
—No, porque Mimo en 1914 tiene 12 años, así que…
—Me refería a la Segunda Guerra Mundial.
—Ah, sí. Buena pregunta, pero no. A Mimo simplemente lo vi así. Fue como en las ruedas de reconocimiento policiales de las películas americanas. Yo siempre estoy observando cosas que pueden ser reales o que están en mi mente. Veo pasar a gente de todas las estaturas y de todos los colores. Y al verlo, me dije: “Es él”. Creo que fue porque me encantan los antihéroes, los outsiders, como lo era yo en el Goncourt, que nadie apostaba por mí hasta una semana antes del premio. Me encantaba esa posición y de hecho pensaba que era la única oportunidad que tenía de ganarlo. Me gusta también esa noción de humildad: “Trabaja, no te hagas notar, tal vez algún día lo consigas, pero no importa mucho en cualquier caso, así que haz tu trabajo e intenta hacerlo bien, porque eso es lo importante». Me encantaba la idea de un tipo al que nadie iba a ayudar, sino que, al contrario, la mirada de los otros lo iba a rebajar, a pesar de tener más talento que el 99% de la humanidad. También me gustaba que partiese de muy bajo para llegar muy alto, y ahí había una traducción física de ese “muy bajo”. Creo que eso fue lo que me gustó, darle un destino aún más heroico que mereciese aún más el genio del que lo quería dotar.
—Mimo se llama en realidad Michelangelo. Su madre lo llamó así en honor de Michelangelo Buonarroti, como si ese nombre pudiese ayudarle a convertirse en un gran escultor, cosa que efectivamente se cumple. Me pregunto si a ti, que además de escritor has sido guionista y director de cine, tus padres te llamaron Jean-Baptiste por Molière (Jean-Baptiste Poquelin).
—(Risas) Es la primera vez que me preguntan esto. Mis padres no querían que fuese escritor, aunque adoran la literatura y el arte y, paradójicamente, tal vez fue gracias a ellos que quise hacerme escritor. Nunca pensaron que cruzaría esa línea. Ellos eran partidarios de la exposición al arte, pero no de hacerlo. Hacerlo significaba morirse de pobreza. Lo que querían es que tuviese un buen trabajo con un buen sueldo, así que lucharon, sobre todo mi madre, para que no me hiciese escritor forzándome a hacer unos estudios serios, hasta que dije: “Bueno, ya está bien, ahora voy a hacer lo que yo quiero”. Así que no creo que me llamasen Jean-Baptiste por eso.
—¿Qué estudiaste?
—Ciencias Políticas y Comercio. Repetí dos veces. En vez de acabar en cinco años, acabé en siete.
—¿Siempre quisiste ser escritor?
—Sí. Espera, que aquí en el móvil tengo el primer texto que creo que escribí. Lo encontré hace poco.
—¿A qué edad lo escribiste?
—A los siete años. Se llama El osito perdido y las palabras ocupan toda la página. Dice así: Había una vez un osito que no tenía nada para comer y que se dirigió al río. Y aquí se acaba. Está escrito un poco torcido y con faltas de ortografía, pero es la primera manifestación arqueológica de mis ganas de escribir. También recuerdo que a los nueve años le dije a mi familia que quería ser poeta. De eso estoy seguro. Escribí un poema y se lo llevé a mi maestra y le dije: “Pienso que habría que estudiar mi poema en clase”. Ahí ya ves claramente que tenía una cierta ambición. Ese fue el primer paso consciente y, a partir de ahí, siempre escribí en casa y hacía pequeñas obras de teatro, como hacen muchos niños, y me gustaba enormemente. Después, en la adolescencia monté un grupo de teatro durante cuatro años en el instituto. Un año antes de acabar mis estudios encontré un trabajo de traductor, y ahí les dije a mis padres: “Voy a acabar mis estudios, pero ahora soy independiente financieramente y voy a escribir de forma profesional”. Decidí optar por el cine porque la novela es tan ambiciosa y tan impresionante que necesita un poco de madurez. El cine me parecía más seguro, más cómodo, con más glamour también. Así que tomé ese camino y me puse a escribir. Traducía por la mañana y escribía por la tarde. Volví a empezar de cero. Me dije: “Ya he cumplido el contrato con mis padres, tengo unos buenos estudios, no he hecho tonterías, no he acabado en prisión, no me drogo. Ya está todo hecho y ahora voy a poder explorar lo que me interesa”.
—Y, décadas después de aquel primer cuento, aparece un oso en Cuidar de ella.
—Sí, y no he sido consciente de esto hasta la semana pasada, cuando vi esta foto que me envió mi madre. Me dirás que a los niños les gustan los osos, pero realmente es increíble pensar que mi primer texto —o al menos mi primer texto en foto, porque tal vez escribí otros— habla de un oso. Es muy curioso.
—Cuidar de ella es tu cuarta novela y he notado que dos de tus libros anteriores —el primero y el tercero— guardan similitudes con ella. En los tres casos hay una historia de amor que se inicia a una edad temprana, la chica pertenece a un entorno social más privilegiado que el del chico, y esta chica tiene una mala relación con su familia, ya que se siente tiranizada por ella. ¿Es este un tema que te persigue?
—No lo sé, porque ni siquiera me había dado cuenta de esto. De la historia de amor sí, pero no me había fijado en… Déjame que piense un momento. Viviane en la primera novela, sí… Rose en la tercera, también… y Viola, también. Joder, es verdad, pero no sé por qué. Pero sí, voy a tener que cambiar de tema (risas). Lo que está claro es que la idea de una mujer que te eleva se corresponde con mi experiencia, como mi editora, que aceptó mi primera novela después de que fuera rechazada catorce veces y que me dijo: “Es un libro genial. Este universo es el mío y quiero compartirlo con el mundo entero”. Esta persona me cambió la vida. Luego está mi esposa, que me hace ser más inteligente. Creo que en general los hombres somos bastante tontos con respecto a las mujeres. Yo admiro el combate de las mujeres, no solo porque son más inteligentes, sino porque las aplastan precisamente porque son más inteligentes y constituyen una amenaza. Y ese combate está en los tres libros. Estas mujeres elevan a los hombres, pero están en conflicto con sus familias porque sus familias no reconocen su inteligencia. En realidad, es una manifestación de lo que observo en el mundo, y es que a las mujeres inteligentes se las obstaculiza.
—¿Siempre has tenido la misma editora?
—Sí, Sophie de Sivry. Desgraciadamente se murió en mayo del año pasado, a los 64 años, y no pudo ver el Goncourt que gané en noviembre.
—Hay una pregunta que quiero hacerte desde hace meses. Anoche me terminé tu segunda novela, que era la única que me quedaba por leer, y ya dispongo de todos los elementos para poder hacértela. He descubierto que, en tus cuatro novelas, las mujeres de las que se enamoran los protagonistas tienen todas una misma característica, y es que tienen los pechos muy pequeños. ¿Esta preferencia de los protagonistas refleja una obsesión del autor?
—Esto es extraordinario. ¿Es verdad?
—Sí, sucede lo mismo con las cuatro: Viviane, Mathilde, Rose y Viola.
—Ah, Mathilde, nunca se habla de ella.
—No sale mucho en la novela. Tan solo aparece en una escena, se quita la parte de arriba y le enseña los pechos al protagonista. Y son pequeños.
—Sí, de eso me acuerdo, pero ¿con las demás hablo también de esto?
—De Viola dices que prácticamente son inexistentes.
—Sí, me acuerdo.
—De Rose también dices que son casi inexistentes.
—¿De verdad?
—Y de Viviane también dices que son pequeños.
—¿En serio?
—Las cuatro.
—Esto es increíble. Pues voy a explicarte por qué. A mí me gusta escribir sobre la base de una emoción, no sobre la base del intelecto. Imagino a partir de un material. Si hablo de la naturaleza, por ejemplo, hablaré de una naturaleza que me conmueve, como la montaña, por ejemplo. Me costaría describir de Normandía o de algunos rincones de Francia que no me conmueven. Todas las chicas que has mencionado están inspiradas en una única chica, de la que estaba locamente enamorado en la escuela cuando tenía doce años y que fue mi primera historia de amor. Cuando digo “historia de amor”, es mucho decir porque jamás le dije que estaba enamorado del miedo que tenía, así que fantaseé con ella durante un año. Era la chica más bonita del mundo para mí. Tenía trece años y era ultrafemenina, a pesar de que era muy delgada, filiforme, y de que llevaba un corte un poco masculino, con el pelo corto y muy rubio. Lo del pelo rubio no lo he conservado en mis libros. Tenía un rostro muy fino y era casi andrógina, y al mismo tiempo muy femenina. Se veía que era una mujer, pero no era de esas mujeres sensuales. Y te diré que a mí eso me importa un bledo, y que me puedo sentir también atraído por mujeres sensuales con curvas. A mí eso me da igual. No es una fantasía que yo tenga, sino que simplemente es de esa emoción con aquella chica de donde yo extraigo el material para componer esas escenas en las que el protagonista está en contacto con la chica, porque es una emoción que sigue intacta en mí. Ya no estoy enamorado de ella, pero recuerdo lo que era ese sentimiento, y la describo como era cuando la conocí, cambiando algunas características. Pero es extraordinario lo que me has dicho, porque no era para nada consciente de esto.
—Yo creo, Jean-Baptiste, que esa chica a la que tanto quisiste se merece que su nombre aparezca en esta entrevista.
—No te lo puedo decir. Nunca se lo he dicho a nadie. Te lo digo si no se lo dices a nadie.
—De acuerdo.
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Jean-Baptiste me dice el nombre, y yo, que tengo con él un pacto entre caballeros, no os lo puedo revelar. Pero es un nombre precioso.
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—Hablemos de Viola, que es un personaje fascinante. Da la impresión de que es superdotada. Cuando diseña su máquina voladora, busca solventar las deficiencias de la que creó Leonardo da Vinci, y Mimo dice de ella: «Viola era, dicho sea de paso, la única persona, que yo sepa, capaz de criticar al mayor genio del Renacimiento sin parecer arrogante». Viola es una persona de grandes cualidades, pero que no puede vivir la vida que desea.
—Creo que los hombres no somos plenamente conscientes de que, todavía hoy, a una mujer le resulta más difícil expresar su inteligencia que a un hombre, y que una mujer inteligente tendrá más dificultades para avanzar en la vida que un hombre menos competente, y eso es Viola. Hay una especie de imposición sexista en algunas mujeres, incluso en mujeres ultrafeministas, que ellas mismas no logran identificar como imposición sexista porque es algo que viene de muy lejos, de siglos de opresión. Es una imposición que dice: “Este no es lugar para ti”. Es algo que he observado a mi alrededor: mujeres muy feministas, brillantes y libres que, sin embargo, no se permitían ir a ciertos lugares en los que yo tenía las puertas abiertas. Y cuando yo les preguntaba por qué, me decían: “No puedo, no soy capaz”, y no es verdad, eran capaces de todo. Así es como construí a Viola y esto es lo que me interesaba en esta novela, la idea de que una mujer debe enfrentarse a un demonio que no tiene rostro, que no tiene forma, y que te dice: “Tú no vales”. Es un combate épico y terrible, muy silencioso y casi inconsciente. Por eso hay un momento en que Viola se casa y capitula, por ese impulso profundamente anclado en ella que dice: “No es posible, tengo que hacer como todo el mundo.” Eso te indica hasta qué punto ese demonio está solapado, y eso me resultaba fascinante.
—Cuando Mimo llega a la estación de Savone Letimbro para tomar el tren a Florencia, dice: «Vivíamos una época en la que las estaciones de tren eran hermosas». ¿Vivimos en una época que ha perdido el sentido de la belleza?
—Absolutamente. La belleza sigue existiendo, pero hemos perdido la capacidad de verla por la agitación de la actualidad y por el reinado de la imagen angustiosa, que genera aún más angustia y que, por un mecanismo perverso, te hace clicar y mirar todavía más imágenes angustiosas. Si abres la página de cualquier periódico, no vas a ver ningún artículo que te diga: “Genial, la cosa va muy bien”. Vamos a hacer la prueba, porque me juré que la haría delante de un periodista. Vamos a abrir The Guardian y vamos a estudiar el lenguaje. Mira: Scholz endurece su posición sobre las deportaciones en plena lucha con la extrema derecha al acercarse las elecciones europeas. Fíjate en las palabras: endurece, deportaciones, lucha, extrema derecha. Es un titular de una violencia increíble. Y si miramos el resto de noticias, es todo igual. Vivimos por tanto en una época que nos sobreexpone a la negrura y ya no vemos la belleza que está ahí cada día. Y cuando hablo de belleza, no es algo ingenuo. Es la luz de los gestos cotidianos, de los progresos de la humanidad, de las cosas formidables que se hacen. Aparte de esto, yo no soy anticapitalista, pero el capitalismo tiene sus excesos y todo se hace al menor coste para maximizar las ganancias. Por tanto, hoy en día, las estaciones no se suelen hacer de la forma más bonita. Ya no hay ese gasto en el lujo y en la belleza que se hacía antiguamente. En realidad, no es del todo cierto que vivamos en una época con menos belleza, porque hoy una ciudad puede tener torres horribles, pero antiguamente, además de los palacios, había gente que vivía en chozas miserables. No vivimos por tanto en una época más fea, sino que hemos perdido de forma dramática la capacidad de mirar esa belleza, al mismo tiempo que, paradójicamente, tenemos más acceso a los museos y a la cultura. Es muy importante para mí trabajar esto, pero no de forma ingenua, porque la negrura existe y está ahí. Tampoco hay que hacer todo lo contrario y exponerse solo a la belleza y vivir en un mundo candoroso.
—Hay un momento en que el escultor Filippo Metti le dice a Mimo: «Lo importante no es lo que esculpes, sino por qué lo haces. ¿Te has hecho esa pregunta? ¿Qué es esculpir? Y no me respondas “romper piedra para darle forma”. Sabes muy bien a qué me refiero». ¿Tú por qué escribes? ¿Y qué es escribir? Y no me respondas “poner una palabra después de la otra”. Sabes muy bien a qué me refiero.
—(Risas) Pues te diré que respondí a esa pregunta al final del libro y lo sabes. Aparte de eso, no sé por qué tengo la necesidad de escribir. Quiero contar historias. Pienso que hay algo sagrado en el hecho de hacerlo, pero no sé por qué. Por unirlo con lo que te he dicho antes sobre la belleza, te diré que el rol del escritor, si debo definirlo —aunque desconfío de las definiciones—, es hacer visible lo invisible, y esto es muy amplio porque hay muchas cosas invisibles. Creo que escribo por eso.
—Hay un final de capítulo en que Mimo dice: «Mi tío Alberto nunca fue un gran escultor. Esa es la razón de que yo fuese mediocre durante mucho tiempo. Porque creí, por su culpa, y sordo a la única voz que me decía lo contrario, que la piedra buena existía. No hay piedra buena. Lo sé porque pasé años buscándola. Hasta que me di cuenta de que solo tenía que agacharme y recoger la que se encontraba a mis pies». ¿Esta visión de la escultura se corresponde con tu visión de la literatura?
—Sí, se corresponde con mi visión de cualquier forma de arte. Creo que el genio está en nosotros y que después debemos alimentarlo. Algunos lo llevarán a su más alto nivel y otros lo ahogarán y se envilecerán. Creo que debemos ser humildes con respecto a nuestro oficio. Mucha gente me dice: “Qué bien, no has cambiado con el Goncourt”. Yo creo que hay mucha gente que no cambia con el Goncourt, y los que cambian es porque en realidad eran así antes y por tanto no han cambiado. Tenemos suerte de dedicarnos a este oficio y, como te decía, hay que agachar la cabeza y trabajar, porque el trabajo es lo que nos permitirá tomar algo muy simple y hacerlo hermoso, o cambiar nuestra mirada y ver la belleza en algo muy simple.
—Cuando Mimo está en el apogeo de su fama, le dicen que hay otro escultor, Giacometti, que lo detesta porque lo admira. A él esto no le parece lógico, y le contestan: «Tiene toda la lógica del mundo. ¿Por qué detestar a alguien que nunca va a hacerte sombra? Admirar a alguien es detestarlo un poco y viceversa. Beethoven detestaba a Haydn, Schiaparelli detesta a Chanel, Hemingway detesta a Faulkner». ¿Cuáles son los autores que detestas porque los admiras?
—Esta es la mejor entrevista que me han hecho. Yo diría Umberto Eco, Erri de Luca… A Jaume Cabré también lo detesto porque me encantó Yo confieso. No es que los deteste, sino que es más un sentimiento de envidia, de preguntarte: “¿Cómo ha podido hacer esto?” Hay una rivalidad artística cuando alguien tiene éxito, pero en este caso son más bien ganas de ser como ellos, una envidia que en realidad no es muy fuerte. A quienes detesto de verdad es a los que tienen éxito sin merecerlo. Eso sí que lo llevo mal.
—Hay un aspecto muy interesante en el libro, que es el de la relación entre el arte y el poder. Cuando se produce el ascenso de Mussolini y asesinan a Matteotti, dice Mimo: «Viví esos acontecimientos con desapego. Yo era un artista y no iba yo, con mi metro cuarenta de altura, a influir en el curso de lo que fuera». Más adelante, cuando Viola le pide que no haga la escultura de El hombre nuevo, le responde: «Yo no me meto en política. Te lo he dicho mil veces». E incluso hay un momento en que le dice a Viola: «Tú odias este régimen. Pero ha sido bueno para mí». ¿Debe el artista tener un compromiso social o político?
—No, el artista no debe nada de nada. Ahora bien, si se ve obligado a elegir —como es el caso, porque le proponen un encargo—, entonces debe elegir el bando correcto. Cuando Mimo dice que se dedica al arte y no a la política, ahí es un cobarde, porque en una época en la que no hay grandes desafíos políticos, sí que puedes decir eso. Pero cuando se presentan varias opciones drásticas sobre el tipo de sociedad, no puedes abstraerte de eso. Y dado que el arte es la expresión de la libertad absoluta, si el artista vive en una época de grandes cambios y se ve obligado a decantarse por una de esas opciones, espero que elija el bando de la libertad. Pero aparte de esto, no creo que la razón de existir del artista sea política. El artista está, en cierta forma, por encima de todo eso. De hecho, te diría que una obra de arte que tuviese como principal objetivo un gesto político está incompleta. Una gran obra de arte mezcla la política, la religión, el entretenimiento, la técnica… Esto es lo que hace que sea una gran obra de arte, que es todo a la vez.
—Todas las esculturas que hace Mimo son fascinantes, incluyendo las que crea para el régimen fascista.
—En realidad, cuando Mimo hace esculturas para el fascismo no las describo. Las únicas de las que hablo son las del Palazzo delle Poste. Digo que hizo unas grandes esculturas a un lado y que fueron destruidas. Ahí me tomo una libertad histórica, porque hubo un escultor de verdad que las hizo, pero nunca he podido identificarlo, así que se las atribuí a Mimo. Pero no las describo porque me interesan menos que las otras esculturas que hace, y creo que inconscientemente me decía: “No puede estar tan inspirado con estas como con las otras”.
—Pero la de El hombre nuevo sí que la describes.
—Sí, pero al final no la hace, porque usa ese mármol para hacer la Pietà.
—Pero tiene el genio para hacerla.
—Sí, pero no la llega a hacer, así que no sabes si en verdad estaría tan bien como la proyecta. De hecho, cuando describo esa estatua y digo que estará sobre un pie, fue un proceso intelectual en el que no sentí la misma emoción que con las otras estatuas, que describo con mucha más ternura, aunque esto es algo que el lector no puede saber. Pero con esta me dije: “Vale, estará sobre un pie”, y pasé rápido a otra cosa.
—Hay un momento en que dice Mimo: «¿Cuántas noches había pasado, borracho como una cuba, diciéndome que la verdadera vida estaba allí, en una ciudad eterna que giraba a mi alrededor a mil por hora? Lejos de su casa, Viola me daba una nueva lección: la verdadera vida estaba en los libros». ¿Suscribes está última frase?
—Estoy convencido de ello, y lo que me llevó a esta frase fue un hombre que me dijo que solo leía cosas útiles, porque yo estaba sorprendido de ver que en las librerías casi todo eran mujeres. Así que un día le pregunté a un hombre: “¿No lee usted novelas?” Y me respondió: “No, solo leo cosas útiles.” Yo le dije: “¿Qué son cosas útiles?”. Y él: “Pues biografías, ensayos.” Así que resulta que los hombres y mujeres que leemos novelas estamos perdiendo el tiempo con fruslerías de fantasía e imaginación. Ahora bien, si no me equivoco, ya nadie lee ensayos ni biografías de los años 30 o 50, que no tienen ninguna actualidad y que han envejecido, pero seguimos leyendo novelas que tienen trescientos años y que nos hablan de nosotros, de nuestro mundo y de nuestros desafíos, y que tienen una enorme actualidad a pesar de que fueron escritas hace décadas o hace siglos. Así que la verdad está en los libros de ficción. La buena ficción es la verdad absoluta.
—¿Va a tener Cuidar de ella una adaptación cinematográfica?
—Sí, acabo de firmar con dos productores con los que trabajé hace diez años y en los que tengo plena confianza. Pero yo no vuelvo la vista atrás, así que no seré yo quien la dirija ni quien escriba el guion. Todavía no se ha decidido si será una película o una miniserie. Yo la veo más como miniserie.
—Para acabar, ¿me permites que te haga un vaticinio?
—Vale, puede ser interesante.
—Creo que el Goncourt no es el premio más importante que vas a recibir en tu vida. Me da que dentro de unos años tendrás que tomar un avión con destino a Estocolmo.
—(Risas) Estás loco. Ahí te confieso que soy un poco incrédulo, pero, en cualquier caso, muchas gracias, me conmueve mucho. Ni siquiera sé si algún día llegaré a escribir otra novela. Con todas las novelas me digo: “¿Cómo ha sido posible?”. Cuando escribía esta, hubo dos veces en que le dije a mi mujer: “A nadie le va a interesar, hay demasiadas cosas, nadie la va a entender”. Así que te agradezco mucho tu entusiasmo.
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